miércoles, 18 de julio de 2012

La Mujer Eterna, cap. I, Segunda Parte

Nota del Blog: La Primera Parte del capítulo I, que hemos decidido dividirlo en dos, puede verse AQUI.


(continuación)

El motivo de lo femenino resuena a través de toda la creación. Flota como un delicado y lejano preludio sobre el abierto regazo de la tierra virginal. Flota sobre el tierno animal madre de la espesura, que en su maternidad casi rompe los límites de su animalidad. Flota sobre la amante novia y esposa, y en gran manera sobre toda madre humana. Todas son iluminadas por el hijo. Pero también puede reconocerse en la amante que se prodiga sensualmente. Flota sobre la mínima, la más fugaz donación, sobre la más pequeña, la más cándida bondad; incluso sobre su simple intuición. Brota de la  esfera natural hacia la esfera espiritual y sobrenatural: allí donde la mujer es ella misma en toda su profundidad no es ya  ella misma, sino un ser que se entrega; pero siempre que se ha entregado es también novia y madre. La religiosa consagrada a la adoración, a la caridad, a las misiones, lleva el titulo de madre; lo lleva como virgo mater. También la Sibila, que  con la  “boca espumante” anuncia el nuevo eón,  es “madre del futuro”; toda profecía es sólo una forma de maternidad. De la misma manera que la Sibila precede a María, le sigue a ésta la Santa.  En ella vuelve el misterio primario a su origen. Por ello es profundamente comprensible que las más asombrosas obras realizadas por  la mujer estuvieran ligadas a la esfera de lo religioso. Santa Catalina de Siena recibió la misión de hacer regresar al Papa de Aviñón a Roma y la llevó a cabo; Santa Juana, incluso recibió la bandera de la batalla. Pero precisamente podemos decir de estas misiones extraordinarias que la mujer solo las recibe virginalmente como la prueba de toda gran misión femenina. Por ello Santa Catalina está presente a la entrada del Papa en Roma; pero Santa Juana recibió su velo en las llamas de la hoguera.


Partiendo del motivo del velo resulta que a la mujer le es propia sobre todo la sencillez. Todo lo que pertenece a la jurisdicción del amor, la bondad, la compasión, el cuidado y la protección, o sea, lo realmente escondido y casi siempre traicionado en el mundo. Por eso también aquellas épocas que rechazan a la mujer de la vida pública no son perjudiciales a su significado metafísico; incluso  es probable que, como suele ocurrir muchas veces, sean  precisamente éstas las que ponen en el platillo de la balanza del mundo el inmenso peso de lo femenino.
En todas las partes en donde hay entrega encontramos también un rayo  del misterio de la Mujer Eterna; pero en dónde la mujer se quiere a sí misma, ahí se esfuma el misterio metafísico. Elevando su propia imagen, destruye la imagen eterna. Partiendo de esto  se comprende la caída de Eva. No atañe a la  esencia de esta caída el examinarla en la contraposición de espiritual y sensual. La caída de la mujer no es en realidad la caída de la criatura a la tierra  sino que es más bien la caída de la tierra,, por cuanto ésta también significa lo femenino, la disposición humilde. La caída en escena del Paraíso no está motivada por la tentación del dulce fruto, ni tampoco  por una curiosidad intelectual, sino por el  “seréis iguales a Dios”, en contraposición al fiat de la Virgen. Por ello el autentico pecado cae dentro de la esfera de lo religioso, por ello significa hasta lo más profundo la caída de la mujer;  y la significa, no porque Eva fuera la primera en tomar la manzana, sino porque siendo mujer la tomó. La creación cayó en su sustancia femenina, pues cayó en lo religioso; por eso la Biblia atribuye con razón la mayor culpa a Eva y no a Adán.

Pero es falso decir que Eva cayó por ser  la más débil. La historia de la tentación de la Biblia muestra claramente que era la más fuerte y aventajaba al hombre. El hombre considerado en sentido cósmico entra en primer término en cuanto a fuerza, la mujer reposa en su profundidad. Siempre que la mujer fue oprimida, no ocurrió porque era débil, sino porque habiéndola reconocido como fuerte se la temió; y con razón, pues en el instante en que el poder más fuerte no quiere ser la abnegación, sino la soberanía, surge naturalmente la catástrofe. En  la oscura noticia de la lucha por el declinante matriarcado aún vibra el miedo ante el poder de la mujer; a la más profunda entrega responde la posibilidad de la máxima negación. En ésta dirección el misterio metafísico de la mujer se inclina hacia el lado negativo. Por todo su sentido y ser no sólo se halla determinada para la abnegación, sino que es la misma fuerza de entrega del cosmos; por ello su negación significa algo demoníaco y es sentida como tal. Nunca es ella lo malo en sí – el ángel caído le precede en la caída, el demonio es masculino-, pero comparte con él  la fuerza de la tentación. Tentación es la propia voluntad, lo contrario de entrega. El ángel caído es más terrible que el hombre caído, e igualmente la mujer caída es más horrible que el hombre. Se halla  plasmado en  forma arrebatadora y maravillosa en la Pentesilea de Kleist.  También en la imagen de la Medusa y en las Erinnias refleja la leyenda antigua el horror ante la mujer caída; incluso las creencias en las brujas de los siglos cristianos, aunque erró terriblemente en este caso particular, en su fondo significa la autenticidad de aquel horror ante la mujer infiel a su determinación metafísica. Sólo la tremenda trivialidad en la que hoy se expone empíricamente la caída de la mujer ya no desprende un horror semejante. Pues la historia del pecado original se repite continuamente, como es natural. En un sentido profundo la mujer es culpable de toda caída y no porque es la madre en cuyo regazo crecen los que caen, sino porque toda caída, también la del hombre, tiene lugar dentro de la esfera confiada a la mujer en sentido especial.

Así como la mujer caída se encuentra al principio de la historia humana, de la misma manera se encuentra al final de la historia. No es el hombre la autentica figura apocalíptica de la humanidad, sino que la esencia  de los “últimos tiempos” es precisamente el decaimiento de la figura del hombre, porque ella no puede dominar varonilmente las fuerzas desnudas de la destrucción. Por ello la Revelación apocalíptica no designa al Anticristo como ser humano, sino  como “fiera del Averno”. Como figura apocalíptica de la humanidad se encuentra en el Apocalipsis a la mujer; sólo la mujer infiel en su determinación puede representar la infecundidad  del mundo que le traerá su muerte y u destrucción.

Si el signo de la mujer es el  “hágase en mí”, es decir, el querer concebir, o expresado en sentido religioso “el querer ser bendita”, la desgracia siempre se hallará donde la mujer no quiera concebir, no quiera ser bendita. Esto no sólo cabe decirlo en el sentido biológico. A la línea ascendente de la jerarquía de entrega responde la línea descendente de la negación egoísta. Entre la negación heroico-trágica de la amazona y la negación apocalíptica de la mujer se abre un mundo. Al igual que el hombre pierde su humanidad en el imperio de las fuerzas desencadenadas que debería dominar, la mujer se pierde como prostituta. La “gran prostituta” es la imagen apocalíptica de la época final. La prostituta significa la terminación radical de la línea del fiat. En lugar de la entrega, aparece la forma última de la negación interior, la prostitución. Esta palabra no significa un juicio sobre la más desgraciada de las mujeres, sino que la misma prostituta ya expone este juicio. La prostituta ya no sirve como “colaboradora” en el espíritu del amor y la sumisión, sino que sirve como puro instrumento; el instrumento se venga dominando. Sobre el hombre caído en el imperio de las fuerzas se eleva triunfante la esclavizadora de sus instintos. De la misma forma que la prostituta como infecundidad absoluta significa la imagen de la muerte, como dominadora significa el dominio de la perdición.

Los Apocalipsis de las diferentes edades y culturas preceden al Apocalipsis final. Esto significa para el presente que la caída religiosa de nuestros días, inaudita en sus dimensiones, se percibe ya claramente en la aparición empírica de lo femenino. Como el velo, también la caída del velo es un profundo simbolismo. Hemos dicho de todas las formas de la vida de la mujer la presentan velada; la novia, la viuda, la monja. Todas llevan el mismo símbolo. El porte exterior nunca es vano, sino que tal como sobresale el objeto, representa a éste. Visto así, muchas modas se convierten en terribles traidores, en sentido autentico de la palabra, comprometen a la mujer. El quitar el velo a la mujer significa la caída de su misterio. Sin duda la mujer que ni tan siquiera se entrega en la esfera sensual, sino que se da al más desgraciado de todos los cultos, esto es, al de su propio cuerpo – y esto en medio de una inaudita miseria entre sus semejantes- representa una degeneración que ha roto hasta la última unión con su determinación metafísica. Aquí ya no nos contempla el rostro infantil ingenuo, de la vanidad  femenina, sino que aquí se eleva, banal y fantasmagórico, el rostro que representa la plena oposición a la imagen divina. La máscara sin rostro de lo femenino. Ésta y no el rostro desfigurado por el hambre y el odio del proletariado bolchevique, es la autentica expresión del ateísmo moderno. Con ello vuelve nuestra consideración al punto de partida, a la proclamación de la sagrada imagen divina en el dogma de la Inmaculada.

La proclamación de un dogma responde siempre a un determinado peligro religioso. El dogma mariano llevado a su formulación más general indica – ya lo vimos- la cooperación de la criatura en la obra de la Redención. Partiendo de aquí se nos esclarece su inmenso significado en relación con nuestros tiempos, pues la Gracia divina no se transforma; pero lo que hoy aparece transformado en medida creciente es la cooperación de la criatura.
Reside en la consecuencia de la doctrina de la cooperación el que María aparezca como la más poderosa ayuda cuando peligra la fe, y como triunfadora sobre la caída religiosa; no es casual el que los santos de nuestros días se perfeccionen tan a menudo dentro de una unión especial con María; no es casual si hoy la Teología va ahondando para poner más profundamente en relieve su invocación de “Mediadora de todas las Gracias”. Esto es o que significa la Letanía Lauretana cuando ensalza a María diciendo Regina Angelorum, o sea, Reina del invicto San Miguel. Es lo que señala cuando la eleva como Regina apostolorum. Es aquella sin la cual tampoco puede obrara la predicación apostólica. Es lo que quiere decir con la invocación  Regina Sacratissimi Rosarii. Tampoco surgiría la oración sin la buena voluntad y disposición del corazón humano: el dogma de María no apela sólo al concurso de la criatura en María, sino en Ella al mismo tiempo reconoce la cooperación de todas las criaturas.

Pero toda precaria situación religiosa es siempre sólo la antesala de otra más general. La profunda relación entre ateísmo y juicio, es decir, la sencilla razón de que un disturbio en el centro debe desequilibrar todos los ámbitos de la vida externa se  ha perdido en nuestra época como convencimiento general; pero en cambio posee la interpretación más maravillosa y provechosa de esta verdad que jamás se dio en ninguna época. Por ello la fe en María como triunfadora sobre la caída religiosa es el comienzo de la fe en Maria como  “Perpetuo Socorro”.

La mujer “trajo” la salvación en el sentido supremo de la palabra; esto no sólo puede deducirse de la esfera religiosa, sino que al atribuirlo a ésta tiene validez absoluta. La idea de que los pueblos y los estados necesitan madres buenas para prosperar, junto con una verdad biológica inmediata expresa, a  la vez, la verdad más profunda de que también el mundo espiritual no sólo necesita al hombre que debe dirigirlo, sino también a la madre. Aquí se cruzan las líneas. Si la criatura por un lado niega su concurso a la Redención, por otro lado resulta que ha usurpado la Redención. La fe en la Redención por los  propios medios, como fe creadora, es la locura masculina de nuestro tiempo secularizado y al mismo tiempo la explicación de todos sus fracasos. La criatura no es redentora  en parte alguna sino que debe ser corredentora. Lo realmente creador puede sólo ser recibido. También el hombre recibe el genio creador en el signo de María con humildad y entrega, o no lo recibe en absoluto sino que sólo recibe  el espíritu “que él comprende” y al que en el fondo no es capaz de comprender. Pues si bien el mundo puede ser movido por la fuerza del hombre, en el verdadero sentido de la palabra sólo es bendito en el signo de la mujer. La entrega a Dios es el único poder absoluto que posee la criatura: sólo la Ancilla Domini es la Regina coeli. Siempre que coopera la criatura con pureza aparece también la Mater Creatoris, la Mater boni consilii; siempre que la criatura se desprende de sí misma, allí se encuentra con el mundo torturado la Mater amabilis, la “Madre del Amor Hermoso”; siempre que los pueblos son de buena voluntad, ruega por ellos la Regina pacis.

Pero la redención interna de este mundo es sólo una imagen del más allá. Otra vez la naturaleza constituye el preludio de lo sobrenatural, otra vez resuena este preludio por todas las esferas de la existencia. La tierra que recibe virginalmente la semilla, recibe también a lo que muere para darle su último reposo. De la misma manera que toda vida surge de la entrega, también encuentra su fin en ella.  Pero la tierra que recibe a lo que muere no es la Eternidad, sino lo que devuelve a la Eternidad; pero lo mismo que muere es ya germen de resurrección. María es la protectora de los que mueren, la  Mater misericordiae. Su figura es doble; como patrona del que muere individualmente representa también a la protectora de los que morirán cuando desaparezca el mundo; es decir, es también  Madonna apocalíptica; la Asunción representa sólo su anticipación.

El Greco ha representado a la Madonna apocalíptica bajo la imagen de la Inmaculada. La característica belleza amenazada e inquieta del paisaje que pone a sus pies refleja el ambiente del mundo antes de la aparición de Jesucristo y predica al mismo tiempo el ambiente del fin del mundo antes de su vuelta; expresa aquel suspirar y aquella expectación de la criatura que, según las palabras de San Pablo, está “en dolores de parto”. Apocalipsis no es sólo el fin, sino también principio. Jesucristo, que vuelve a juzgar al mundo, viene con la fuerza del creador del mundo; la Madonna apocalíptica como Inmaculada Concepción significa la promesa de un nuevo cielo y una nueva tierra. María, protectora de los que mueren, la Mater misericordiae, es la Mater divinae gratiae. Aquí surge otra vez el motivo de la Estrella Matutina, la estrella que anuncia al Sol pero que palidece ante él. Al igual que la Letanía Lauretana de pronto irrumpe sus invocaciones ante el Agnus Dei, así el “eterno femenino”, después de “elevarlo”, se arrodilla ante el  “eterno divino”. El misterio supremo de la Inmaculada es el Creador, el misterio supremo de la Corredentora es el Redentor. La gloria del Espíritu Santo, del mismo Amor increado, es la corona y el velo eterno sobre la frente de la virgo mater.