sábado, 21 de julio de 2012

La Mujer Eterna, Cap. II, Primera Parte


II LA MUJER EN EL TIEMPO


La mujer en el tiempo parece significar la plena mitad de la existencia y de las vicisitudes humanas, o sea, también de lo histórico. Pero es evidente que no es la mujer, son el hombre y su obra, lo que constituye el contenido de la vida histórica. El hombre no sólo domina las grandes acciones políticas de los pueblos, sino que también determina la pujanza y el ocaso de sus culturas intelectuales. Y -quizá sea esto lo más importante- incluso lo religioso, que  vimos que está confiado especialmente a la mujer, en sus grandes manifestaciones históricas es formado  por el hombre y está representado por él en primera línea. Siempre que escuchamos la voz de los siglos, se le oye a él. Prescindiendo de excepciones, la mujer aparece con la plenitud intemporal de un silencio palpitante que acompaña o lleva la voz de aquél. ¿Significa la fuerza de entrega en el sentido de una renunciación metafísica a la vida histórica? ¿Significa lo religioso en este mundo también carencia de autoridad? ¿Significa acaso que su reino  no es de este mundo? ¿O es que ambas cuestiones sólo exigen que se profundice más? ¿Es que plantean el problema de una nueva medida de la valoración histórica? Aquí el problema desemboca de lleno en la problemática del presente. La  cuestión de la mujer en el tiempo se convierte en la cuestión de la mujer en nuestro tiempo.
Ya es conocido que la medida de la valoración histórica en nuestros días ha sufrido una transformación. La medida de la última época pasada se había formado remotamente a base del aprecio de la personalidad. La generalidad encontraba expuestos su dignidad y su valor en las grandes individualidades. En contraposición a ello, la época presente penetra hasta lo supra personal. No niega la importancia de un gran individuo; pero en su reconocimiento ya no encuentra un sentido último, sino que  también el sentido del más grande de los individuos es la entrega a la comunidad; su valor se mide en su fecundidad en bien de ésta. La nueva medida para la valoración histórica no es ya la personalidad, sino entrega. Visto desde esta nueva atalaya, el significado de los sexos en la vida histórica, es decir, de las fuerzas que la llevan en el fondo, debe estudiarse de nuevo.
Si se examinan las leyes de vida primitivas, a través de la investigación biológica se adquiere la convicción de que la mujer no representa ni ejerce en sí misma las grandes dotes históricas efectivas, pero sí que es su silenciosa portadora. Si se quiere conocer el origen de grandes facultades, no debe irse de los hijos a los padres, sino a las madres. Ello está testimoniado por un gran número de hombres geniales y sus madres. Pero por otra parte, muy a menudo hombres importantes tienen hijos insignificantes; esto indica que el hombre gasta su fuerza en su propia obra y que la mujer no la gasta, sino que la entrega. El hombre se gasta y agota en la obra, se entrega a su talento; la mujer entrega el talento a la generación que sigue. Así el talento de la mujer parece equivalente al del hombre, pero –y aquí surge el motivo fundamental que hoy impera- no para la mujer misma, sino para la generación. El sentido de su talento no es su personalidad, sino que va más allá de ésta. Pero con ello se encuentra sobre la línea que corresponde a la verdadera valoración de nuestro tiempo.
Partiendo de aquí adquiere un significado simbólico el que la mujer por término medio vive más que el hombre. El hombre representa la situación histórica correspondiente, la mujer representa la generación. El hombre significa  el valor de la eternidad del momento, la mujer el infinito del transcurso de las generaciones. El hombre es la roca sobre la cual se apoya el tiempo; la mujer es la corriente que la arrastra. La roca está formada, la corriente fluye; la personalidad pertenece en primer lugar al hombre, a la mujer le pertenece lo universal. Lo personal es lo que solo vemos una vez y como tal es perecedero; devora su propio capital. Lo universal va acumulando. De la misma manera que la mujer como individuo vive por término medio más que el hombre, así la línea femenina de las generaciones se hace más vieja que la masculina; si hablamos de las familias, incluso de los pueblos que se han extinguido, siempre pensamos únicamente en la línea masculina; en la femenina a menudo continúan aún mucho tiempo, e incluso es posible que no llegue a desaparecer nunca. Sólo pocas veces nos damos cuenta de la sangre de las grandes estirpes del pasado, por ejemplo, los Staufer, incluso los carolignos, pueden seguirse hasta nuestros días a través de la línea femenina, conservándose en las familias que tuvieron hijas. En ellas desaparece el nombre de la rama  masculina; así como la mujer no es en primer lugar personalidad, sino entrega, también la continuidad que es capaz de dar a su sangre no es confirmación de sí misma, sino que la adquiere sumergiéndose en la corriente general de las generaciones. Aquí tropezamos con el segundo motivo fundamental de la mujer, el motivo del velo. Incluso el acontecimiento que le es más propio, o sea, el dar la vida y la herencia de la sangre, queda sin nombre y oculto por su parte. La gran corriente de todas las fuerzas que formaron y formarán historia, fluye a través de la mujer, que no lleva otro nombre que el de madre; nuestra época hace justicia a este hecho, honrando a la mujer en primer lugar como madre.
Pero junto con la madre se encuentra también la mujer solitaria. Es simbólico que la mayoría de las mujeres que hoy no pueden ser madres pertenecen a la generación sacrificada de la guerra. Su esperanza de expansión en el matrimonio y con ello también la de la protección masculina descansa en las tumbas de la Prusia oriental y de Flandes. La guerra, sin embargo, sólo hace resaltar más lo que  es el caso normal en todas partes. Partiendo de la madre, el problema de la mujer  es relativamente fácil de resolver, pues la naturaleza ya lo ha resuelto; todas las cuestiones de necesidad económica están tanto fuera de lo natural como de lo esencial, que es de lo que aquí se trata. El equilibrio interno de la cuestión no reside, pues, en la madre, sino en la mujer soltera.
 Es comprensible que nuestra época evite enfrentarse con ella. Vive en el ingenuo convencimiento de que el sentido de la soltera es el de ser novia; en el sentido positivo solo reconoce a la mujer soltera como viviendo una esperanza juvenil. A ello responde después en sentido negativo el desengaño de la soltera de edad, o lo que es peor, la “solterona” satisfecha. Nuestra época, pues, ve a la mujer soltera sólo como circunstancia o tragedia; una simple circunstancia es pasajera, una tragedia quizás pueda conjurarse en el futuro. Pero aquí no se trata de una circunstancia. Lo que expresado en sentido negativo es la solterona, en sentido positivo es la virgen. Naturalmente, no es la única manifestación de la mujer soltera, pero es su forma natural.
 La virgen, en otros tiempos, tuvo una apreciación decisiva. No sólo lo afirma el Cristianismo; algunos valores que éste manifestó ya habían encontrado su preludio lleno de presentimientos en la época precristiana. Nombres de montañas y constelaciones recuerdan a la virgen. Las figuras de Diana y Minerva presentan carácter distinto y de otro fundamento, pero en lo puramente natural no son menos impresionantes que la Santa cristiana. La gran veneración  de que gozaba la mujer en la antigüedad germánica estaba ligada al elevado aprecio de la virginidad; de ello hablan las terrible leyes punitivas de los antiguos sajones que se refieren tanto al ataque contra la pureza de la virgen como a la mujer caída. Igual que la sacerdotisa de Vesta, la pitonisa germánica también era virgen. La leyenda alemana y el cuento alemán, nos presentaban siempre el significado de la virgen pura. En la leyenda alemana posee una fuerza redentora; aun entrada la Edad Media la virgen pura podía pedir el indulto a un condenado a muerte. Siempre que había una maldición o un encantamiento, sólo podía anularlos una virgen pura. Con esta fe en la fuerza redentora de la virgen se prepara la antigüedad de nuestro pueblo para recibir el credo cristiano de María en un sentido, diremos, de Adviento, empleando la  hermosa expresión de Theodor  Haecker sobre la Antigüedad:

“La rosita que quiero decir
De la que habla Isaías
Nos la ha traído sólo
María, la Virgen Pura”.

María según la Letanía Lauretana, es la “Virgen de las Vírgenes” y la  “Reina de las Vírgenes”; la madre de todas las madres es la virgo intemerata. Con el dogma de la eterna virginidad de la Madre de Dios, la Iglesia no sólo expresa la intachable pureza de María, sino que afirma para todos los tiempos el significado independiente de la virginidad y junto a la dignidad de madre coloca  la dignidad de virgen. La idea de la virginidad, sacada del dogma, penetra en la era cristiana del gran arte occidental, pero al mismo tiempo ilumina las épocas pre-cristiana y post-cristiana. Siempre que el arte presentó a la virgen con maestría, no proclama una circunstancia ligada a lo temporal, como expectación juvenil o esperanza destruida, sino que proclama un misterio. En las maravillosas esculturas de la Antigüedad como en el florecimiento de la cumbre plástica y las pinturas cristianas, aparece la virginidad en su expresión más propia, como virginidad absoluta. No son la gracia y castidad del aspecto su secreto, sino su carácter interno.
 Esto, si cabe, aún se ve más en la literatura supratemporal que en las grandes artes plásticas. Primeramente llama la atención cuán a menudo glorifica aquella el tipo virginal de la mujer más que el de madre y esposa. Antígona y Beatriz, Ifigenia y la Princesa del Tasso, son figuras virginales y sólo comprensibles como tales. Schiller, al presentar a Santa Juana, pudo constatar que la idea de virginidad se le aparecía como inquebrantable; la fuerza de la figura iba ligada a ella. Aquí la línea de la virgen coincide con la del hombre. También él valora la virginidad como impulso y aumento de fuerza para máximo rendimiento; éste es el sentido de las conocidas palabras de que sacerdotes, soldados y políticos, o sea, todos  aquellos que deben exponer plenamente su vida, tienen que permanecer solteros.
Así, pues, la idea de la virgen tanto en el dogma como en la historia, la leyenda y el arte por igual, no se muestra como circunstancia o tragedia, sino como valor y fuerza.
Al reconocerlo, nuestra época se enfrenta con una doble dificultad. En el centro de su pensamiento ya no se encuentra Dios como en épocas pretéritas, sino el hombre, y no ya como individuo, sino como miembro en la cadena de generaciones. Pero la virgen no tiene lugar dentro de la generación, sino que la cierra. No se encuentra ya en la línea que marcha hacia un infinito terrenal, sino que se encuentra en el único y en apariencia finito instante de su vida personal. Desde aquí impulsa ella la fe a un valor supremo de la persona en sí misma, un valor que naturalmente ya no puede ser fundado únicamente por el hombre. Con otras palabras, la virgen representa en su figura la elevación y afirmación religiosa del valor de la persona sólo en su espontaneidad suprema hacia Dios.
 Como la flor solitaria en las montañas, al borde de las nieves eternas que nunca vieron ojos humanos, como la belleza inmarcesible de los polos y los desiertos que eternamente permanecen inútiles al servicio y a los fines de la humanidad, la virgen también proclama que hay un sentido de la criatura sólo como esplendor de la Gloria eterna del Creador. La virgen se encuentra al borde del misterio de todo lo irrealizado y desperdiciado en apariencia, e incluso semejante al que sufre temprana muerte, que nunca logró el desarrollo de sus más maravillosas facultades, se encuentra al borde mismo del misterio de todo lo aparentemente malogrado. Su castidad, que cuando es pureza encierra siempre profundo sufrimiento, significa el sacrificio por la visión del valor infinito de la persona. Desde aquí se ve claro el por qué la Liturgia coloca siempre a la virgen junto al mártir[1]; también éste reconoce el valor absoluto del alma con su sacrificio de la vida terrena.
Partiendo del significado religioso de la virgen, es patente y obligado que las órdenes religiosas femeninas exijan el voto de virginidad. Pero también vemos otra cosa clara. Todo lo temporal recibe su verdadero sentido de lo intemporal: aquí tropezamos con el hecho de que en todas partes donde se trata de descubrir las más profundas raíces de las cosas, el dogma cristiano católico ya ha elaborado la idea decisiva. Es necesario arrojar aquí una breve mirada a la ceremonia de la consagración de las vírgenes. Son decisivas las palabras del prefacio que las precede: “En la conservación de la bendición nupcial sobre el santo estado de matrimonio, hay sin embargo almas excelsas que desprecian la relación corporal de hombre y mujer, pero…que dan todo su amor al misterio señalado por el matrimonio”. El misterio “señalado por el matrimonio” es el mysterium caritatis[2] . El misterio del amor se encuentra tanto en la Misa de los desposorios como en la consagración de las vírgenes: ¡la virgen consagrada es la sponsa Christi! También concibe la Iglesia –aquí coincidiendo con el mundo- a la virgen como destinada a las nupcias, pero estas nupcias no las ve sólo junto al hombre. Aquí se ve claramente la profunda relación de todo misterio femenino con el dogma de María. La eterna virginidad de María significa las nupcias y la sombra del Espíritu Santo. Esto significa para la consagración de las vírgenes lo siguiente: es el fiat mihi de la virgen su renuncia al matrimonio, pero por  parte de Dios es la consumación de su vida por el mysterium caritatis dentro de una esfera más elevada que la natural. El valor de la persona, que debe ser producido precisamente en el mysterium caritatis. Desde aquí desciende un rayo de luz perpendicularmente a través de todos los estados de la existencia de la mujer solitaria: esto en lenguaje dogmático quiere decir que aparece la idea del vicariato.
Vicariato religioso traducido al lenguaje profano es la responsabilidad de todos para todos; o sea, que desde el Corpus Christi representa él la cima religiosa de una idea que  nuestra época se ha puesto a divulgar en el terreno profano, exigiendo la represión del individualismo. Sólo la falta de la verdadera comprensión en el dogma, que le queda como herencia de la época liberal, le cierra el camino para su propia subordinación a la verdad cristiana. Al igual que la creación genial no pertenece únicamente al creador, la perfección y un acto de amor no pertenecen tampoco únicamente al perfecto amante, sino que pertenecen a todos. Sólo a una época ofuscada subjetivamente pudo parecerle imposible que los méritos de los Santos redundaran en provecho de sus hermanos y de sus hermanas. Esto significa para nuestro tema lo siguiente: el mysterium caritatis de la consagración de las vírgenes fluye según su sentido hacia el mundo; partiendo de la sponsa Christi se ve claro que el sentido oculto de toda virgen es un  sentido que aún la última y la más insignificante defiende inconscientemente.
Y finalmente, aquí con ésta última e insignificante se encuentra el lugar en el cual la única virgen reconocida por nuestra época tiene realmente su sitio como tragedia. A la victima voluntaria se enfrenta la involuntaria, al mysterium caritatis  el mysterium iniquitatis, al fiat mihi el no de la criatura. Para la mujer que no reconoce su virginidad como valor referido a Dios, la falta de matrimonio e hijos es realmente una profunda tragedia. La mujer tanto espiritual como corporalmente está más íntimamente dispuesta para ambos que el hombre; su falta puede conducirla a tener la impresión de la plena falta de sentido de su propia existencia. Pero el sentido interno de su falta de matrimonio y de hijos no se ve afectado por esta aparente carencia de sentido; incluso en una extremada agudización de la idea adquiere quizá precisamente una elevación decisiva; el sentido supremo del valor de la persona probablemente sólo puede producirlo la existencia en apariencia fútil: en todo otro caso existiría el peligro de que al final sólo se produjera el valor de una obra cualquiera. En éste punto la dialéctica religiosa se interfiere con la profana. La vida contemplativa, que considerada desde el punto de vista religioso expone la determinación suprema del hombre para Dios, vista desde el punto de vista humano es también la ausencia de mérito terrenal. Así la opaca voz de la mujer solitaria cuyo fin no se ha cumplido en el mundo repite fraternalmente la confesión de la consumación de la sponsa Christi. En el perfecto desprendimiento de todo mérito visible se trasluce la importancia suprema trascendental de la persona. Aquí la línea retrocede al carácter problemático del presente ¿Qué significa la idea de persona para nuestra época? ¿Qué puede significarle aún?
Nuestra época ha allanado con razón la importancia de la personalidad como valor particular, pero por esto el valor de la persona no puede ser puesto en duda en manera alguna. Personalidad es un valor temporal, persona es un valor eterno. Como Dios mismo es persona, así la redención cristiana se refiere también a la persona. La Historia como tal recibe su sentido y fin por la persona; sin valores eternos sólo existiría el transcurso histórico. De aquí sale a la luz el doble significado de la mujer en la Historia. Si la importancia de la madre consiste en transmitir las facultades del hombre que forman la Historia, así la importancia de la virgen consiste en garantizar la capacidad histórica del hombre, la persona.



[1] Veáse Marie- Antoinette de Geuser en su hermoso libro: Briefe in den Karmel (Pustet, Regensburg 1934)
[2] De una antigua oración nupcial en el Sacramentarium Fuldense.