domingo, 14 de octubre de 2012

La Mujer Eterna, Cap. III, Qinta Parte



Y aquí aparece el gran sacramento que tiene la más íntima coordinación con la vida de la madre; pero no se manifiesta sobre la madre, sino sobre el hijo. El Bautismo es su segundo y excelso nacimiento. El seno de la Iglesia que lo acoge es el seno de madre de su vida sobrenatural. A la madre terrenal le queda la deliciosa analogía con el campo bendito; sobre ésta cae la bendición. Pero el pan que se obtiene de sus espigas es el que está destinado a ser la especie que contendrá el Sacramento del Altar. Con ello no se alude al campo, sino a su fruto. La madre natural pasa a segundo término cuando aparece la madre sobrenatural. Por deseo de la Iglesia de que se bautice tan pronto como sea posible, en la mayoría de los casos la madre no está presente en el bautizo. Esto es altamente simbólico; la madre se muestra otra vez ligada a la naturaleza como simple preparación; no es la madre, sino la madrina, la que en el bautismo asume las obligaciones de la maternidad espiritual de la Iglesia. Pero, por otra parte, en este papel aparentemente rebajado de la madre queda subrayado su carácter. Así como la Iglesia elevó el instinto natural de la madre con el consciente imperativo de la defensa del hijo, aquí da acento religioso al altruismo natural de la madre. Con el ofrecimiento del hijo a Dios, en el fondo también se ofrece a Dios el destino de la madre; la madre del niño bautizado es la madre que es hija de la Iglesia. Como su propio hijo, ella también fué presentada a Dios por su madre. La Iglesia y la madre, en íntima unión de destinos, entonan conjuntamente el Magnificat, el gran canto triunfal de la misericordia que se “extiende de generación en generación”.
El segundo nacimiento del niño se ve completado por su educación religiosa. La mujer, que como madre natural representa una parte de la naturaleza, como madre cristiana representa una parte de la Iglesia. La Iglesia, a través de la madre como miembro suyo, actúa en la educación religiosa del niño, y la madre obra como miembro consciente de la Iglesia. Esto quiere decir que la madre del niño bautizado difunde una luz sobre la naturaleza como preliminar de la gracia. El proceso natural de la espera del niño se repite para la madre en el orden espiritual. Otra vez circula una misma corriente de vida en ella y en el hijo, pero en lugar del espacio corporal ha surgido un espacio espiritual; en lugar de las fuerzas de la sangre, las fuerzas de la vida anímica. Como dice el pueblo, la mujer “espera otra vez”. El carácter de la espera significa que el hijo que la madre espera no es formado por ella, sino de ella. Así como la mujer en la hora de la concepción no lo tomó, sino que lo acogió, tampoco pudo formar conscientemente lo acogido según su voluntad y deseo; sólo podía llevar lo que le había sido confiado. Esta mujer puso sus esfuerzos a disposición del hijo, pero ella no dispone de estas fuerzas. Lo que se dijo del desarrollo corporal del niño se dice también, porque es una realidad, de su desarrollo espiritual; la posición de la madre cristiana es la de esperar; en la educación tampoco puede formar al hijo según sus propios deseos, sólo puede cuidar lo que le ha sido confiado. En sentido religioso lo que le ha sido confiado es la imagen y semejanza de Dios que hay en el hombre que deviene; el hijo que la madre concibió del padre en sentido natural, es el hijo del Creador en sentido religioso. Él obra, ella sólo coopera reverentemente. En la madre física se manifestó la naturaleza como preliminar para la gracia; este carácter, considerado bajo el aspecto de la madre cristiana, se reconoce como cooperación de la criatura a la obra divina.
Con ello se ha pulsado el elevado tema del dogma mariano y la mujer maternal. La criatura cooperante es la hija de la Mujer Eterna, la rutilante portadora del fiat mihi. La posición de la madre cristiana frente al niño dimana de la vida de María.
La interpretación cristiana de la vida de la madre es triple, correspondiendo a la triple forma del Santo Rosario: misterios gozosos, misterios dolorosos y misterios gloriosos. Esta oración popular y contemplativa, en el sentido de la máxima espiritualidad que representa la oración a María como Madre, representa también la verdadera oración de la madre. El Rosario es la cadena de perlas que une la vida de la madre cristiana a la Madre Eterna. La mujer al rezar incluye en esta triple oración sus propios misterios de madre y los eleva por medio del misterio de la Madre de todas las madres. También la madre terrenal ha recibido a su hijo de Dios; lo ha llevado y lo ha dado a luz por su gracia; como María, “lo ha ofrecido en el templo”, lo ha presentado a Dios, y como María “lo ha vuelto a encontrar en el templo”.
El Rosario gozoso considera sólo la vida de la madre; la consideración del Rosario doloroso se refiere sólo a la vida del hijo. En él no se menciona ni con una palabra a la madre. La madre vive en el hijo, los padecimientos del hijo están incluidos en su vida como los misterios dolorosos del Rosario lo están en el Ave María. Así como la madre no pudo formar arbitrariamente ni el cuerpo ni el alma del hijo, tampoco puede determinar ella misma su destino. El niño deviene; ella sólo lo cuida. Esto significa que el hijo tarde o temprano prescinde de la madre; tiene que prescindir de ella pues cada vida es independiente como existencia y también es independiente en cuanto a su misión. La madre vive del hijo, pero el hijo no vive de la madre, sino que el destino de todas las madres es en su aspecto supremo la repetición infinita de los dolores del alumbramiento. Dar la vida a un hijo quiere decir en el fondo que el hijo se desprende de la vida propia; en el dolor del parto se realiza sólo el preludio de este proceso. Para todas las madres llega tarde o temprano la hora en que, como María, “buscan con dolor” a su hijo; pero aparece también aquella otra más difícil en la que se dice por parte del hijo: “¿Qué tengo que ver contigo?” “La isla de la abundancia” de la cual habla Ruth Schaumann en su libro “Yves”, esta bienaventurada soledad de madre e hijo, en un determinado período de la vida se convierte para la madre casi siempre en la isla de dolorosa soledad; a la soledad de la madre no se le puede comparar ninguna otra, pues de ella no se separa un ser amado, sino que “la espada que hiere su alma” la separa de su propia carne y de su propia sangre. Así, más tarde o más temprano, velada o descubiertamente, aparece en la vida de la madre la imagen de la Madre de los Dolores, la Pietà. En el libro del destino son múltiples los nombres de los dolores de una madre. Comprenden la necesidad natural del hijo de seguir su propio camino, el alejamiento trágico de las generaciones, incluso la pérdida irremisible del hijo por causa del destino, de la culpa o de la muerte. En el aspecto religioso todos estos dolores de la madre tienen sólo un nombre; el que Sigrid Undset da al tercer tomo de su gran novela, “La cruz”. Cristina Levranstochter, que incluso sacrifica a sus hijos la relación con el esposo amado, termina distanciándose por completo de su hijos mayores; el más pequeño, el más amado, muere, y ella misma pierde la vida por un niño ajeno. Con ello se ha expuesto la vía de la madre dolorosa.
Con la muerte se cumple radicalmente la separación de la madre y el hijo, y la cruz del amor de madre se eleva de la forma más evidente. Pero con la muerte del hijo aparece también el sentido verdaderamente religioso de esta separación; con la muerte este sentido se difunde cual una luz que ilumina todas las formas de la tragedia materna. Al igual que el dolor de María en el fondo estuvo determinado por la obra redentora del Hijo, así la más profunda interpretación de todo dolor de madre es la destinación del hijo para Dios. El Hijo “presentado en el templo” es ya en el fondo el Hijo “muerto en la cruz”, pero sigue siendo también el que se ha “encontrado en el templo”. Así como el penúltimo misterio del Rosario gozoso ya anuncia el Rosario doloroso, el último misterio del doloroso se vuelve hacia el gozoso y va más lejos. El Rosario glorioso significa Transfiguración. El Hijo que ha ascendido al cielo lleva después a su Madre. La separación del hijo y de la madre en su supremo significado religioso comprendido como destinación del hijo para Dios, comprende también la suprema e indisoluble unión en Dios.
Esta es doble. Jesucristo, que subió al cielo y que llevó a su Madre, es también Jesucristo que continúa viviendo sobre la tierra. A la vida de María en la gloria corresponde la vida de María en la Iglesia. Con las palabras dichas en la Cruz: “He aquí a tu Madre, he aquí a tu hijo” el Redentor moribundo designó al discípulo como hijo espiritual de María, y a María como madre espiritual del discípulo. San Juan representa aquí a los apóstoles. Todos aquellos que los discípulos del Señor bautizan en el nombre de Jesucristo son también hijos de María. En la hora en que su vida como Madre de Cristo parece haber terminado por completo, en verdad se convierte en Madre de todos los cristianos. Y aquí, por segunda vez, se cumplen en Ella las palabras del Magnificat: “Ahora me proclamarán dichosa todas las generaciones”. En adelante no es mencionada en el Evangelio, pero los Hechos de los Apóstoles nos la muestran tal como posteriormente la pintó el arte devoto del Occidente cristiano; reunida en Jerusalén con los discípulos esperando la venida del Espíritu Santo. Igual que por segunda vez se cumplieron al pie de la cruz las palabras del Magnificat, en la mañana del día de Pentecostés es visitada por segunda vez por el Espíritu Santo; la Madre de Cristo se convierte en la gran figura maternal de la Madre Iglesia.
Cada mujer es hija de María; por tanto, junto al portador de la paternidad espiritual, testimonio del sacerdocio espiritual del hombre, tenemos en la Iglesia la misión religiosa de la mujer, su apostolado, que es una misión maternal. En éste se cumplen para la mujer las palabras del Salvador, no sólo en el sentido supremo y más elevado, sino en sentido auténtico y propio: “El que acogiere a un niño en nombre mío, a mí me acoge”. La vida de la Iglesia como vida religiosa es la vida de Cristo naciente en las almas, Así como la figura del globo terrestre se reproduce como forma sagrada en la cúpula de una catedral, aquí la idea religiosa toma la forma primitiva para realzarla. Vimos el amor misericordioso de la mujer maternal, que, llevado por la necesidad de protección y cuidado del propio hijo, se extiende a la maternidad universal. Esta maternidad universal la vemos elevada al más alto servicio de Cristo naciente en las almas. Al rayo de la corona de la “Madre de Misericordia” corresponde un rayo de la corona de la “Madre de la divina Gracia”.
La mujer como madre no fué distinguida con ningún gran acto de consagración, ni su apostolado tampoco. El apostolado de la mujer constituye sólo una parte del apostolado laico cuyo representante es todo cristiano. La madre nunca se consuma en sí misma, sino en el hijo. También aquí el gran sacramento se vierte sobre el hijo, no en la madre; pero precisamente por esto la misión de la mujer en la Iglesia se relaciona con la esencia de la Iglesia, constituye una parte de esta esencia. La Iglesia misma considerada como madre es un principio cooperante; el que obra en ella es Cristo.
Este es el profundo motivo por el cual la Iglesia no pudo confiar nunca el sacerdocio a la mujer: es el mismo motivo que determinó a San Pablo a exigir que la mujer se cubriera con el velo en los oficios divinos. La Iglesia no podía dejar el sacerdocio en manos de la mujer, pues con ello hubiera destruido el verdadero significado de la mujer en la Iglesia; hubiera destruido una parte de su propia esencia, aquella cuya representación simbólica confió a la mujer. La exigencia de San Pablo no representaba una costumbre motivada por circunstancias de la época, sino que representa la exigencia de la Iglesia supratemporal impuesta a la mujer intemporal por su significado religioso.
Igual que el nacimiento natural, el nacimiento religioso en el fondo también está velado. También la Iglesia puede decir las palabras que Dios manifestó a Moisés: “Yo haré pasar ante ti toda mi gloria y publicaré ante ti el nombre del Señor. A quien doy mi gracia, a él doy mi gracia; para el que soy misericordioso, para éste soy misericordioso. Pero nadie puede contemplar mi rostro”. La vida propiamente anímica de la Iglesia está oculta. De ahí el error indefectible de todos aquellos que creen poder apreciar o juzgar la vida religiosa de la Iglesia por su exterior, una sinrazón sólo comparable a aquella que exigiera del bisturí seccionador del médico el hallazgo del alma en el cuerpo. Decíamos que en la misión maternal de su apostolado la mujer se relaciona íntimamente con la esencia de la Iglesia, es decir, se relaciona con su esencia oculta. El apostolado de la mujer en la Iglesia es en primer lugar el apostolado del silencio; en el centro de lo verdaderamente sagrado necesariamente es donde más intenso se acentúa el carácter religioso de la mujer. El apostolado del silencio significa que la mujer está llamada, sobre todo, a representar la vida oculta de Cristo en la Iglesia; así, pues, como portadora de su misión religiosa en la Iglesia, es hija de María.
Con ello se ha señalado el apostolado de la mujer en toda su profundidad. Sólo una época extraviada, tanto en lo religioso como en lo natural, como lo fué la última en tantos aspectos, pudo ver en la esencia de este apostolado un menosprecio de la mujer; error que nunca debió ser combatido con el débil consuelo de que la mujer, alguna que otra vez, había hablado y obrado en la Iglesia, pues no lo ha hecho jamás en el verdadero ámbito sagrado del sacerdocio. La directa misión carismática que en distintos casos, como en Santa Catalina de Siena, rompió el silencio de la mujer en la Iglesia, se cumple sólo en la línea extraordinaria, no constituye la regla. Y la regla significa aquí que también en la Iglesia el verdadero seno materno de todas las cosas está oculto.