sábado, 25 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXXII

XXXII

Pero ese instinto de mercantilismo y de trapacería, despojado de sus conexiones misteriosas, no fue ya desde entonces sino una áspera pendiente que descendía a los lugares más bajos de la avaricia y la concupiscencia.
La Cobarde "suplantación" del pobre coloso Esaú, ante quien Jacob, fuerte sólo contra Dios, jamás dejó de temblar, y el despojo universal de los egipcios, se convirtieron en funciones corrientes, inaptas para prefigurar otra cosa que el castigo definitivo, cuya forma, ignorada sin embargo, será tal que aquel que la conozca por confidencia del Espíritu Santo, sabrá, seguramente, el indescifrable secreto del desenlace de la Redención.
Incontenibles en su caída, rodaron hasta el último peldaño en la Escalera de los Gigantes de la ignominia.
No habiendo retenido de su patrimonio soberano otra cosa que el simulacro del poder, que es el Oro, este metal infortunado, convertido entre sus garras de aves de presa en una inmundicia, fue obligado a trabajar a su servicio en el embrutecimiento del mundo. Y en el temor de que este servidor exclusivo se les escapara, lo encadenaron ferozmente y se encadenaron a él con cadenas monstruosas que dan siete vueltas a sus corazones, empleando así su duro despotismo para convertir a su esclavo en instrumento de su propia esclavitud.
Y el alma de los pueblos se contaminó a la larga, de su pestilencia.
Puesto que habían esperado más de dos mil años una oportunidad para crucificar al Verbo de Dios, bien podían seguir esperando diecinueve veces cien años más que una colosal explosión de la Desobediencia transformara en cerdos a los adoradores de esa Palabra dolorosa, para que a Israel, que había disipado su substancia, le quedara, al menos, la piará del "Hijo Pródigo".

Y así fue, en efecto, y se convirtió en pastor de ella.
Los pueblos cristianos renegados se entregaron a él, contaminados de la lepra blanca de su sucio dinero, y los poderosos mercenarios, descendiendo humildemente de sus viejos tronos, se arrastraron a sus pies, entre deyecciones.
Así quedó cumplida literalmente, en lo absoluto de la irrisión y del sacrilegio, la profecía del Deuteronomio: “Prestarás a interés a muchos, y tú no necesitarás que nadie te preste; serás señor de muchísimos pueblos, y nadie tendrá dominio sobre ti.[1]
Ese imperio del dinero, que hace parpadear de indignación al blanco vicario de Cristo y que me da la impresión —creo que harto lo he dicho— de un insondable arcano, es aceptado a tal punto por los sublimes desinteresados de la Edad Media, que aquellos que sueñan con la humillación de los Judíos están obligados a pedirla en nombre del propio fango, vencido por la cloaca superior de esos verminosos forasteros.
Sólo los amantes de la Pobreza, los buenos menesterosos  de la penitencia voluntaria si alguno queda, tendrían acaso el derecho de execrarlos por haber oxidado con  plata el viejo oro purísimo de los tabernáculos vivientes del Espíritu Santo; por haber amalgamado innoblemente su alma sórdida con el alma generosa de los pueblos sin perfidia, que los Santos habían formado "como las abejas forman los panales de su miel"; por haber, en fin, y sobre todo, con menosprecio de las Normas eternas y por medio de una espantosa dilatación de la Envidia, sugerido entre los pueblos cristianos la substitución de los Mandamientos del Señor con los mandamientos fratricidas del Mal Pobre.
Porque es innegable que en este siglo en que su poder de envilecimiento resplandece más que nunca, han hecho bajar diabólicamente el nivel del hombre.
A ellos se debe el triunfo de la moderna concepción del objeto de la vida y la exaltación del crapuloso entusiasmo por los Negocios.
A ellos se debe que esa álgebra de ignominias que se llama crédito haya reemplazado definitivamente al antiguo honor, que bastaba a las almas caballerescas para cumplirlo todo.
Y como si ese pueblo extraño, condenado, pase lo que pase, a ser siempre en cierto sentido, el Pueblo de Dios, no pudiera hacer nada sin dejar traslucir de inmediato algún reflejo de su eterna historia, la Palabra viviente y misericordiosa de los cristianos que bastaba en otros tiempos para las transacciones equitativas fue nuevamente sacrificada, en todos los negocios de injusticia, por la rígida escritura, incapaz de perdón.
Victoria infinitamente decisiva, que ha determinado el desastre universal.
Abierto el precipicio, las fuentes puras de la grandeza y del ideal se volcaron en él sollozando. La razón se exfolió como una vértebra enferma de necrosis, y cuando la peste judía llegó al fin al tenebroso valle de los escrofulosos en el punto confluente donde el tifus masónico se lanzaba a su encuentro, un pujante cretinismo desbordó sobre los habitantes de la luz, condenados así a la más abyecta de las muertes.
Felizmente, los animales ponzoñosos no suelen soltar todo su veneno del que a veces ellos mismos son víctimas, y bien puede ocurrir que Israel se inocule el cretinismo con el cual gratificó al universo.
Y hasta es muy posible que ese mal verdaderamente caduco, del cual el imbécil mandil de las logias, es el emblema más expresivo y el síntoma más alarmante, haya sido aceptado por él, en el frenesí del despecho, como un suicidio, como una inmolación necesaria...
He ahí, ¡oh gran Dios!, un piadoso consuelo para las sociedades en delicuescencia, enviscadas y confundidas con su vencedor en las asqueantes colicuaciones de la irremediable decrepitud...



[1] Deut. XV, 6.