lunes, 25 de febrero de 2013

Nuestra Señora de los Siete Dolores y la Madre de los Macabeos. V Dolor (II de II)


La quinta palabra de Jesús opone la sed de Dios a esa grosera sensualidad de la boca que los teólogos tienen razón de llamar capital, puesto que por ella los hombres  perdieron todo. De este árbol del calvario, que es a la vez el nuevo árbol de la vida y el nuevo árbol de la ciencia, cuelga un fruto mil veces más hermoso y mil veces más delicioso que el que deseó Eva, y es precisamente ese fruto despreciado, desechado por los hombres, el que tiene sed y el que habla para decirlo.
Es lo contrario de la escena del paraíso terrestre: Dios quiere que se coma ese nuevo fruto, así como había prohibido comer el otro, y el precepto es tan profundo que el fruto mismo tiene sed de ser devorado. La serpiente afirma hoy que no se morirá de muerte, que nuestros ojos se abrirán y que seremos como dioses si no comemos de ese fruto, y los hombres, que no han cesado de escuchar al demonio, se van a comer y a beber a otra parte, mientras la nueva Eva, enemiga de la serpiente, se queda para tenderles a ese recién nacido del que tienen miedo por un resentimiento perverso del antiguo pecado y como si fulera a darles la muerte.

Cuando la vendimia de los dolores ha terminado y no quedan más suplicios por cosechar en el vasto campo de las profecías, al nuevo Adán, que se ve desnudo en medio del bosque y que enrojece por ello de tan extraña manera, la justicia eterna, considerando que las antiguas amenazas del Señor se han cumplido plenamente en Él, que ha trabajado en una tierra maldita, entre los abrojos y las espinas, que ha comido el verdadero pan de dolor con el sudor de su frente y que su alma está perfectamente saturada de todo lo que las Escrituras habían anunciado, lo fuerza a advertirnos que encuentra todas esas cosas muy buenas y que está a punto de entrar en el reposo de un día eterno. Entonces pronuncia el grandioso cunsummatum est que la tierra esperaba desde cuatro[1] mil años.
Este gran trabajador había alabado a los lirios de los campos que no trabajan y no hilan y que crecen, sin embargo, con esplendor. Dijo después a todos los trabajadores y a todos los fatigados de este mundo que fueran a Él para rehacerse, como si hubiera tenido intención de volverlos parecidos a esas flores cuya magnificencia no igualaba Salomón. Pero el perezoso, al oírlo se había dicho: el león está en la senda, la leona está en el camino, seré devorado si salgo de mi lecho; y los últimos rugidos de león de Judá, al morir, no habían agrupado más que leones alrededor del cetro sangriento que no le  será jamás quitado[2]. De lo alto de la cruz, el consummatum est es para los perezosos una cosa parecida al discedite del segundo advenimiento. Es un fallo de separación eterna entre aquel que lleva el peso del día divino que no tendrá fin y los hijos de las tinieblas que llevarán hasta el fin de sus días, en la perfecta inmovilidad de la desesperación, el peso de una noche eterna.
El Salvador del mundo habla, por fin, una última vez para entregar su alma en las manos de su Padre. En la Escritura las Manos de Dios representan ordinariamente su justicia o su cólera, y San Pablo dice que es horrible caer entre tales manos[3].
Es un Dios moribundo el que habla al Dios vivo y se precipita ante su cólera, como Jacob, que había rogado al Señor libertarlo de la mano temible de Esaú[4] y que sin embargo avanza hacia él y se prosterna siete veces en tierra antes de caer en sus brazos[5].
Sin embargo, Jacob, fuerte contra Dios, era más fuerte aún contra los hombres. Pudiera haber sido temible si hubiera querido combatir. Pero era la figura de un Dios que después de haberse hecho sacrificar para apagar con su sangre todas las cóleras humanas debía entregar pacíficamente su alma al Padre para detener todas las cóleras de Dios. Jesús, expirando, deja el mundo con esta última palabra, necesaria sin dudas a la redención del pecador, que ha tenido el espantoso honor de inaugurar la muerte entre los hombres.
María recoge en silencio el testamento de la Sabiduría eterna. Esta esposa del Espíritu Santo encuentra natural que el abismo dé su voz, puesto que la altura ha levantado las dos manos, porque la Iglesia llama a su Hijo el Ángel del gran consejo, y está escrito que el consejo de Dios saldrá con abundancia del gran abismo[6].
¿Y en qué momento esta voz divina podría hacerse oír mejor sino cuando la tierra está de luto, cuando la altura del pueblo de la tierra está desfalleciente y cuando la Viña mística está conmovida de languidez?[7]
 Una vez más María puede decir a los verdugos de Jesús: "Vosotros hacéis lo que queréis porque habéis recibido el poder; pero como verdugos corruptibles que sois, no sabéis lo que hacéis. En cuanto a mí, que soy la Madre de todo el género humano, os advierto que veréis otro poder que os desesperará. Sabréis entonces, para vuestro espanto y para vuestro tormento, lo que es estar realmente abandonado de Dios y lo que significan esos tres clavos y esa cruz inmensa, por medio de los cuales habéis querido fijar de tal manera al verdadero Rey de Israel, que no pudiera salvarse a sí mismo después de haber salvado a los otros. Comprenderéis entonces por qué lo invitasteis a descender de su Cruz, por una irrisión sacrílega, diciendo que creeríais en Él si realizaba ese nuevo prodigio. Las tinieblas se hicieron sobre toda la tierra después de la hora sexta hasta la novena, que es la hora suprema de la Derelicción, de la Sed, de la Consumación y de la Emisión del último Suspiro divino. Pero esperad con paciencia y veréis la majestad terrible del Dios de los abandonados, del Dios de los que mueren de sed, del Dios que extingue y del Dios que arde. Cuando mi Hijo clamaba hacia el Padre, vosotros, escondiéndoos a la sombra del pie de la Cruz, habéis dicho: “Veamos si Elías viene a libertarlo y a bajarlo a tierra". Y cuando hablabais así no sabíais de qué espíritu erais[8]. Un día vendrá, del que lodos los Libros Santos han hablado, el día terrible de mi Esposo de fuego, del que este gran Día de mi Esposo sangriento no es más que una imagen, y no será aún el último de los días, porque la justicia quiere que ese dragón que Dios formó para reírse de Él, sea la burla de los hombres en el lugar mismo donde se habían burlado tan indignamente de su Madre y de ellos todos. Es de todo punto conveniente que la risa formidable del verdadero Isaac, que es mi Hijo crucificado, estalle al fin sobre la tierra, a la faz del impostor, delante de todos los pueblos reunidos.
Cuando Josué, el salvador de los elegidos de Dios[9] habló al Señor en el valle de Gabaón, ¿no está escrito en el libro de los justos que el sol y la luna se detuvieron en medio del cielo hasta que los hijos de Israel se hubieron vengado de sus enemigos?[10].
Sabedlo, mi Hijo crucificado y yo, su Madre, de pie al lado de la Cruz, estaremos así en el obscurecimiento de nuestra estación de ignominia y de dolor hasta que venga ese Elías que vuestra Víctima llamaba en su agonía y que será el precursor del Dios de las sorpresas y de las venganzas del Espíritu nuevo por quien el mundo debe ser incendiado. Pues el Señor obedecerá una vez más a la voz del Hombre y en verdad jamás habrá un día más largo que el día de nuestra espera[11].
Muchos se ocupan de enseñar a mi pueblo y no saben ni lo que es la Cruz de mi Hijo, esa Cruz que es realmente su Esposa magnífica, en un sentido divino inaccesible al pensamiento del hombre y en cuyos brazos desmesurados crea su gloria desde hace dos mil años. ¿No vemos que el leño llama al fuego y no adivinamos que en el día de las maravillas la Esposa del Maestro arderá sobre la montaña para consumir a todos los blasfemadores?
Moisés, en Egipto, había cambiado en sangre, figura de la inmolación del Hijo, las aguas, símbolo de los arrepentimientos del Padre, pero no correspondía sino al verdadero Moisés, a Jesús, verdaderamente salvado de las aguas temibles, el cambiar esta sangre en fuego, expresión real y terrible de la indignación de la Paloma[12].
En ese día, los espantos de Dios militarán contra los hombres[13], porque se verá lo inaudito y perfectamente inesperado, que debe desarraigar desde sus fundamentos el habitáculo humano, es decir, la maldición de la Madre anunciada por mi profeta[14]. Yo os encegueceré, porque soy la Hija de la Fe; os desesperaré, porque soy la Madre de la Esperanza; os devoraré, porque soy la Esposa de la Caridad. No tendré piedad en nombre de la misericordia y mi Maternidad no tendrá entrañas.
La Cruz despreciada brillará de esplendor, como un vasto incendio en la noche negra, y un terror desconocido reunirá en esa claridad la multitud temblorosa de las malas ovejas y de los malos pastores. ¡Ah! vosotros habéis dicho a mi Hijo que descendiera de la Cruz y que entonces creeríais en Él, le habéis dicho que se salvara Él mismo puesto que salvaba a los otros sin fijaros que repetíais en la hora más solemne del mundo, la oración del Santo Rey David[15] cuando vuestra maldad acababa de cumplir tan extrañamente sobre su hijo las inspiraciones más dolorosas de su simbólica penitencia. Y bien, el Señor va a colmar todos vuestros votos y vais a saber ahora cómo hará para salvar a su Cristo y a su Rey[16]. He ahí que viene en el fuego para juzgaros en el fuego, y para que toda carne adore su Faz[17]. Descenderá de su Cruz cuando esta esposa de ignominia esté ardiendo a causa de la llegada de Elías y no será posible ignorar lo que bajo sus apariencias de abyección y de crueldad era este instrumento de un suplicio de tantos siglos.
Toda la tierra sabrá, para agonizar de terror, que esta Cruz era su Amor mismo, es decir, el Espíritu Santo, escondido bajo un disfraz inimaginable. Esta Cruz, que lo sobrepasa de todos lados para expresar en la locura de este amor todas las adorables exageraciones de vuestro Rescate, esta Cruz va a dilatar sobre toda la tierra sus brazos terroríficos, y las montañas y los valles se licuarán[18] y mi Hijo, verdaderamente libertado y descendido de su lecho nupcial, posará de nuevo sobre el suelo de Adán sus dos pies agujereados, para saber si tenéis palabra, creyendo en Él. En cuanto a mí, estaré en el fuego que debe precederlo y consumir todo lo que encuentre de enemigos[19]. Os miraré ese día con la cara de mi quinto dolor, seré más que nunca la Madre de las lágrimas, y por haber hecho en el tiempo de las tinieblas el uso que quisisteis de vuestro poder de podredumbre, conoceréis, vosotros y vuestra raza, lo que es ser abandonados de la Madre de Dios, y la Sed os será enseñada y toda justicia será consumada en vosotros por la diestra del Padre en las espantosas manos ardientes de mi Esposo.



[1] Nota del Blog: el texto español dice cinco mil años. No hemos podido consultar el original pero seguramente debe haber un error en la traducción.

[2] Gen. XLIX 10.

[3] Heb. X, 31.

[4] Gen. XXXII, 11.

[5] Gén. XXXIII, 3. Por extraño que esto pueda parecer y por un efecto asombroso de esa pluralidad del simbolismo que hace a la Escritura tan difícil, Esaú, en todo este capítulo y en el precedente parece estar encargado de representar a la primera persona divina irritada, en su conflicto inefable con nuestro Mediador. Las palabras mismas de Jacob a su hermano en el versículo 10 parecen autorizar esta interpretación.
   
[6] Ecl. XXIV, 39.

[7] Is. XXIV, 4.7.

[8] Lc. IX, 55.

[9] Ecl. XLVI, 2.

[10] Jos. X, 13.

[11] Jos. X, 14.

[12] Jer. XXV, 38.

[13] Job VI, 4.

[14] Ecl. III, 11.

[15] Domine salvum fac Rege, etc

[16] Sal. XIX, 7.

[17] Is. LXVI, 15.16.23.

[18] Judit XVI, 18; Sal. XCVI, 5; Miq. I, 4.

[19] Sal. XCVI, 3.