viernes, 4 de enero de 2013

El Sufrimiento, por Léon Bloy


Sabes, mi amor, lo más duro que hay para el alma es sufrir, no digo para los otros sino en los otros. Fué la más terrible agonía del Salvador. Por debajo de la espantosa pasión visible de Cristo, más allá de esa procesión de torturas y de ignominias de las cuales ya nos cuesta tanto formarnos una vaga idea, estaba su compasión que nos hará falta la eternidad para comprender —compasión desgarradora, absolutamente inefable—, que apagó el sol e hizo tambalear las constelaciones, que le hizo sudar sangre antes de su suplicio, que le hizo gritar su sed y pedir piedad a su Padre durante su suplicio. De no haber existido esta compasión aterradora, la pasión física hubiera sido quizás para Nuestro Señor sólo una larga borrachera de voluptuosidad, aunque haya sido tan atroz que no podríamos soportar la visión perfecta sin morir de espanto.
Considera que Jesús sufría en su corazón con toda la ciencia de un Dios y que en su corazón estaban todos los corazones humanos con todos sus dolores, desde Adán hasta la consumación de los siglos.
¡Ah! Sí, sufrir para los otros puede ser una gran alegría cuando se tiene el alma generosa, pero sufrir en los otros, he aquí lo que se llama verdaderamente sufrir.
Cuando aquel junto a quien vas a rezar todos los domingos, cuando el admirable San Vicente de Paul, no teniendo ningún otro medio de rescatar a un pobre galeote pagaba con su persona, tomando sus cadenas en su lugar, ese héroe cristiano debió experimentar una gran alegría, pero al mismo tiempo un dolor muy grande, un dolor que sobrepasaba infinitamente esa alegría, cuando vio que su sacrificio únicamente podía contar para un solo desgraciado, y que a su alrededor una multitud de cautivos continuaría sufriendo. Juana, mi muy querida consoladora, bien sabes lo que quiero decir cuando hablo de esos cautivos.

(Cartas a su Novia -7-XII-1889).