lunes, 15 de julio de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Palabras preliminares

PALABRAS PRELIMINARES

Turpis est omnis pars universo suo non congruens. [Toda parte no proporcionada a su todo es deforme] señala San Agustín en el capítulo III de sus Confesiones[1]. El cristiano se degrada, pues, y enflaquece a medida que disminuye su unión con la iglesia, universo y medio vital de todo fiel. "Ser miembro, dice Pascal, es no tener vida, ni ser, ni movimiento, sino por el espíritu del cuerpo y para el cuerpo."

§ No hay cristianismo individual; y la fe que justifica se funda en un objeto propuesto a todos por la Madre común de los bautizados. Ya sea misteriosamente infusa en el alma del niño, ya sea el triunfo de la gracia en una voluntad de adulto, la fe incorpora a ambos a la Iglesia tan necesariamente como los hace hijos de Dios.

§ Muchos heterodoxos se complacen en concebir la Iglesia como una invisible sociedad de espíritus. Concepción aparentemente mística, pero romántica en realidad; pues de esa vaga colectividad de las almas excluye toda jerarquía, toda economía sacramental, todo magisterio doctrinal. Y aun cuando introducen en esa concepción de la Iglesia un elemento jerárquico o sacramental, más o menos incompleto, según los grados de su buena fe, todavía se dejan guiar por el sentimiento; empequeñecen el misterio.
La verdadera noción de la Iglesia requiere una jerarquía y una unidad visibles, y todos los medios visibles de la gracia: sólo ella excluye el sentimentalismo. Si esa noción exige todo lo sensible, es para que el orden sea total. La Iglesia, así concebida, abarca todo el misterio.


§ La apologética, la arqueología cristiana, la sociología misma encuentran en el misterio de la Iglesia el principio de sus más felices soluciones o de sus más hermosos descubrimientos. El sentido de lo real y la inspiración sólo les pueden ser asegurados por la noción siempre presente de la Iglesia. "Mihi vero archiva Jesus Christus", [Mis documentos y mi archivo: Jesucristo][2], decía San Ignacio de Antioquía; también la Iglesia es nuestro archivo, y por la misma razón.
Además, es merced al influjo del misterio de la Iglesia que esas ciencias pueden abrir a nuestro corazón un tesoro tan rico de emociones sagradas. ¿Puédese, acaso, comparar el más delicado placer de los arqueólogos con la suavidad del aroma que trascienden los textos y los monumentos de la Liturgia, o los de las épocas de persecución? Si las luchas doctrinales de los Padres, los debates de los Concilios, la gesta épica de los grandes Papas traen al alma una emoción más profunda que la de la simple realidad histórica, es porque en todo eso respira la Iglesia divina.

§ La Teología especulativa es una ciencia propiamente sagrada, precisamente porque sus principios son suministrados y fijados por la Fe, es decir, por la Iglesia. También se puede decir que es una ciencia sagrada por destinación, pues sus conclusiones preparan y apresuran la hora de las nuevas decisiones dogmáticas. Sus conclusiones son la materia anticipada de esas decisiones, materia que la Iglesia transforma en pura luz revelada, haciéndola objeto de fe divina.
Incomparables son las alegrías y la energía vital que esa ciencia nos proporciona; porque la Teología es la iluminación bautismal hecha consciente y creciente. Pero la medida de ese progreso es nuestra unión con la Iglesia. El simple fiel que comienza a vivir de la oración de la Iglesia, adquiere un seguro instinto de ortodoxia y siente que su necesidad de penetrar las doctrinas de la fe aumenta de día en día. El religioso, que por su estado da testimonio de la nota de santidad de la Iglesia, habita en una atmósfera de doctrina de la cual ya no puede salir. El Obispo, el hombre de la Iglesia por excelencia, es también por excelencia y de pleno derecho, el Teólogo.

§ Hay mucha gente que cuando piensa en la Iglesia sólo ve en ella una institución divina a la que hay que defender, o una restauración social que hay que efectuar con la ayuda del Evangelio. Sus alegrías de creyente, y aun su misma conversión, parecen prevenir de este hallazgo, a saber: que la iglesia es una causa defendible ante la razón y ante la historia, y que es una institución susceptible de adaptarse a todos los estados sociales. Confusión que distrae el alma de la verdadera fuente de su vida y la libra a un empobrecimiento paulatino.
En realidad, la apologética (científica o social) no es más que una preparación o una defensa. No es la vida de la Iglesia, ni la vida del alma; la vida de la Iglesia es la vida misma de Cristo; la vida del alma es la gracia santificante. El abastecimiento de esas dos ciudades se lleva a cabo interiormente y desde arriba.
La apologética es una incursión feliz en tiempo de sitio. Desembaraza, explora y ampara los contornos de la ciudad, pero no hace entrar en ella. En cuanto el acto de fe es comparable a un argumento, la apologética puede proponer sus premisas: la conclusión de ese argumento, desde que ella conduce hacia un objeto sobrenatural, y es emitida con el valor esencialmente sobrenatural que la hace saludable, tiene un contenido más amplio que las premisas; se coloca y nos coloca en otro orden: el orden del misterio; y en otro mundo: el mundo de la vida divina. Luego, no es la apologética quien engendra esa vida en nosotros[3].
Pero la apologética puede ser el vehículo de gracias actuales muy valiosas y estrechamente ordenadas a la vida de la Iglesia y del alma: honor bastante para ella.

§ Vayamos, pues, a la Iglesia por razones eternas y divinas.

Conozcamos y amemos a la Iglesia en la idea misma en que Dios la ha querido, la conoce y la ama. Esa idea sólo a Dios pertenece; no es un producto de nuestra razón ni un postulado de nuestra naturaleza: es sobrenatural. Y aunque podamos gustar su hermosura y su riqueza, no alcanzaremos su hondura, pues encierra un misterio.
Si bien es cierto, en un sentido general, que cuanto más luz tenemos más crece ante nosotros el misterio, no es, sin embargo, la comprobación de nuestros límites lo que ha de conducirnos al misterio de la Iglesia, sino la luz de Dios. De ahí que, e inversamente, cuanto más nos adhiramos a ese misterio, tanto más crecerá la luz.

§ Misterios, en lenguaje católico, son aquellos objetos de la Fe considerados no sólo como enunciados incomprensibles, sino también, y sobre todo, como hechos divinos. Es decir, que consideramos los misterios: 1º en su realidad concreta y original: la Trinidad, en la vida íntima de Dios; la Encarnación, en la Anunciación y el Nacimiento; la Redención, en la Cruz; el Infierno, en la eternidad del fuego y del castigo; 2°, en su virtud siempre operante: así, para comenzar en sentido inverso, el Infierno temido como fin último es un móvil sobrenaturalmente eficaz; todo, en la Iglesia, se hace en el nombre y por la virtud de la Trinidad; la Encarnación y la Redención se renuevan incesantemente y de mil modos.
Como hechos divinos, los misterios tienen un valor de ejemplares; como hechos operantes, tienen una eficacia infinita; es en ese doble aspecto que la Liturgia desarrolla la serie de los misterios: de ellos reconstituye o evoca la realidad original, de ellos aplica y actualiza la virtud inagotable.
Nada menos hay que buscar en el misterio de la Iglesia: es un misterio ejemplar, un misterio tipo; y es un misterio operante.



[1] Conf., III, 8.
[2] Philadelph., VIII, 2.
[3] Véase Logic and Faith, en Our reasonable service, por el P. V. Mac Nabb, O. P., Londres, 1912.