jueves, 4 de julio de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Prólogo II

Así, pues, Cristo no sólo nos enseña el camino al Padre: nos lo abre, nos lleva por él. Él es el camino. El punto de sutura con la divinidad. Ha bajado hasta nosotros para levantarnos hasta Él. El Hijo de Dios, heredero sin muerte de toda la vida del Padre, se hace hermano nuestro. Hermanos del hombre-Dios..., coherederos con Él de la vida del Padre. Con Cristo se inscribe nuestra vida en la órbita perfecta, circulación de vida torrencial e infinitamente serena de la Trinidad. Al estar con Cristo, la plenitud de la vida y el amor divinos, el entregarse de Dios, el “abrazo del Padre y del Hijo”[1], el Espíritu Santo se desborda sobre nosotros. La vida trinitaria nos envuelve. He ahí toda la obra de Cristo: ante la vista del Padre nos cubre con su Amabilidad Infinita, para que, fundidos en una sola cosa con El, “el Amor con que Tú me has amado esté en ellos”[2].
La obra reconciliadora y vivificadora de Cristo se hace realidad en cada uno de nosotros, cuando habita en nosotros el Espíritu de Cristo.
El Espíritu da testimonio a nuestra alma de que somos hijos de Dios”[3]. Por eso no reina en nosotros el espíritu de temor a lo siervo, sino el de hijos adoptivos en el seno de la familia, y por éste clamamos (el mismo Espíritu clama en nosotros) Abba, Padre[4].
Para que —como hijos— podamos entrar en contacto vital y personal con la vida de Dios, la efusión del Espíritu produce en nosotros una participación de la naturaleza divina[5], una cierta divinización. La nueva filiación es una regeneración. Hay una maravillosa pero realísima transformación de lo más íntimo del alma, capacitándola para penetrar y entregarse a Dios en una mutua posesión de conocimiento y amor. Como Jesucristo y por Jesucristo. Esta sublimación a nuevo conocimiento y amor a lo divino, esta comunidad de Vida nos hace amigos de Dios. El hombre nuevo se revela en ese trato amistoso: por la fe “Dios se revela inmediatamente en el alma como aquel que la habla[6]. Y el amor, la caridad nos adhiere a la vida de Dios, en cuya posesión nos gozamos; y abraza con generosa totalidad a todos los que poseen la misma vida.

Este abrazo de caridad es eterno, no pasa jamás; pero durante el tránsito por el mundo está velado por oscuridades e imperfecciones. El cristiano espera aún la Redención perfecta, la manifestación de toda la gloria de los hijos de Dios: una inmersión plena en la vida de Dios, con la definitiva redención del cuerpo. “Ahora vemos por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara..., conoceré como soy conocido[7]. “Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es[8].
El Espíritu que nos consumará en la vida está ya en nosotros. El Consolador nos ilumina y estimula en nuestra peregrinación. Tenemos el germen de la gloria futura [Misterio de la Gracia].

Y entrarnos en el Misterio de la Iglesia. Que no es más que el Misterio de la Gracia, la vida en el Espíritu de Cristo, desarrollándose en una gran Comunidad Plena y Una. Doquiera que en la tierra haya vida verdadera[9], hay una vida creadora. La vida se enciende al contacto con la vida. Tiene por ley de esencia el afán de expansión, de nueva formación, de crecimiento, conservando siempre su unidad orgánica. Siempre en crecimiento y siempre fiel a sí misma, esto es la vida. Así también la vida del Resucitado en la tierra, si es que sea vida verdadera, debe mostrarse como vida de una unidad orgánica infinitamente fecunda, de una comunidad con bríos de creación. Esta nueva vida no puede hallarse en lo individual y aislado, sino tan sólo en la vida pujante de una grande y santa comunidad.
Los que viven la vida de Cristo constituyen una familia. El renacer (por el Bautismo) es precisamente una inserción en el gran Cuerpo, vivificado por el espíritu de Cristo. In uno Spiritu omnes nos in unum corpus baptizati sumus[10]. La vida de Cristo se vive solamente en su Iglesia. En esta gran familia todo nos viene por Cristo, todo lo tenemos en Cristo, lo es todo Cristo. Todo lo que hay de grato al Padre, todo lo que es efusión amorosa del Padre se cifra en su Hijo. Nosotros, en cuanto nos agregarnos y nos fundimos en una sola cosa con el Hijo.
Cristo es la cabeza: el miembro más noble, en el que habita la plenitud de la Divinidad[11], el primogénito de los muertos, que tiene la primacía sobre todas las cosas[12]. Es la fuente de todo influjo vital en el cuerpo: no hay gracia que no nos venga por Cristo. Sólo por El va creciendo y perfeccionándose el Cuerpo.
Tanta es la identificación con Cristo, que, uniendo Cuerpo y Cabeza, se puede decir—lo dice San Pablo—: la Iglesia es Cristo. No somos nada sino en Cristo. Y Cristo actúa su misión redentora y glorificadora en nosotros: venimos a ser el complemento y la plenitud de Cristo[13]. Christus totus, Corpus et Caput” (San Agustín): Cabeza y Cuerpo: Cristo total.
Esta gran plenitud está muy por encima de ser una simple sociedad unida por relaciones jurídicas de obediencia a una autoridad y subordinación a un fin; no es comunidad como suma de individuos, como resultado armónico de opiniones particulares, sino comunidad como ser, como una unidad suprapersonal anterior a cada individuo y necesaria para que éste pase a ser miembro de la comunidad[14]. Cristo y nosotros constituimos en un sentido profundamente vital una Persona. Jesús siente en nosotros como en cosa suya. Es emocionante la escena en el camino de Damasco. Saulo, que no había conocido a Jesús, persigue a los fieles. Postrado en tierra oye que le dicen: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesús, a quien tú persigues”[15]. Comentario genial de San Agustín: “Calcato pede, clamat Caput”. Pisado el pie, dama la cabeza.
Esta unidad suprapersonal es fruto del Amor. “El que se adhiere al Señor, es un espíritu con Él[16]. Cristo cabeza nos da su mismo Espíritu. El Espíritu de Cristo es el único principio interno de vida y unidad en todo el cuerpo: “un solo cuerpo y un solo espíritu[17]. Es el alma de la Iglesia.
El alma reduce a la unidad la diversidad de órganos que integran el cuerpo. Ella actúa en la variedad de sus operaciones, que confluyen armónicamente al perfeccionamiento del todo.
El Espíritu hace surgir en la Iglesia una floración de solicitud mutua: y para ello reparte sus dones y carismas en órganos jerárquicos y no jerárquicos; suscita instrumentos ocasionales, para enseñanza, estímulo... El Espíritu excita la vitalidad orgánica del Cuerpo según las circunstancias de cada tiempo. En la Iglesia primitiva, para imponer al Cristianismo como fuerza divina completamente nueva contra el ambiente pagano, el Espíritu se desbordó en los fieles con una plenitud arrolladora; incontenible. Los cristianos sentían la audacia y la alegría tempestuosa de verse movidos por el Espíritu. A medida de la donación de Cristo recibían para la mutua edificación muy diversos dones: de lenguas, de profecía, de milagros...
San Pablo no se cansa de avisar: “Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu... Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere. Porque así como siendo el cuerpo uno tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo [Cristo-Iglesia]. Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres, hemos bebido del mismo Espíritu. Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos... Los miembros son muchos, pero uno solo el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: no tengo necesidad de ti... Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios, y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor honor... [Así lo dispuso Dios] a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros. De esta suerte, si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan. Pues vosotros sois el Cuerpo de Cristo...”[18]
El Espíritu de Cristo anima un Cuerpo visible. Cristo organiza una sociedad perfecta y universal; con una determinada estructura jurídica, externa y jerárquica, conforme a la condición de los hombres. Con una cabeza visible, vicaria de El: Pedro y sus sucesores.
Y esa sociedad recibe la misión de Cristo a la faz de los hombres, como la había recibido Él del Padre. “Como me envió mi Padre, así os envío Yo[19]. Es la misma misión de Cristo, son los mismos poderes. La Iglesia seguirá actuando a los ojos de los hombres la vida de contacto con Dios, la misión del Señor. Los tres grandes oficios y poderes de Cristo (Maestro, Rey, Sacerdote) se continúan en los tres grandes poderes, que son el eje de la constitución orgánica de la Iglesia: Poder de Magisterio, Poder de Jurisdicción y Poder de Santificación o Sacerdotal. Su finalidad es la gloria de Dios, la vida sobrenatural de los hombres: cuya consumación será la Visión beatífica en los cielos. Por eso tales poderes no tendrán continuidad y eficacia a lo largo de los siglo siglos sino es por un influjo permanente de Cristo (“Yo estaré con vosotros siempre...”), por su Espíritu. La acción del Espíritu se inserta en la acción jerárquica y visible. La gracia del Espíritu responde a medios visibles (los Sacramentos).
La Iglesia no se lanzó al mundo hasta que recibió el Espíritu prometido por su Fundador. Desde el día de Pentecostés el Espíritu es el conductor, el animador, el iluminador de la Iglesia y de cada uno de sus miembros. Es el principio y la garantía de su unidad externa e interna: de la unidad-caridad en Cristo, que fué la gran petición de Jesús al Padre en la Ultima Cena.
Esta unidad en Cristo florece en Santidad, que es unión con la Vida Trinitaria por Cristo; en Apostolicidad, que es pervivencia real de la organización inmediata de Cristo; en Catolicidad, que es la unidad en la plenitud, Cristo asimilándose todos los pueblos y culturas, sin dividirse, sin perder nada de su fuerza...
Unidad en Cristo, que se ha de entender a la luz de la ecuación Iglesia-Cristo, del Cristo total. Todo lo que es la Iglesia lo es en Cristo y por Cristo. Por tanto la Iglesia no es simplemente la continuadora de la obra de Cristo. La Iglesia es Cristo. Cuando se dice que los sacerdotes son alter Christus, no se olvide que esta frase equivale en fuerza a son Cristo. Jesús no es “una noticia sorprendente, sublime de los tiempos pretéritos”. Por medio de la Iglesia Cristo Jesús viene a ser un poder inmediato del presente... La Iglesia Católica no tan solo confiesa a Cristo Jesús, sino que le tiene y le abraza en sus misterios. Sabe que está verdadera y realmente unida con Él, que es carne de su carne, espíritu de su espíritu, su plenitud, su cuerpo... Nos hallamos… ante la manifestación constante de la vida del Cristo resucitado. Si con fe y amor me sumerjo en esta vida, siento la fuerza de Cristo como la sintió la hemorroisa al tocar la fimbria de su túnica, como la sintió Tomás al poner su dedo en la Haga del Resucitado. El Jesús de ayer se trueca para mí en el Cristo de hoy. Cada una de sus palabras, hace siglos pronunciadas, irrumpe en el momento que vivo y se hace espíritu y vida. Por esto la Iglesia Católica, mediante su vida que continuamente brota de Jesús, suprime en Jesús el tiempo y en sus palabras las letras. Ella es la vida pujante del Resucitado, del Cristo que se desarrolla en la historia; es la plenitud de Cristo[20].
Sencillamente. Todo lo que sea unión vital con el Padre únicamente Cristo lo puede hacer: en Él está toda la vida. Toda la eficacia interna de la labor de la Iglesia en todos los siglos y en todos los pueblos es obra inmediata y exclusiva de Cristo por su Espíritu. Pero Cristo se presentó entre los hombres lleno de gracia y simpatía, atrayéndolos con el encanto de su mirada, la dulzura de sus palabras, la bondad palpable de sus milagros. Cristo acercaba a los hombres con el milagro de su presencia visible; y una vez junto a Sí, su gracia obraba los milagros invisibles del alma.
Ahora esa acción social, externa y visible de Cristo la realiza su Iglesia. No sólo los sacerdotes: toda la Comunidad, impulsada por los sacerdotes, ha de revestir el atractivo externo de Cristo. El espectáculo de su unidad, resultado del dominio de la caridad en todas las manifestaciones de la vida, es el gran medio apostólico indicado por Jesús para hacer sentir a los de dentro y a los de fuera la presencia y la legitimidad de la misión de Cristo.Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a estos como Tú Me amaste[21].
Ya se comprende cuán profunda verdad tienen las expresiones que suelen aplicarse a los sacerdotes, y deben aplicarse también a toda la Comunidad Eclesiástica: le prestan, son las manos, los pies, los ojos, la boca de Cristo.
Y no hay metáfora de ningún género en aquello de San Agustín: “No es Pedro, no es Pablo el que bautiza, el que predica; Cristo bautiza, Cristo predica.”
Y aquí está toda la grandeza del Misterio de la Iglesia. En estos momentos, cuando ya hace veinte siglos que Cristo desapareció del escenario humano, sigue siendo Cristo en el mundo el único glorificador del Padre, el único que aplaca, el único que ora; toda la acción de los hombres sería inútil sin la presencia íntima de Cristo. Pero Cristo necesita de la comunidad de fieles de este siglo XX: Lo está haciendo para ellos, con ellos, por medio de ellos. Cabeza y Cuerpo. Cristo total es quien bautiza y predica. La Iglesia es Cristo total. Unidad de vida.



[1] San Bernardo.
[2] Jn. XVII, 26; Oración de Jesús al Padre en la Ultima Cena.
[3] Rom., VIII, 16.
[4] Rom, VIII, 15; Gal., 1, 6.
[5] II Ped. I, 14.
[6] Scheeben: Las Maravillas de la Gracia Divina. Desclée, Buenos Aires, 1945.
[7] 1 Cor., 13, 12.
[8] I Jn. III, 2.
[9] Karl Adam: Cristo nuestro hermano. Herder, 1940, páginas 182-83.
[10] I Cor. XII, 13.
[11] Col., I, 19.
[12] Col., I, 18.
[13] Ef. I, 23.
[14] Karl Adam, op. cit.
[15] Hech. IX, 4-5.
[16] I Cor. VI, 17.
[17] Ef. IV, 4.
[18] I Cor. XII, 4-31.
[19] Jn. XX, 21.
[20] Karl Adam, op. cit. págs. 184-185.
[21] Jn. XVII, 23. Oración Sacerdotal de Jesús.