viernes, 12 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XIII


XIII

Pero ¿quién puede interesarse por esas venerables imágenes, por mucho que con ellas el mundo haya vivido? ¿Y quién se esforzaría por entenderlas? Aunque en un trabajo de la índole de éste es poco menos que imposible descartarlas, ¿cómo escapar á la desalentadora certidumbre de que no se será escuchado?
¡Parecen a veces tan contradictorios esos vocablos, familiares o raros, de tan diverso sentido literal y tan variable acepción espiritual, todos los cuales expresan a su manera la Substancia infinita y que, frente mismo al tabernáculo, no son sino velos de una- cambiante trama!
Se sienten tentaciones de creerlos incoherentes o caprichosos, porque a veces se precipitan los unos sobre los otros, y parecen ora devorarse, ora unirse amorosamente. Cuando se los considera con fijeza, se compenetran súbitamente, coligándose en un solo frente, para multiplicarse de nuevo tan pronto como se pretende asirlos. Y cuando, vencidos por la fatiga, nos desviamos de ellos para contemplar vanas sombras en los enigmáticos espejos de este mundo, vuelven inmediatamente, como sutiles obsesiones, a abrir alrededor de nuestro espíritu sus silenciosas trincheras...

Por más que sean las olas de un mismo océano y que no puedan romper los diques de la Unidad absoluta, la perpetua variación de sus aspectos y el conflicto aparente de sus colores desconciertan a la más sagaz orientación.
Es necesario resignarse a no obtener jamás sino intermitentes relampagueos, puesto que el mismo Jesús, que vino, decía, para cumplirlo todo, sólo se expresaba en parábolas y similitudes.
La interpretación de los Textos sagrados era en otros tiempos considerada la más gloriosa empresa del espíritu humano, puesto que según el testimonio del infalible Salomón, la "honra de Dios es encubrir su palabra"[1].
Pero eso era en los tiempos de los señores y del reinado tranquilo de las especulaciones superiores. Esta de hoy es la hora de los siervos y de la victoria decisiva de las bajas curiosidades.
Resulta, pues, por lo menos superfluo esperar un poco de atención, y yo me cuidaría muy bien de pretenderlo si no supiera que en los establos del Pastor se muere de hambre y que son muchísimas las voces que reclaman ya las llaves del siglo próximo, al que los indigentes suponen señalado por la Providencia para la recuperación de los espíritus.
Lamento no poder proponer a mis ambiciosos contemporáneos un revelador auténtico. La conserjería de los Misterios no es mi destino y yo no he recibido la consignación de las Cosas futuras. Los profetas actuales están, por otra parte, tan carentes de milagros, que no sería posible señalarlos.
Pero si es verdad que se los espera, como una consecuencia natural de ese punto de fe que debe llegar un día, yo me pregunto por qué no ha de esperárselos del único pueblo del cual salieron todos los Secretarios de los Mandamientos de Dios.


[1] Prov. XXV, 2.