miércoles, 8 de mayo de 2013

El Discurso Parusíaco V


El Discurso Parusíaco V: Derribando mitos, I Parte.

En la III Parte desta serie concluíamos diciendo: “Creemos que desta manera el discurso fluye más naturalmente ya que es difícil creer que, habiendo anunciado en el Templo su destrucción y en presencia del pueblo allí reunido, todos se quedaran, sin embargo, callados y no quisieran conocer ningún pormenor; así, pues, desta manera se evitan teorías un poco extrañas como decir que los Apóstoles identificaban la ruina del Templo con el fin del siglo y que por lo tanto preguntaron todo confusamente y que Nuestro Señor mismo respondió incluso algo confusamente. Creemos que no es necesario tampoco hacer alusión al tipo y al anti-tipo. La solución parece ser mucho más sencilla… etc”

Es decir, combatíamos dos opiniones muy en boga entre los autores, a saber: la identificación de la destrucción del Templo con el fin del Siglo por parte de los Judíos y de los Apóstoles y por otra parte el uso de la figura del Tipo y Anti-tipo. Desta forma buscan los autores explicar las diferencias en los discursos entre los Evangelistas.
Creemos, no sólo que esto no es necesario para explicar estas diferencias sino que además estas teorías no resuelven ninguna de las dificultades, sino que por el contrario plantean otras más.

En esta primera parte vamos a decir dos palabras sobre la primera destas afirmaciones.

Quien lee los principales comentarios al llamado “Discurso Parusíaco” observa muy a menudo una cita de Maldonado, que en su comentario a Mt XXIV, 5 dice:


Los apóstoles estaban persuadidos de que, enseguida que se destruyese el Templo, había de aparecer Cristo y sobrevenir el fin del mundo. La duda y obscuridad de este pasaje se encuentra en precisar si Cristo al responder se refiere a la destrucción de Jerusalén, a su venida o al fin del mundo. Los autores antiguos lo refieren unánimes al fin del mundo (Ireneo, Hilario, Gregorio). Aunque algunos de ellos piensan que hasta el v. 23 se habla del fin de Jerusalén (Crisóstomo, Teofilacto y Eutimio). A mí me gusta un término medio: el que siguieron Agustín, Jerónimo y Beda. Y es que Cristo respondió confusamente, como confusamente habían preguntado los apóstoles. Y tengo para mí que lo hizo con toda premeditación y con divino consejo, para que no pudieran deducir la fecha del fin del mundo. Ellos pensaban que el fin del mundo y el de Jerusalén estaban íntimamente unidos. No quiso Cristo sacarlos de su error, no fuera que después de ver destruido el templo, notando que se tardaba la catástrofe final, se asegurasen. Pero el diligente y avisado lector debe, con fina crítica, distinguir lo que el Salvador dice respecto de cada uno de los magnos acontecimientos…”. (Énfasis nuestro).

Hasta aquí Maldonado citado por los exégetas, que no hacen más que repetirse unos a otros.
La verdad que el confundido es él. Parafraseando a Castellani bien podemos decir: “francamente hablando, estas son macanas”, con perdón del comentador andaluz que tanto respeto nos merece.
Ni Maldonado ni nadie se toman la molestia de probar la afirmación de que los Apóstoles preguntaron confusamente. Mucho menos aún se toman la molestia de demostrar la peregrina afirmación de que Jesucristo respondió confusamente. La frase final: “no quiso Cristo sacarlos de su error, no fuera que después de ver destruido el templo, notando que se tardaba la catástrofe final, se asegurasen”, a decir verdad no tiene sentido alguno, antes bien lo contrario es verdadero, pues si Cristo les dejó en su error de creer contemporáneos ambos sucesos, entonces viendo uno creerían inminente el otro y se desalentarían al ver que no llegaría, etc.
Sobre lo que sí estaban equivocados los Apóstoles era sobre el tiempo (no el hecho en sí) en el que tendría lugar el reino de Jesucristo, es decir, cuándo comenzaría su reinado de facto, o, lo que es lo mismo, el llamado Reino Milenario, y es por eso que le preguntaron antes de la Ascensión: “¿Señor es este el tiempo en que restableces el Reino para Israel?”, (Hech. I. 6) ante lo cual Nuestro Señor les indicó que no les incumbía a ellos conocer “los tiempos y momentos” fijados por el Padre sino que en cambio les reveló por medio del Espíritu Santo en Pentecostés “el misterio de la Iglesia, previsto de toda la eternidad, pero oculto hasta entonces en el plan divino; y sin el cual no podrían cumplirse las promesas de los profetas, como lo explicó Santiago en el Concilio de Jerusalén (Hech. XV, 14-18; Heb. XI, 39 s., Rom. XI, 25, Ef. III, 9; Col. I, 26)” (Straubinger). Todo lo cual les resumió admirablemente en dos palabras diciéndoles que serían sus testigos “hasta los extremos de la tierra” (v. 8).

Que ni los judíos ni, consiguientemente, los Apóstoles podían creer contemporáneos ambos sucesos puede inferirse por algunos lugares de las Escrituras.

1) Así como el Templo de Salomón había sido destruido, nada prohibía pensar que el Templo de Zorobabel también lo fuera. No había promesa alguna en toda la Escritura de que ese Templo iba a durar por siempre.

2) En el Templo de Zorobabel no entró la Gloria de Dios[1], como sí lo hizo con el Tabernáculo de Moisés (Ex. XL, 34 s) y con el Templo de Salomón (III Reyes VIII, 10 s.).

3) La formidable profecía de las LXX Semanas que San Gabriel le comunicó a Daniel, cuando ya había sido destruido el Templo de Salomón, claramente indicaba la destrucción de un Templo posterior.

IX, 26: “Y el pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el Santuario…”.

4) De hecho, después de ese acontecimiento la profecía continúa hablando de otro Templo al decir:

IX, 27: “El confirmará el pacto con muchos durante una semana, y a la mitad de la semana cesará el sacrificio y la oblación; y sobre el Santuario vendrá una abominación desoladora, hasta que la consumación decretada se derrame sobre el devastador.”.

5) Por otra parte sí estaba profetizada la erección de un nuevo Templo en los últimos 9 capítulos de Ezequiel. Templo majestuoso que está detallado en todas sus partes y del cual se afirma que volverá la Gloria de Yahvé (XLIII, 1 ss).
Este Templo será construido después de los sucesos anunciados previamente por el mismo Ezequiel como son: retorno a la tierra de sus padres previa la dispersión entre las naciones (XXXVI), conversión (XXXVII) y guerra de Gog-Magog (XXXVIII-XXXIX).
De hecho lo que hizo Nuestro Señor Jesucristo en los dos discursos (Lc. XXI y Mt. XXIV-Mc XIII) fue desarrollar la profecía de las LXX Semanas en lo que tenía todavía de profética, a saber: los versículos 26 (discurso de Lc) y 27 (Mt-Mc)[2].

6) Por último, la precisión con la que preguntan los Apóstoles (e incluso los discípulos) es más bien un signo de que en modo alguno confundieron ambos sucesos sino que sabían perfectamente bien de lo que hablaban.

En Lc vemos que los discípulos preguntan cuándo iba a suceder y cuál será el signo.

En Mt (y Mc), en cambio, los Apóstoles preguntan cuándo tendrá lugar la Parusía y la consumación del siglo y cuál será el signo.

En conclusión: al creer que se trataba de un solo discurso los exégetas se han visto en la necesidad de suponer, por no decir inventar, algo sobre el cual no dan prueba alguna y que además contradice las profecías del Antiguo Testamento y el mismo pasaje evangélico sobre el Discurso Parusíaco
¿Quién no ve que la solución que damos resuelve en forma súmamente sencilla, no sólo esta sino también otras dificultades?

Valete!



[1] Esto es, por lo menos, ambiguo, pero preferimos seguir aquí la opinión general. De lo contrario nos veríamos forzados a extendernos en demasía sobre este punto que es súmamente interesante y que merecería un estudio aparte.

[2] Esta afirmación merecerá un desarrollo aparte y es clave para entender no sólo ambos discursos sino también, nos atrevemos a decir, el mismo Apocalipsis.