lunes, 25 de marzo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo VIII


VIII

Hasta ese día la perfecta justicia de los cielos y de la tierra seguirá exigiendo imperiosamente que se los execre y se los repudie. Sé perfectamente que en rigor, los Israelitas pueden ser llamados nuestros hermanos, con igual título, mucho me temo, que las plantas y los animales, denominados así por el seráfico San Francisco, que jamás se equivocó. Pero amarlos como a tales es un designio que subleva a la naturaleza. Sólo cabe en la exaltación milagrosa de la santidad más trascendente o en la ilusión de una religiosidad imbécil.
Se necesitó nada menos que la autoridad de uno de los Doce para certificar que "Elías fue semejante a nosotros” pues este profeta, que tuvo al Fuego por servidor parecía haber sido mucho más que un hombre. Pero los Judíos nacidos o por nacer a partir del Gran sacrificio del primer Viernes Santo, de ningún modo pueden ser nuestros semejantes.
Su carne triste, refractaria a toda mezcla durante tantos siglos, evidencia sobradamente, su prodigioso estado de excepción en la humanidad.
Es el Tronco, a pesar de todo, de Nuestro Señor Jesucristo, y en consecuencia, reservado, inarrancable, inmortal, espantosamente talado, sin duda, desde el día siguiente del solemne "Crucifigatur” pero intacto en su soporte y con las raíces adheridas a lo más profundo de las entrañas de la Voluntad divina.

He ahí por qué todos ellos son imperturbablemente idénticos y están tan completamente resorbidos en la personalidad exterior de sus pánicos viejos. Los negros harapos y la pestilencia senil no cambian en absoluto, y tal fue la razón para que en aquellas tres osamentas que tan perdurablemente me impresionaron haya visto con precisión a todos los millonarios contemporáneos, machos o hembras, que son orgullo de nuestras perfumadas sinagogas.
La historia de los Judíos obstruye a la historia de la humanidad, como el dique obstruye al río, para elevar su nivel. Ambos están para siempre inmóviles, y para evitarlos no puede hacerse otra cosa que saltar por sobre ellos, con más o menos estrépito, sin esperanza alguna de demolerlos.
Harto se ha intentado hacerlo, y la experiencia de sesenta generaciones es irrecusable. Poderosos a quienes nada resistía pretendieron anulados. Multitudes que no se consolaban de la Afrenta hecha al Dios viviente se lanzaron a masacrarlos. La Viña simbólica del Testamento de la Redención fue infatigablemente escardada de sus parásitos venenosos y aquel pueblo, diseminado en veinte pueblos, bajo la tutela impla-cable de millones de príncipes cristianos, cumplió, a lo largo de los tiempos, su férreo destino, que consistía simplemente en no morir, en preservar siempre y en todas partes, en las ráfagas y en los ciclones, el puñado de barro maravilloso del cual se habla en el Libro y que él imaginó que era el Fuego divino[1].
Ese testuz de desobedientes y de pérfidos, que Moisés encontró tan duro, fatigó el furor de los hombres como un yunque de sólido metal que gastara todos los martillos. La espada de la Caballería se melló allí y allí se quebró el sable finamente templado del jefe musulmán, lo mismo que el garrote del populacho.
Queda, pues, demostrado que no hay nada que hacer y, considerando lo que Dios soporta, conviene que las almas religiosas se pregunten una vez por todas, sin petulancia ni cólera imbécil y cara a cara con las Tinieblas, si algún misterio infinitamente adorable no se oculta, después de todo, bajo las apariencias de ignominia sin igual del Pueblo Huérfano, condenado en todos los tribunales de la Esperanza, pero que acaso el día del Juicio no se verá privado de apelación.


[1] II Mac. 1