miércoles, 2 de enero de 2013

Sin embargo, hemos sido hechos para ser santos...

Tomado de L. Bloy, "Meditaciones de un Solitario" (1916).

L`original ICI (nombre XXVI).


Sin embargo, hemos sido hechos para ser santos. Si algo ha sido escrito, ha sido ciertamente eso. La santidad nos es exigida de tal modo, que es inherente a la natura humana que Dios la prejuzgue, por así decirlo, en cada uno de nosotros por los sacramentos de su Iglesia, es decir por los signos místicos que operan invisiblemente en las almas el comienzo de la Gloria. Sacramentum nihil aliud nisi rem sacram, abditam atque occultam significat. Esta cosa sacra y misteriosa de la que habla aquí el Concilio de Trento tiene como efecto unir las almas a Dios. Ni la teología más trascendente tiene algo más fuerte que esta afirmación.
Hay incluso tres sacramentos que imprimen carácter y cuya marca es indeleble. Somos pues, virtualmente santos, columnas de gloria eterna. Un cristiano puede renegar de su bautismo, excluir al Espíritu Santo de sus pensamientos, rechazar, si es un mal sacerdote, la sucesión de los Apóstoles conferida por la ordenación sacerdotal, puede condenarse para siempre; nada será capaz de desunirlo, de separarlo de Dios, y es un misterio insondable de terror que esta obstinación del Signo sacro persista hasta en los tormentos infinitos de la condenación. ¡Es necesario decir que el infierno está poblado de santos espantosos devenidos compañeros de espantosos ángeles!
Sea cual sea la malicia de unos y otros, tienen a Dios en ellos. De otra forma no podrían subsistir, ni siquiera en el estado de la nada, ya que la nada, inconcebible también sin Dios, es el reservorio eterno de la Creación.
Todo lo que Dios ha hecho es santo en una forma que solo Él puede explicar. El agua es santa, las piedras son santas, las plantas y los animales son santos, el fuego es la figura devoradora del Espíritu Santo. Toda su obra es santa. El único que no quiere la santidad es el hombre, el más santo entre las creaturas. La juzga ridícula e incluso ultrajante para su dignidad. Tal es, a veinte siglos de la Redención, el resultado sensible y visible de la infidelidad de tantos pastores, de la ceguera monstruosa procurada por aquellos que debieran ser la luz del mundo y que apagaron toda luz.
Es muy cierto que jamás, como en época alguna, los hombres han estado tan alejados de Dios, han sido tan despreciadores de la Santidad que demanda, y jamás, por lo tanto fue tan manifiesta también la necesidad de ser santos. En estos días apocalípticos, parece verdaderamente que nada nos separa de los abismos eternos.
Fue dicho en La Salette que el antiguo Enemigo de los hombres será desencadenado en nuestros tiempos; que abolirá la fe, incluso en las personas consagradas a Dios, los cuales tomarán el espíritu de los malos ángeles… que todo orden y justicia serán pisoteados… que la tierra será como un desierto… que los demonios harán grandes prodigios en la tierra y en los aires…  ¿La precisión desta profecía no es incontestable?
La guerra actual, que no es más que un precursor, se lleva a cabo en la tierra y sobre la tierra; se lleva a cabo bajo las aguas y en los aires, por medios espantosos inimaginables hasta ahora. Destruye las cosas y los hombres hasta tal punto que ya es difícil concebir sobrevivir de alguna manera. Todos los sabios del mundo, químicos o mecánicos, están exclusivamente encarnizados en la búsqueda del homicidio multitudinario por medio de la destrucción, la sumersión, la deflagración o el envenenamiento. El mal tiene aspectos tan netamente sobrenaturales que los materialistas más bajos están forzados a confesar que lo que sucede es diabólico.
¿Cómo explicar pues, si no es por la acción diabólica misma, el rechazo rabioso de la única puerta por la cual es posible librarse de un semejante infierno?
Este inconcebible rechazo de la Luz y de la Gloria se llama la sabiduría humana. “No todos son llamados a la santidad”, dice un lugar común demoníaco. ¿A qué estás llamado si no, ¡oh miserable! y sobre todo en este momento? El Maestro dijo que había que ser perfecto. Lo dijo de una manera imperativa, absoluta, dando a entender que no hay medio de ser otra cosa y los que tienen el deber de enseñar su Palabra, ofreciendo ellos mismos el ejemplo de la perfección, no cesan de afirmar que la santidad no es necesaria, que una pequeña medida de amor es más que suficiente para la salvación y que el deseo de la vida sobrenatural es temeraria, cuando no una culpable presunción.
Aliquam partem, alegan ellos, envileciendo una expresión de la Liturgia, una pequeña parte en el Paraíso, he aquí lo que nos basta. Dan a esta retirada impía, a esta negación formal de la Promesa divina, un color de humildad, omitiendo con astucia la continuación grandiosa de dos palabras litúrgicas donde se precisa que la “parte” propuesta no es menor que “la sociedad de los Apóstoles y los Mártires”.
Pero los espíritus flojos y los corazones mediocres nada pueden contra la Palabra de Dios y el Estote perfecti del Sermón de la Montaña continúa pesando sobre nosotros infinitamente más que todos los globos del firmamento.
La santidad siempre ha sido exigida. Antiguamente se podía creer que era demandada desde muy lejos, así como podía perimir un plazo incierto. Hoy se nos presenta a nuestra puerta por medio de un mensajero despavorido y lleno de sangre. Detrás de él, a algunos pasos, el pánico, el incendio, el saqueo, la tortura, la desesperación, la más espantosa muerte…
¡Y no tenemos ni un minuto para escoger!