lunes, 10 de septiembre de 2012

La Iglesia Católica y la Salvación, por J.C. Fenton. Capítulo II (II de III)



El Terminus a Quo en el Proceso de Salvación.

El don que los documentos de la Iglesia designan como “salvación” es la Visión Beatífica, el último florecimiento de la vida sobrenatural de la gracia que debe comenzar a existir en este mundo. Se dice que el hombre está salvado, en última instancia, cuando recibe el beneficio sobrenatural de la Visión Beatífica. El término “salvación”, sin embargo, implica más que esto.
El factor clave que debe tenerse en consideración en cualquier explicación teológica de la salvación es la verdad que, de hecho, el don de la vida de la gracia es inseparable de la remisión del pecado original o mortal en el mundo en que vivimos. Ha habido casos en los cuales esto no fue así. Nuestro Señor, en Su natura humana, poseyó de una manera completa todos los dones de la gracia santificante y, tanto en razón de la divinidad de Su Persona como por el hecho de no descender de Adán por medio de la generación carnal, nunca estuvo manchado, de ninguna manera, con la culpa del pecado. Su Santa Madre fue concebida inmaculadamente. Por la aplicación previa de los méritos de Su Pasión y muerte, fue preservada de toda mancha de pecado desde el mismo momento en que comenzó a existir. En su caso, el don de la gracia santificante tampoco estuvo acompañado por la remisión del pecado. Con ella, el comienzo de la existencia coincidió con el de la vida sobrenatural de la gracia santificante. De la misma manera Adán y Eva, antes de la Caída, fueron constituidos en gracia desde el primer momento de su existencia. Sin embargo, para ellos, el segundo otorgamiento de la gracia fue llevado a cabo por medio de la remisión del pecado.
En todos sus descendientes ocurrió lo mismo, excepto en los casos de Nuestro Señor y de Su Santa Madre. Con excepción de María, toda persona nacida por medio del proceso de generación carnal, ha venido al mundo en estado de pecado original. Tanto este pecado original como los pecados mortales que los hombres cometen durante el curso de su vida son incompatibles con la vida de la gracia. Y, por institución de Dios mismo, la mancha del pecado puede ser removida sólamente por medio de la vida de la gracia.
El estado de pecado, sea original o mortal, es un estado de aversión o enemistad con Dios. La eliminación dese estado se cumple cuando, y sólo cuando, la persona que ha estado hasta entonces en estado de pecado, se constituye en la condición de amistad con Dios y se ordena propiamente a Él. Y no hay otra situación más que la de la gracia santificante misma en la cual el hombre puede estar bien ordenado hacia Dios.
Para estar bien ordenado hacia Dios o en estado de amistad con Él, el hombre debe trabajar hacia el objetivo que Dios mismo ha establecido para él. Y, según el mensaje revelado por Dios mismo, el único objetivo o fin en cuya posesión el hombre puede encontrar su felicidad última y eterna es la Visión Beatífica. No hay otro último fin disponible para el hombre. Si fracasa en este objetivo entonces, independientemente  de lo que parezca haber logrado durante el transcurso de su vida terrena, va a haber fracasado para siempre. No existe un estado de neutralidad para con Dios, y no hay, para los hijos de Adán, un estado de amistad puramente natural con Él.
En otras palabras, todas y solas las personas que no están en estado de gracia están en estado de pecado original o mortal. Todas y solas las personas que no están en estado de pecado original o mortal o ambos, poseen la vida de la gracia santificante. De aquí que, según lo instituyó el mismo Dios, el proceso por el cual el hombre, que no estando hasta entonces en estado de gracia, recibe esta vida sobrenatural de Dios, es necesariamente aquel por el cual se le perdona su pecado original o mortal. El terminus a quo del traslado por el cual el hombre es llevado al estado de la gracia sobrenatural es necesariamente, para los hijos de Adán, el estado de pecado original o mortal.

El Rol de Nuestro Señor en la Remisión del Pecado
 y en el Otorgamiento de la vida de la Gracia

Que la remisión del pecado, es decir el proceso en el cual la vida sobrenatural de la gracia se infunde en el alma que ha estado hasta entonces privada délla, es posible por y en Nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una parte básica y central del mensaje revelado de Dios. Es en Nuestro Señor, según la carta de San Pablo a los Efesios, que “en Él, por su Sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia”[1], y San Pedro habla de “el Dios de toda gracia, que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo”[2]. De hecho puede decirse que el mensaje central del Nuevo Testamento es el hecho que la salvación y la remisión de los pecados son posibles en y por medio de Nuestro Señor.
Por Su pasión y muerte nos redimió y libró de los lazos de nuestras iniquidades. Las gracias actuales o ayudas divinas por las que el hombre puede moverse hacia el amor de caridad para con Dios y el odio del pecado que viene junto al momento de la justificación, han sido merecidos para nosotros por Nuestro Señor. De la misma manera son las gracias por las que el hombre es movido efectiva y libremente hacia la justificación y al aumento de la gracia adquirida, junto con la remisión del pecado, en el proceso de justificación.
Además, la justificación, es decir, el actual traspaso desde el estado de pecado original o mortal hacia el de la gracia santificante, es posible sólo en Nuestro Señor. Aquí el dogma de la necesidad de la Iglesia Católica para la obtención de la salvación eterna y la remisión del pecado, se manifiesta como la afirmación clara y precisa del significado expresado de hecho en la expresión escriturística “en Cristo Jesús”. Ni la justificación ni la glorificación –es decir, ni la remisión de nuestros pecados, ni la obtención de la Visión Beatífica- es posible excepto “en Cristo Jesús”. Y la Iglesia, en las epístolas divinamente inspiradas de San Pablo, es presentada precisamente, aunque metafóricamente, como “el cuerpo de Cristo”. Estar “en Cristo Jesús”, es pues estar “dentro” del Cuerpo Místico de Cristo, la única vera Iglesia o reino de Jesucristo. Y así como la justificación y glorificación son absolutamente imposibles sino son “en Cristo Jesús”, de la misma manera son completamente imposibles “fuera” de Su Cuerpo Místico, que es la Iglesia.
Es muy importante que nos demos cuenta que, al afirmar el dogma de su propia necesidad para la salvación y para tener la vida de la gracia santificante, la Iglesia Católica simplemente está afirmando, en un modo no-figurado la misma verdad que Nuestro Señor expuso por medio del uso de la metáfora de la vid y los sarmientos. Nuestro Señor enseñó:

“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el Viñador. Todo sarmiento que, estando en Mí, no lleva fruto, lo quita, pero todo sarmiento que lleva fruto, lo limpia, para que lleve todavía más fruto. Vosotros estáis ya limpios, gracias a la Palabra que Yo os he hablado. Permaneced en Mí, y Yo en vosotros. Así como el sarmiento no puede por sí mismo llevar fruto, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en Mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Quien permanece en Mí, y Yo en él, lleva mucho fruto, porque separados de Mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en Mí, es arrojado fuera como los sarmientos, y se seca; después los recogen y los echan al fuego y se queman. Si vosotros permanecéis en Mí, y mis palabras permanecen en vosotros, todo lo que queráis, pedidlo, y lo tendréis: En esto es glorificado mi Padre: que llevéis mucho fruto, y seréis discípulos míos”.[3]

Nuestro Señor mismo explicó en el discurso Eucarístico la realidad desta “permanencia” en Él como un requisito para la vida de la gracia y para la Salvación.

“En verdad, en verdad, os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis la sangre del mismo, no tenéis vida en vosotros. El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Porque la carne mía verdaderamente es comida y la sangre mía verdaderamente es bebida. El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, en Mí permanece y Yo en él. De la misma manera que Yo, enviado pro mi Padre viviente, vivo por el Padre, así, el que me come, vivirá también por Mí. Este es el pan bajado del cielo, no como aquel que comieron los padres, los cuales murieron. El que come este pan, vivirá eternamente”.[4]

Así, pues, según esta enseñanza de Nuestro Señor, el comienzo, continuación, desarrollo, y posesión eterna de la vida sobrenatural, la vida en el nivel de Dios más que la mera vida natural de la creatura, depende completamente en permanecer en Él. Y, como lo explicó claramente, aquel en quien Nuestro Señor permanece, y que habita o permanece en Nuestro Señor, es aquel que toma parte en el banquete Eucarístico del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. Es obvio que Nuestro Señor está hablando de la digna recepción de la Eucaristía.
Ahora bien, por la constitución divina de la Iglesia militante del Nuevo Testamento, esta unidad social es aquella dentro de la cual los hombres pueden tomar parte dignamente del banquete Eucarístico. La ecclesia de Nuestro Señor es la sóla y única sociedad dentro de la cual y para la cual fue instituida la Eucaristía. El sacrificio Eucarístico es ofrecido, y el Sacramento de la Santa Eucaristía es recibido justa y propiamente sólo dentro desta comunidad. En cambio, todo aquel que fructífera y dignamente toma parte deste banquete Eucarístico, está dentro de la vera Iglesia, por lo menos de deseo.
La afirmación de Nuestro Señor que “El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, en Mí permanece y Yo en él” no está restringida de ninguna manera a la recepción física del Sacramento de la Santa Eucaristía. Una recepción espiritual de la Eucaristía que consiste en un deseo (incluso implícito) de participar del sacramento y de aprovecharse de la recepción, es suficiente para esa unión con Nuestro Señor en el caso de aquel para el cual la recepción actual o física del sacramento es, por una u otra razón, realmente imposible.
Así, según lo explica Nuestro Señor, la salvación y la vida sobrenatural de la gracia santificante son posibles para el miembro de la Iglesia que está dentro desta sociedad como una de sus partes integrantes, y que está vitalmente unido a Nuestro Señor por medio de la digna recepción del Sacramento de Su amor. También es posible para el Católico que es físicamente incapaz de recibir el Sacramento, pero que, con un deseo del Sacramento y de sus efectos y con la intención de caridad que anima el deseo, está integrado a la Iglesia, la familia del Dios vivo, dentro de la cual y por la cual se ofrece ese sacrificio y se confecciona ese sacramento. También es posible para el no-miembro de la Iglesia que, incapaz de obtener la membresía en el Cuerpo Místico de Cristo e iluminado por una vera y sobrenatural fe divina, ama a Dios con el afecto de verdadera caridad y, en ese amor, forma por lo menos un deseo implícito del sacramento y de sus efectos salvíficos. En este último caso, aquel que posee este deseo, al presentarlo ante Dios en forma de oración, va a recibir el premio que pide: la unión con Nuestro Señor en Su sociedad, que es la Iglesia. Este hombre es traído hacia la Iglesia (aunque obviamente no como miembro) y hacia la recepción espiritual y salvífica del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor, por medio de la eficacia de su oración y deseo que están animados y motivados por la caridad divina.
Este es el significado de la enseñanza sobre la necesidad de la Iglesia para la obtención de la salvación eterna y para la remisión de los pecados que ha sido expuesta tan convincente y profundamente en la Unam Sanctam. En este gran documento el Papa Bonifacio VIII toma su enseñanza principalmente del uso de dos de los nombres metafóricos de la Iglesia que se encuentran en las Escrituras. Emplea el nombre y la noción de la Iglesia como “Esposa de Cristo” para mostrar que aquellos que están dentro de la Iglesia están dentro de la realidad que puede decirse constituye un sólo cuerpo con Él. Y emplea el término “Cuerpo Místico” para designar la Iglesia como la unidad social dentro de la cual sólamente existe el contacto íntimo y salvífico con Nuestro Divino Redentor. Y así, en su enunciación y explicación del dogma hace notar, en la terminología técnicamente expresiva de la sagrada teología, la misma lección que Nuestro Señor nos dio tan convincentemente en el lenguaje figurado que usó en su enseñanza a Sus discípulos.




[1] Ef. I, 7.
[2] I Ped. V, 10.
[3] Jn. XV, 1-8
[4] Jn. VI, 53-58.