viernes, 30 de noviembre de 2012

Introducción de León Bloy a la Vie de Mélanie, Bergère de la Salatte, écrite par elle-même (V de VII)

V

María es el Paraíso terrestre, nunca lo repetiré lo suficiente. Sin embargo, ¿qué es este paraíso terrestre y dónde se encuentra? En los tiempos de fe hubo cristianos que lo buscaron. Raimundo Lulio parece haber pensado en él y se dice que Cristóbal Colón no desesperaba encontrarlo en las Antillas o un poco más lejos. Solamente Mélanie ha encontrado el Paraíso terrestre,  ya muy conocido con anterioridad a ella, pero sin denominación precisa – como se descubre un tesoro que está bajo los pies de todo el mundo- y por efecto de un milagro de iluminación interior.
El Paraíso terrestre es el Sufrimiento, y no hay otro. En realidad el hombre está siempre en el Jardín de la Voluptuosidad y su expulsión no es sino una apariencia. Sólo después de la Desobediencia se vio desnudo, y vio desnudos la tierra y todo lo que ella contiene, supo que el sufrimiento no es más que la voluptuosidad completamente desnuda. Innumerables santos pudieron tener este presentimiento, pero nada más que un presentimiento, puesto que la Era de lo Absoluto no había comenzado todavía.
Estaba reservado a una pastorcita, a una niña sin conocimiento humano alguno, sin otra cultura que la que se puede recibir en la Escuela primaria de los Ángeles; sólo a ella le incumbió el deber de ser la anunciadora y profetisa del Cristianismo Absoluto. Esa era toda su misión.
La admirable niña no puede hablar o escribir sin restituir a los Mártires a aquel tiempo en el cual se sabía que Dios no puede demandar jamás mucho a su criatura. Ese es incluso, si se quiere, el límite de su Omnipotencia. Dios no puede demandar mucho. ¿Puede Dios pedir demasiado? La curiosidad moderna tiene aquí algo con qué entretenerse. Pero en la época sustituída por la vocación retrospectiva de Mélanie, se pensaba, conforme al Evangelio, que cuando se ha dado y abandonado todo, se es todavía un “siervo inútil”.
Configurados a Jesucristo por el deseo los contemporáneos de San Ireneo o de San Lorenzo tenían incluso la concupiscencia de las torturas y la devoción fácil, para la mayoría, era el ser despedazado. Estos antiguos cristianos ignoraban que puedan existir buenos ricos y que se pueda llegar a la Gloria sin haber caminado en el Dolor. O bona Crux, diu desiderata; sollicite amata[1]… decía San Andrés camino al suplicio; frases como estas eran muy comunes. Un buen padre de familia legó a sus hijos el potro de tortura, el aceite hirviendo, el plomo fundido, las bestias feroces y fue una herencia muy envidiada.
En el recitado de Mélanie hay un buen número de páginas intituladas El Buen Año. Privada de literatura, no encontró otro término mejor para designar aquel año de su infancia en el que más sufrió, que fue el anterior al de la célebre Aparición de 1846. Cuando hacia el fin deste “buen año”, su padre la retiró de la horrible condición en que se encontraba en casa de un violento asesino, no tuvo más que tristeza, juzgándose frustrada y codició inmediatamente los más altos tormentos que le fueron prodigados un poco más tarde, como la lluvia torrencial en los campos desecados.
Por momentos la infancia de Mélanie me recuerda la de Abraham, acaecida hace cinco mil años. ¡Qué extraña fantasía! Se creería estar directamente en las profundidades de los tiempos, al día siguiente de Babel, a días del Diluvio. Estamos en Ur, Caldea, una ciudad, una comarca inconcebibles. Nada de lo que pueda imaginarse existía entonces, pero había allí un pequeño niño sobre el que pesaba el porvenir del mundo, un niño único, imposible de concebirse semejante a los demás. Resulta ya abrumador el pensar que  todo hombre, en su calidad de imagen de Dios, porta sobre sí, al mismo tiempo que el sello de la Tres Personas, el Paraíso, el Purgatorio y el Infierno, es decir, todo el Pecado, toda la Historia, toda alegría, todo dolor, toda esperanza, toda fecundidad. Pero este todo formidable, esta vía láctea de gloria y de pena no es percibida. Los hombres apenas si saben que tienen un alma, pero ignoran por completo lo que es un alma. ¿Qué pensar, pues, de un niño a quien Dios ha podido hacer sentir tales marcas, puesto que debía ser el Padre infinitamente bendito de las multitudes: “Benedicam benedicentibus tibi et maledicam maledicentibus tibi; Bendeciré a los que te bendicen y maldeciré a los que te maldicen”?
Algo semejante debió sucederle a Mélanie, pero, a diferencia de Abraham, llamado a engendrar el innumerable pueblo de Dios, ella fue llamada a la maternidad espiritual del pequeño número de discípulos del fin de los fines, del número infinitamente pequeño y que parece disminuir todos los días, de aquellos que creen que el Evangelio es inalterable, intangible, y que no hay componendas con el Espíritu Santo. Al igual que a  Abraham, le fue dicho: “Sal de tu patria, y de tu parentela y de la casa de tus padres” y la simple niña, mucho antes de lo que se ha dado en llamar el “uso de la razón”, lo entendió al igual que el Patriarca, es decir en lo Absoluto, sin la menor posibilidad de un balbuceo interrogador.



[1] ¡Oh hermosa Cruz, por tanto tiempo deseada y solícitamente amada!