viernes, 22 de febrero de 2013

Nuestra Señora de los Siete Dolores y la Madre de los Macabeos. V Dolor (I de II)



XII
QUINTO DOLOR

El quinto Dolor es, en efecto, el triunfo de la Esperanza. Si para ser verdaderamente fuerte la segunda virtud teologal no tuviera necesidad de ser la compañera del silencio, como lo dijo Isaías[1], la Santísima Virgen podría aplicar al pueblo judío las palabras del quinto hijo de los Macabeos: "Vosotros hacéis lo que queréis, porque habéis recibido el poder entre los pueblos, aunque seáis vosotros mismos un pueblo corruptible; pero no os imaginéis que el Señor haya abandonado a nuestra raza, es decir, a la gentilidad, que yo entrego a la gracia en este nuevo dolor y que va a suplantaros como Jacob ha suplantado a su hermano Esaú. Esperad solo un poco y veréis cuál es la Majestad del poder de Dios y de qué modo os atormentará a vosotros y a vuestra posteridad[2]”.
Jesús, desde lo alto de la Cruz, acaba de investir a María de su Maternidad universal y ese quinto niño habla en nombre de todo el género humano. Habla mirando al Rey, dice el Espíritu Santo. María mira al Rey pobre, cuya venida anunciara Zacarías[3], Rey tan pobre en verdad, que los mendigos de Jerusalén parecerán Salomones a su lado. Y sin embargo este rey está en todo su fausto, ha vestido su más bello traje de púrpura para las nupcias famosas de su advenimiento. La esposa que Él deseaba desde la Eternidad y por la cual ha dejado a su Padre y a su Madre, siguiendo precepto del Señor[4]; esta esposa de la que todos los Libros Santos han hablado, ¡es suya por fin! El bosque tenía una esperanza, nos lo dice Job[5], ¡y esta esperanza se ha realizado! Todos los árboles de los bosques, cantaba David, exultarán a la venida del Señor[6], y no será sin razón, puesto que estas criaturas privilegiadas debían ser el innumerable rebaño entre el cual el indigente Asuero de los Cielos escogerá un día a su Esposa!

Ese rey, en este momento, no lleva el cetro en su mano derecha; tuvo uno hace unas horas, pero lo ha perdido en su precipitación de novio; y por otra parte, no podría sostenerlo, puesto que sus dos manos se adhieren tan fuertemente a la que ama, que serán necesarias después de su muerte las tenazas y los fórceps del altar de los holocaustos para desprenderlo. Pero le queda su corona, esa especie de zarza ardiente que se le ha plantado en la cabeza, y del medio de la cual, llama, no al hombre salvado de las aguas, sino a ese otro libertador, arrebatado en el torbellino de fuego, a quien el porvenir del mundo pertenece[7]. Esta corona, ¿no será el rámneo espinoso del apólogo de Joatán, que habiendo aceptado la realeza sobre todos los árboles, declara que si no se quiere reposar a su sombra, arderá en un fuego que devorará a los cedros del Líbano?[8] Cuando se habla en futuro en los Libros Santos, es generalmente del fuego que se trata. Los profetas parecen exhalar sus clamores en un círculo de incendio. El que bautiza en el fuego, arde como el cedro en la montaña, y sobre todo es por la cabeza por donde arde: pues es ese enemigo hambriento de torturas y sediento de ignominias que el espíritu del mundo sacia y resacia de estas dos cosas, a fin de acumular carbones ardientes sobre su cabeza, siguiendo la expresión de San Pablo[9]. Su Madre, que ha venido a contemplarlo en la alegría de su triunfo nupcial, se obscurece y decolora mirando a este sol[10], ese Salomón de la indigencia y de la locura cuya vecindad la consume a fuerza de esplendor. Es Ella, dice el Sabio, la que lo ha coronado con su diadema en el día de sus nupcias[11] y es Ella la que lo descoronará en seguida, cuando descienda de su lecho de gloria para renovar en el Corazón de María el antiguo dolor de los tres días de ausencia.
El único apóstol que ha asistido a la Gran Misa de la Redención del mundo nos cuenta en su Evangelio que María estaba de pie junto a la Cruz. Esta estación de la Madre de los Dolores ha durado tres horas: una por cada uno de los dedos de Dios que sostienen la Tierra y que pesan las montañas[12]: una hora por el Agua de la Fe, una hora por la Sangre de la Esperanza, una hora por el Fuego de la Caridad: ¡una hora por cada una de las tres concupiscencias; una hora, en fin, por cada uno de los tres grados de la vida espiritual, indicados por la teología mística! Todas las estaciones famosas de los Libros Sagrados convergen a esta estación sobrehumana que ellas anuncian, en la prodigiosa variedad de sus simbólicas prefiguraciones. Como se trataba aquí de la gloria de Dios, el Espíritu Santo ha multiplicado extraordinariamente las imágenes humanas que se relacionan con esta escala de Jacob cuyos pies reposan sobre la tierra y cuya cabeza toca el Cielo entreabierto, mientras que los ángeles de Dios suben y bajan por Ella sobre el Hijo del Hombre[13].
Todas las grandes oraciones de la Escritura se hacen de pie. Nosotros, hijos de la ley nueva, oramos de rodilla, desde que se rompieron las piernas a esos dos ladrones que osaron estar de pie durante la Elevación de la gran Misa ofrecida por Jesús a su Padre Eterno. Abraham se ponía de pie delante del Señor cuando intercedía por Sodoma, aunque no fuera, él decía, más que ceniza y polvo. Moisés está siempre de pie, rogando por su pueblo, tan pronto subiendo al Sinaí o descendiendo, mientras que el gran sacerdote Aarón corre en medio de la multitud que devora el fuego del Cielo y queda de pie entre los vivos y los muertos hasta que se haya apaciguado la cólera del Señor[14].
¿Y qué decir de esta admirable profetiza del quinto Dolor, Ana, madre de Samuel, que afirma bajo juramento que ella es realmente esa mujer que se ha mantenido de pie en presencia del sumo sacerdote y que ha suplicado al Señor que le diera ese hijo que deseaba con tantas lágrimas, hasta el punto de tener embriaguez de su deseo, y que habiendo sido de pronto escuchada, por una maravillosa anticipación de los efectos de la tercera palabra de Jesús en la Cruz, estalla en el esplendor de una acción de gracias que el Magnificat reproducirá línea por línea algunos siglos más tarde?[15].
¿Y Judit, la deslumbrante Judit, cuyo aspecto quema los ojos y los corazones, de pie delante del lecho de carnicería de ese Holofernes embriagado por el vino que le ha preparado su sierva, y orando con lágrimas en el movimiento silencioso de sus labios?[16]
¿Y aquella real Ester, del nombre misterioso? No contenta con la desgracia y el suplicio de Amán, el enemigo de su raza, llora a los pies de Asuero para obtener que anule el efecto de las maquinaciones de ese impostor, se levanta y se tiene de pie delante del gran rey tan pronto como éste extiende hacia ella el Cetro, signo de su clemencia, al que basta tocar para ser salvado. Entonces, imaginando que ha obtenido gracia delante de él y que su oración no le ha disgustado, esta reina madre de los dos Testamentos le suplica reemplazar con nuevas letras las antiguas Escrituras, por las cuales el pérfido enemigo de los hijos de Dios había ordenado su exterminio en todas las provincias del imperio. Pues, ¿cómo podría —le hace agregar el historiador sagrado— soportar la muerte y la masacre de mi pueblo?"[17].
No se concluiría si fuese necesario recordarlo todo. Basta observar en la Escritura la constante afinidad misteriosa de la idea de estación y de la idea de gloria. Es lo qué Ezequiel, el contemplador de la gloria, afirma con tan extraña repetición cuando cuenta que vio aparecer la gloria del Señor, que estaba de pie como la gloria[18]. "Dejad, oh Jerusalén —exclama a su vez este otro profeta embriagado, aludiendo a la Estación sublime— dejad los vestidos de vuestro duelo y de vuestra aflicción y vestíos con el esplendor y el brillo de esta gloria sempiterna que os viene de Dios. El Señor os revestirá con el traje de la justicia y os pondrá sobre la cabeza la diadema de la eterna gloria. Mostrará su esplendor en vosotros a todo lo que está bajo el cielo. Os nombrará por vuestro nombre para siempre: os llamará la Paz de la Justicia y la Gloria de la Piedad. Levantáos, oh Jerusalén, y poneos de Pie hacia el cielo: mirad al Oriente y ved a vuestros hijos reunidos por la palabra del Santo, desde el Oriente hasta el Occidente, para alegrarse recordando a Dios"[19].
Esta palabra del Santo repercute siete veces en el Corazón de María, como los balidos sucesivos de los siete corderos inmaculados de los que la antigua ley prescribía tan frecuentemente la inmolación. Se necesitaba una palabra de la Sabiduría Eterna crucificada para hacer caer cada una de las siete cabezas coronadas del Dragón color de fuego que San Juan vio detenerse delante de la Mujer, para devorar a su Hijo tan pronto como ella fuese libertada[20]. La teología católica ha puesto sus nombres a esas siete cabezas y esos nombres de pecados son tal vez el más elocuente comentario a las siete Palabras de Jesús en la Cruz.
En su primera Palabra, Jesús pide gracia al Padre Eterno para aquellos que no saben lo que hacen, es decir, para los orgullosos, en su doble carácter de ser ciegos, y de no querer que se les perdone. Al mismo tiempo, este pecado está en el origen de todo mal y por esto el Salvador piensa primero en él, al principio de su última agonía.
En seguida Jesús, recordando la segunda cabeza del Dragón, que es la Avaricia, dirige su segunda Palabra al Ladrón penitente, que representa a su derecha todas las concupiscencias humanas crucificadas, y le promete que estará hoy con Él en el Paraíso. Emplea para la canonización de este feliz criminal la fórmula sagrada de su propia Generación Eterna: Hodie! Os he engendrado Hoy, dice el Padre. El ángel de Navidad anuncia que nos ha nacido un Salvador Hoy[21]. Nos está prescripto pedir a Dios nuestro pan Hoy. Esta palabra tan urgente y que lleva un sello tan augusto de la inmutabilidad divina, es tal vez una llave espiritual que nos es alcanzada de lo alto de la Cruz para penetrar el misterio de perversidad que se llama Avaricia, la que se muestra en efecto apurada por gozar de su Dios y perfectamente inmutable en el centro de su espantoso deseo.
La sabiduría eterna habla una tercera vez, para mostrar a su Madre virgen el hijo virgen que Ella acaba de dar a luz en el dolor y para designar a su águila bien amada la Mujer fuerte que Salomón desesperaba de encontrar, y que tendrá necesidad de las dos grandes alas del Evangelista para escapar en la soledad al dragón de las concupiscencias carnales hambriento de su recién nacido.
La cuarta palabra de Jesús es y será probablemente un misterio hasta el último día del mundo. Muchas cosas han sido dichas y la luz no se ha hecho. Dios abandonado de Dios, la criatura rechazada por el Creador aunque unida a Él por la unión hipostática, la humanidad sagrada abandonada por la naturaleza divina a la cual está ligada de un modo inseparable, una naturaleza humana que queda sin persona, porque la Persona Divina que no puede retirarse jamás se ha retirado, la segunda Persona de la Santísima Trinidad abandonada por las otras dos: he ahí las expresiones extravagantes con las cuales la teología mística más elevada está obligada a confundirse cuando aborda la explicación de esta palabra temible que Dios había ya hecho oír bajo aquella forma de interrogación desesperada[22] y que repite hasta siete veces en forma de oración.
El autor del Eclesiástico pregunta cuál es el hombre firme en los mandamientos del Señor y que haya sido abandonado[23]. A esta pregunta extraña, que llama a la adoración o a la blasfemia, Pilatos da la respuesta: Ecce Homo. Y es un réprobo el que nos presenta al Redentor en su aparato real que debe hacerlo adorar o maldecir hasta el fin de los siglos. Ecce Rex Vester. Aquel que se nos muestra así es, pues, al mismo tiempo el rey de los primeros que se lamenta de ser abandonado y el hombre del Eclesiástico que parece desafiar a que se le abandone.
Entre este hombre y este rey ¿quién osará hacerse juez? Cuando Jesús pronuncia la cuarta palabra, los dos evangelistas que la transmiten en su texto hebreo parecen entender que Jesús llamaba a su Dios y agregan que los que estaban allí oyeron que llamaba a Elías. Hay que reconocer que es el Espíritu Santo que nos propone esta doble interpretación. Esos mismos hombres que hablan de Elías lo designan como un libertador que vendría a libertar a Jesús de su cruz.
Este Elías, anunciado por Malaquías y por Nuestro Señor mismo como debiendo venir, en efecto, para restablecer todas las cosas, había sido visto un tiempo antes por los tres apóstoles en compañía de su Maestro transfigurado. Es extraño que ese Dios moribundo parezca llamar en su Socorro a uno de los dos únicos hombres que no hayan jamás muerto, y precisamente a aquel que Él había escogido sobre el Tabor para ser el testigo de su Gloria. Se dirá entonces que es profeta que se quejaba antes al Señor de haber sido abandonado habiéndolo servido con tanto celo[24], ha tenido el privilegio de hacer perder no sé qué última esperanza a aquel del cual había sido la imagen. Esta lamentación divina mira el lejano porvenir del mundo prometido a aquel hombre extraordinario, de quien el Espíritu Santo nos habla cómo de un libertador futuro que tiene el poder de cerrar el Cielo y de hacer descender el fuego[25], y el Salvador moribundo esperaba como Israel, que la oración de su profeta hiciese caer el fuego del Señor sobre el holocausto y sobre el altar[26].
 El misterio de la cuarta palabra de Jesús muriendo es inaccesible en todo sentido y no se ve en la horrible serie de los pecados capitales más que la Envidia que sea tan perfectamente impenetrable, la diabólica Envidia, cuya sola definición es un misterio de horror y que Salomón, para expresar su profundidad, llama la putrefacción de los huesos[27].
El Eclesiástico en sus alabanzas de los Santos dice que los hombres, no pudiendo soportar los preceptos del Señor, irritaron a Elías por su envidia y que por esta razón él les envió el hambre y los redujo a un pequeño número[28].
Este versículo tan directamente aplicable a Nuestro Señor no es más que una repercusión enorme de la profética historia del primer José, víctima de la envidia de sus hermanos, que no podían tampoco soportar las palabras del Señor y que Él redujo por un tiempo a un pequeño número cuando el hambre los obligó a adorar su Poder y reconocer en él al Salvador de los pueblos. Los hombres no conocen nada más diabólico que la envidia. Es la opresión de toda grandeza y de toda belleza por todos los malos hermanos, que no pueden soportar los preceptos del Señor, y por todos los fariseos, traficantes a vil precio de la Palabra eterna, de la que los pueblos están hambrientos y que la hacen morir tanto cuanto pueden en la infamia y la soledad del más doloroso abandono.


[1] Is. XXX, 15.
[2] II Mac. VII, 16-17.
[3] Zac. IX, 9.
[4] Gen. II, 24.
[5] Job XIV, 7.
[6] Salmo XCV, 12.
[7] Eli, Eli, lamma sabacthani.
[8] Jue. IX, 14-15.
[9] Rom. XII, 20.
[10] Cant. I, 5.
[11] Id. III, 11.
[12] Is. XL, 12.
[13] Gen. XXVIII, 12; Juan, 1, 51.
[14] Num. XVI, 47-48.
[15] I Reg. I
[16] Jud. XIII, 6.
[17] Ester VIII, 3-6.
[18] Ez. II, 23.
[19] Bar. V, 1-5.
[20] Apoc. XII, 3-4.
[21] Lc. II, 11.
[22] Sal. XXI, 2.
[23] Ecl. II, 12.
[24] III Reg. XIX, 10.14.
[25] Ecl. XLVIII, 3.
[26] III Reg. XVIII, 38.
[27] Prov. XIV, 30.
[28] Ecl. XLVIII, 2.