lunes, 13 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXVI


XXVI

Cierto es que los mismos Circuncisos están condenados a llevar la Cruz desde hace diecinueve siglos, pero de muy distinta numera.
Dije antes que a los Judíos de la Edad Media, perseguidos a la vez por todas las jaurías de la indignación y de la generosidad cristianas, les quedaba el recurso de oponerles, frenéticos, el Signo terrorífico desenterrado de entre los huesos del primer Caín en virtud del cual nadie podía exterminarlos con la espada de la Cólera ni con la espada de la Dulzura sin ser castigado siete veces,[1] es decir, sin exponerse a la represalia infinita del Septenario omnipotente a quien los cristianos llaman Espíritu Santo.

Ahora bien, el signo con el cual fue señalado el patriarca de los asesinos y que Moisés no fue autorizado a revelar, muy bien pudo haber sido el Signo de la Cruz, si se tiene en cuenta la inspiración constantemente reiterativa de los textos sagrados.
La historia maravillosa de Caín, de la cual los moralistas discurridores de exégesis sólo han sacado la conclusión de que está mal matar al propio hermano, da, en unos pocos versículos de una tremenda concisión, el itinerario completo de la Voluntad divina, explícitamente declarada en los setenta y dos libros sobrenaturales cuyo conjunto constituye la Revelación.
No existe en la Escritura una síntesis más prodigiosa, hasta el punto que los nombres de Abel y Caín, confrontados, forman una especie de monograma simbólico del Redentor:

Agnus Bajulans, Ego Lignum. Crucis Amanter Infamiam Novilitavi, etc., etc.

Podría multiplicarse hasta el infinito este juego de iniciales, que hacía las delicias de los escolares de otros tiempos.
Pero se trata aquí de un punto central, de la piedra de toque de las parábolas futuras, del eje de las Ruedas de Ezequiel, y si se intenta hablar a conciencia de esos dos primeros hijos de Adán, que son el alba de los antagonismos Humanos, todas las Ideas esenciales quieren precipitarse lanzando alaridos...
Baste observar que el Señor, no pudiendo hablar sino de Sí mismo, está necesariamente representado al mismo tiempo por el uno y el otro, por el victimario y por la víctima, por aquel que no tiene guardián y por aquel que no es “guardián” de nadie.
El inocente Abel, "pastor de ovejas", muerto por su hermano, es una evidente alegoría de Jesucristo; y el fratricida Caín, maldecido por Dios, errante y fugitivo sobre la tierra, lo es también, no menos ciertamente, puesto que el Salvador del mundo, habiéndolo asumido todo, es, al propio tiempo, la Inocencia y el Pecado, según la expresión de San Pablo[2].
 La aventura del Pródigo, mencionada un poco antes, no es, en el fondo sino una de las innúmeras versiones de esta primera aventura de la humanidad.
Sin duda el compañero de los cerdos no mató a su hermano, pero éste fue, sin embargo, inmolado bajo la apariencia del becerro cebado, y el bienvenido porquerizo recibe, también él, de la mano del Padre y Señor, algunos signos misteriosos de una extraña solicitud...
En la inmensa selva umbría de las Asimilaciones escriturarias, se repite siempre la misma historia y la trama infinitamente complicada del mismo secreto.
Decir, movidos por tan insólitos pensamientos, que los Judíos están marcados con la Cruz tanto como los cristianos y como pudo estarlo el Fratricida, es arriesgar, cuando más, una perogrullada, nada edificante convengo en ello, como todas las perogrulladas.
¿No resulta evidente, en efecto, que al realizar lo que podría ser imaginado como más idéntico a la carnicería del viejo Caín, determinaron el Cristianismo, tan imposible sin ellos como el "clamor de la sangre de Abel" sin el primer asesinato? Así como los cristianos llevan la Cruz visible y en relieve sobre su pecho o en el frontispicio de sus tabernáculos, ellos la llevan en lo hondo de sus almas desvastadas y en las temibles cavernas de sus Sinagogas.
Digan lo que digan y hagan lo que hagan, no pueden dejar de ser, grabado en profundidad, el Sello de la Redención.
He aquí por qué su repulsivo aspecto es más evidenciador que el de los mejores cristianos, que pueden tan fácilmente, por propia voluntad, alterar el relieve del Signo salvador.
Esa marca abierta, que la ecuménica dilatación del Catolicismo ensanchara como el precipicio del caos, han tratado de cubrir, llenándola con dinero, sin Conseguir otra cosa que dar a ese terrible cáncer la apariencia de un pálido astro, haciéndose ellos mismos semejantes a espejos de sensualidad y de muerte.


[1] Gen. 4, 15.
[2] II Cor. V, 21.