jueves, 2 de mayo de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, VII Parte.


Las cosas han cambiado; y de un modo realmente imprevisible. Yahveh ha descendido de nuevo a la tierra (hablamos a lo humano, con deliberado antropomorfismo). Pero no está frente a Israel; no se manifiesta, invisible, desde la cumbre de una montaña, desplegando la majestad de su poder en un vasto friso de terrores; no dicta un reglamento de conducta y un prolijo ceremonial bajo amenaza de castigos temporales, ni con promesa de pingües galardones en este mundo.
Ha descendido de la cumbre. Está en el llano y camina entre los hombres. Su intérprete no es ahora un caudillo de rostro fulgurante, de trato insoportable, a causa de la familiaridad con que Yahveh lo distingue. Es una mujer, una virgen; a la cual ha hecho, con el mayor de los milagros (y el más ordinario, el más sencillo, el menos ruidoso y teatral), su propia madre, la Madre de Dios.
La poca fe de algunos verá en Él a un gran hombre, hijo de José el carpintero; tal vez un gran profeta; el más grande de todos, seguramente; pero nada más. La mala fe de muchos verá en Él a un hombre molesto; y en ciertas circunstancias, peligroso. Estos y aquéllos serán, al fin, los causantes verdaderos de su indecible pasión, los autores reales de su muerte. Porque ha venido a eso, a morir. Ha venido sabiendo que el venir le costaba la vida. Y no obstante haber venido a eso, a dar su vida por sus propios verdugos, los deicidas no tendremos escapatoria, no tendremos excusa. Empero, si no nos obstinamos en alegar excusas, habremos obtenido, con el crimen, el perdón.
Para lo cual, además de no excusarse, habrá de ser necesario acusarse a sí mismo. Acusarse delante de Él, delante de ese hombre que es Dios; creyendo en Él; creyendo que es Dios, y amándole como a tal, con todo lo que por Él somos y poseemos. No es difícil, a condición de desearlo; y de desearlo con todos los requisitos de la buena voluntad.

Mirando a ese hombre, y mirándonos sin fraude a nosotros mismos, no es difícil comprender que Jesucristo es Dios; que no blasfema cuando afirma ser Dios; y que sus discípulos no deliran cuando lo adoran y lo confiesan Dios. Tampoco es mucha la malicia que hace falta para acusarlo de blasfemo, y convencerse de que sus discípulos están llenos de mosto[1]. El más sabio y el más ignorante de los hombres disponen de idénticos medios para llegar a descubrir, con el mismo grado de certidumbre y de alegría, que Jesucristo es Dios. Pero unas leves porcioncillas de dolo, diluídas en una enorme cantidad de inteligencia, son suficientes a impedir nuestro ingreso en la vida eterna incoada, que es la fe.
Cuando los notables de Israel se enfrentan con Jesús y tratan de confundirlo, es porque ya han echado cuentas del excesivo número de cosas importantes que habría que cambiar en sus vidas si resolvieran aceptarlo. Quizás se hubiesen entregado a tan celeste persuasión, si hubiese sido al mismo tiempo menos humana, menos ejemplarmente humana. Por serlo tanto, comprendieron bien pronto que entre las cosas a renunciar estaba la propia estima. Y el deseo de conservarla es el motivo final del sangriento non placet con que rechazan al Legado de Dios.
Siempre la humanidad del Verbo, escala adorable de los que suben a Dios, es la piedra de escándalo de los que se quieren perder. Los que miran a Jesús con malos ojos durante su vida mortal - así como los que hoy tratan de humanizar el Evangelio - no se escandalizan de que Dios hable por medio de un hombre, sino de que este hombre hable como Dios y sea tan semejante a nosotros; y que se empeñe tanto en demostrar a cada momento - con maneras indignas del Dios de Israel y de los filósofos- que su humanidad es realmente la nuestra.
Los jasidim, los esenios, los fariseos, y aun los mismos helenizantes, no conciben que todo un Yahveh quiera pasar por hijo de alguien en este mundo; que beba y coma con naturalidad inaceptable en un simple doctor de la Ley; que condescienda en ir de visita, acompañado de gente vulgar, a una casa cualquiera donde, con gastos muy medidos, se está celebrando la fiesta de unas bodas. Y cuando le ven aceptar de buen grado que le agasajen cobradores de impuestos, y oyen decir que se le ha visto conversar con mujeres de vida airada, no sólo se sienten dispensados de creerle, sino también obligados a terminar con Él.
Todo el drama resulta de que esperaban verle hacer las cosas de otra manera. Esperaban de Él una conducta más concorde con la idiosincrasia del Yahveh que ellos conocen y sirven; la imagen de cuya santidad son ellos mismos. Hasta lo portentoso de sus obras se les antoja demasiado humano. Querían otro estilo de Mesías: un Mesías irresistible. Esperaban verle trazar en el cielo espléndidas señales de su poderío universal, que espantaran al César, en Roma, y a los paniaguados del augusto en Jerusalén. Y tienen la osadía de pedirle que haga algunos prodigios de esa clase; así, de encargo[2].
Les disgusta sobre todo el verle demasiado entrometido en la vida de los hombres, curando a la hija de éste y a la suegra de aquél, posando sus manos en la cabeza de los chiquillos, y ocupándose de los defectos de los gobernantes en la plaza pública. Confusamente (porque la idea de la misión del Verbo, tal como el mismo Verbo la revela, no estaba explícita en los libros sapienciales y dista mucho de las especulaciones alejandrinas sobre el logos) reconocen en Jesús una autoridad personal que no pertenece a este mundo y comprueban que cumple su oficio de profeta (enseñanza y censura) con una libertad de criterio y de juicio que no se dio en ninguno de los nabíes de antaño. Aquellos hombres de Dios no pensaron siquiera en la posibilidad de ser tenidos por una teofanía personal; que de todos los equívocos ése hubiera sido para ellos el más monstruoso. Con sus protestas de Yahveh dice, La mano del Señor se ha posado sobre mí, y otras expresiones semejantes, a cada paso reiteradas, atestiguaban distinguir sensatamente el Espíritu de Dios del de ellos. Conocían la letra de su mensaje por un influjo adventicio, experimentado muchas veces con perturbaciones del ánimo (entusiasmo, tristeza, miedo, repugnancia y aun rebeldía); desquicio inevitable, a causa de la irremediable desproporción de la persona humana como instrumento del Verbo divino. Este nuevo profeta, en cambio, manifiesta una íntima y habitual conformidad con la fuente de su doctrina, a la que llama: mi Padre. Con respecto al cual no sólo asegura ser Él su eterno confidente, sino también su imagen substancial: una sola cosa con el Padre. De ahí que inicie sus más inesperadas revelaciones, muy señor de su ciencia y de su ánimo, con esta simple afirmación: En verdad, en verdad os digo...
De ahí también la necesidad de eliminarlo que sienten los falsos israelitas. Porque si este profeta se mantuviese en los límites de su oficio...; pero es que su palabra no solamente los acusa, sino que los desnuda. Su mirada llega a ese rincón del alma que ellos saben hurtar a todo atisbo, aun al propio. Y les registra la conciencia; y la vuelve a vista de todos, como el bolsillo de un chicuelo rapaz. Es exasperante, es insufrible que un hombre que se hace igual a Dios sea tan humano; y que tal vez por eso, por ser tan humano, por ser tan como todos, conozca tanto a los hombres y no se lo pueda engañar como se lo engaña a Yahveh. Porque, en último acuerdo, lo que hay que asegurar es que Yahveh no sea como este hombre; hay que extirpar esta humanidad impertinente que se hace igual a Yahveh. Porque no se puede permitir que Yahveh sea entrometido en todo, como este hombre, para quien nada está bien; que sea, como este hombre, despreciador de los ayunos, las abluciones, los sábados, los sacrificios, con que le honran sus buenos adoradores. Hay que impedir que Yahveh resulte ahora indiferente a la situación de su pueblo, y que permita, como este hombre, la hegemonía opresora de los kittim en todo el mundo. Si consienten en recibir a Jesucristo como Mesías auténtico; si deciden aceptarlo con la novedad de sus bienaventuranzas, y con esa subordinación, que Él enseña, de todas las necesidades de este mundo a la necesidad del reino de Dios y su justicia, confesarán ipso facto que ellos no son israelitas verdaderos.
El desenlace del drama, precipitado por aquel increíble amor a  los hombres  (que se hacía mas cálido y luminoso a medida que el odio y las tinieblas se espesaban frente a Él), fué muy sencillo y muy  fácil, como conviene a un paradigma. Por tácito acuerdo, los notables de Israel estuvieron conformes en que la pública confesión de su propia inautenticidad les resultaba mucho más ardua, mucho más desagradable que el peor de los crímenes; y optaron por el deicidio.
La fe cristiana seguirá exigiendo siempre, antes de darse con todas sus energías de inteligencia y de acción, el mismo tributo: arrepentimiento, desapropio, sacrificio total de nuestros modos carnales de ser y de entender. Tributo tanto más oneroso, cuanto mayor sea la afición a nuestra propia excelencia y cuanto más hondas y más difusas sean nuestras raíces terrenales. La opción será, pues, siempre la misma; y se presentará en todos los casos, personales o colectivos, de una manera análoga a la experimentada por el Sanedrín de Jerusalén, hacia el año 30 de la era de Cristo: la misma confrontación de nuestras pobres ideas humanas acerca de Dios, con la inesperada y pasmosa realidad de Dios viviente; el mismo violento contraste de nuestros humanismos, frente al ser y al hacer humanos de Dios.
Todo eso es lo que empezó a revelarse y a suceder en Caná de Galilea, con ocasión de una fiesta nupcial. A partir de aquel “primer milagro que hizo Jesús manifestando su gloria”[3], obrará portentos mayores que los que sojuzgaron la voluntad versátil de Israel en los desiertos de Arabia; demostrará, para quienes quieran detenerse a escucharlo, que es una misma divinidad con el Padre[4], tan ciertamente como su naturaleza humana, aunque perfecta y pura, es idéntica a la nuestra; y mostrará en la unidad de su persona, a quienes quieran amarle e imitarle, el Dios que es, y el hombre que debemos ser.
Pero en lugar de la unánime nación hebrea, postrada en público reconocimiento de su gloria y de su ley, tendrá delante de sí dos bandos. Y siempre dos. Porque, invitado Yahveh a compartir ahora con nosotros la angustiada alegría de ser hombre, sus portentos no hablarán a la inteligencia de los sentidos, para someterla, sino a la inteligencia del corazón, para enamorada. No serán teofanías que nos confirmen y retengan en el temor servil; serán obras de amor con que el Señor de cielos y tierra nos consuele y socorra y sirva como el más humano de nuestros prójimos. Manifestarán al mismo Verbo, al mismo esplendor de la gloria del Padre que solemnizó los trámites y la firma de la Antigua Alianza; pero lo mostrarán como el más íntimo de los amigos, viviendo con y dentro de nosotros, e incorporándonos a Él. “Manso y humilde de Corazón”[5], el sacrificio de su servidumbre será el máximo honor que pueda hacerse a nuestra libertad; y su más alto empleo. Tanto venera en nosotros ese reflejo de la infinitud divina, que se dejará conducir al Calvario “como oveja muda”[6], innumerables veces en la vida de cada uno de nosotros, a fin de no empujarnos y obligarnos al bien con otra forma de violencia que no sea la de su amor.
Piedra de toque de nuestra autenticidad, piedra de escándalo de nuestro dolo, quienes no estén con Él no podrán no estar contra Él[7]. Mas quienes le hayan escuchado, en fe y en obras, se sentirán para con Él y serán para Él tan familiares como una madre o un hermano[8].
Todo eso empezó a revelarse y a ocurrir en Caná de Galilea, con ocasión de una fiesta nupcial; en la que ambiente, personajes, palabras y sucesos compendiaron el mensaje novísimo que hoy seguimos llamando Buena Nueva, o Albricia o Evangelio: la casa pobre con su felicidad amenazada; la Madre de Dios entre los convidados, con su ánimo solícito y su amorosa y firme intercesión; la presencia corpórea del Hijo de Dios, que al emprender la obra del mandato paterno en derechura del Gólgota, salva el decoro, la paz y la alegría del convite; aquellos servidores, que en brevísimo trámite, con sólo hacer lo que el Señor les ordena, obtienen, presentan y distribuyen el vino milagroso; y por último, con el vino mejor para el fin de la tiesta[9], los tres efectos de honor, de gloria y beatitud que suscitaron la fe de los primeros discípulos. Deliberadamente, la escena anticipa la atmósfera  doméstica de la Nueva Ley;  prefigura el modo de actuar del Pontífice único, a la vez presente y distante; proclama el derecho e indica el estilo de libre intervención de Nuestra Señora en la economía de la Gracia; señala el tipo, de mediación impersonal de los ministros sacramentarios; anuncia el régimen fácil e infalible de los medios de salud y perfección de la Iglesia, tan sin medida superior al aparato judicial oneroso del culto mosaico; y con todo el relieve de  una parábola en acción, sencilla y de belleza inimitable, destaca el rasgo singular de la piedad católica: la entera salvación de lo humano en lo divino.



[1] Cf. Hechos Apóst. 2, 13.

[2] Cf. Marc. 8, 10-13; Mat. 16, 1-4.

[3] Juan 2, 11.

[4] Cfr. Juan 10, 36-38.

[5] Mt. 11, 29.

[6] Is. 53, 7.

[7] Mt. 12, 30.

[8] “Mi madre y mis hermanos son éstos, los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra” (Luc. 8, 21).

[9] Juan 2, 10.