lunes, 29 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XIX


XIX

Ya la inmensa mirada de desolación con que la Estrella de la mañana anegaba a quienes la compadecían, era para ellos una respuesta de desgarradora suavidad.
- Los pérfidos Judíos —creían escuchar—han acusado a mi divino Hijo de ser un hombre glotón y bebedor[1], lo cual es  bien cierto, os aseguro, porque aun estando en  su Cruz gimió para que le dieran de beber.
¡Y pensar que en ese momento El veía mis lágrimas!
Esas lágrimas, estrechamente vinculadas con su Humanidad santa y armadas entonces contra Él con la omnipotencia de la impetración por un mundo herido de locura, se elevaron como una multitud de olas en torno de su Cruz solitaria...
Y en ese momento, antes de que todo fuese consumado, cuando se cumplían espantosamente las antiguas profecías, cuando al cabo de cuatro mil años de humillación la Mujer volvía por fin a estar de pie ante el Árbol de la Vida, hollando con su planta la cabeza de la Serpiente y tocando con su frente las doce estrellas, toda la descendencia del primer Desobediente, magnificada por mi Compasión, se manifestó en el esplendor de mis lágrimas.
El Cáliz de amargura infinita que Jesús, bajo los olivos, pidió a su Padre que apartara de El, y que llenó de espanto a Su Alma hasta hacerle sudar sangre y agonizar, era preciso que lo bebiera ahora de manos de Aquella a quien eligiera desde el comienzo para ser el ministro sin tacha de la parte más cruel de su Suplicio.

¡Ya que había gemido de sed, era preciso que lo bebiera hasta la última gota; y no debía serle permitido expirar hasta que ese verdadero Cáliz de su Agonía que era Mi Corazón volcara todas las lágrimas de las generaciones!
Huido al cielo el Ángel que lo había asistido la víspera, y abandonado por su Padre, se cumplía en El, de manera infinita y sin ejemplo, la rigurosa sentencia: "¡Ay del que está solo!"
Su misma Madre se había convertido para Él en una extraña, puesto que se despojó de Ella en favor de su discípulo antes de pedir que le dieran de beber[2].
Estaba solo para siempre y frente a frente con Judit, como un Holofernes clavado en el lecho de su perdición[3].
El sol se oscurecía ya para escapar al horror de esa confrontación silenciosa, y los muertos comenzaban a agitarse en sus sepulcros.
—Bebed, Hijo mío —decían las voces desoladas de mi abismo—; bebed estas lágrimas de tristeza y de cólera. No tiene la hiel suficiente amargura ni el vinagre suficiente acidez para apagar una sed semejante a la vuestra.
Bebed estas lágrimas de huérfanos, de viudas y de desterrados.
Bebed estas lágrimas de adúlteros, de parricidas y de desesperados.
Bebed también esto, que es el océano de las lágrimas de la Avaricia, do la Concupiscencia carnal y del Orgullo.
Bebed, en fin, estas lágrimas de plata que serán en adelante el único patrimonio de Israel y que algún día la sacrílega irrisión de los falsos cristianos derramará sobre el catafalco agusanado de la vanidad de los muertos.
Esto es todo lo que el Pueblo de Dios ha guardado para confortaros en vuestra segunda Agonía, y os lo ofrece por mí intermedio porque me designasteis cruelmente a mí para abrevaros antes de vuestro último suspiro.
Puesto que habéis dicho que "son bienaventurados los que lloran”, por llorar yo lágrimas de todas las generaciones "todas las generaciones me llamarán Bienaventurada".
Yo había hablado sólo seis veces en el Evangelio. Tal fue mi Séptima Palabra, que no oyeron ni el Evangelista, a mi derecha, ni Magdalena, a mi izquierda, pero a la cual respondió el clamor poderoso del Consummatum.
Jesús bajó su Cabeza aterradora para que la muerte pudiera aproximarse.
Y el Velo del Templo fue desgarrado de arriba abajo, como la túnica de Caifás o el  vientre del Traidor, para hacer saber que los crueles Judíos no tendrían ya sino tabernáculos desiertos. 


[1] Ecce homo vorax et potator vini. (Mateo XI, 19).

[2] Juan, XIX, 26 s. (N. del T.).

[3] Epístola de la Misa de los Siete Dolores.