sábado, 10 de agosto de 2013

Las Lágrimas en la Escritura, por E. Hello. XIV (Final)

La Negación de San Pedro. G. Doré
XIV
LAGRIMAS EN LOS CIMIENTOS DE LA IGLESIA

Comenzó a bañarle los pies con sus lágrimas.
(Lucas, cap. VII, vers. 38).


¿Qué decir de Magdalena? Sus lágrimas se han vuelto tan ilustres que forman un todo con su persona, identificadas a su recuerdo e inmortalizadas en su gloria.
Magdalena y sus lágrimas no pueden separarse en la memoria de los hombres. Magdalena y sus lágrimas están unidas en la lengua terrestre. En el cielo no llora. Pero las lágrimas vertidas la han introducido en el lugar que ahora ocupa. ¿Quién sobre la tierra puede imaginarse a Magdalena de manera distinta que llorando? El arte ha consagrado sus lágrimas con todas las consagraciones de que dispone. La Pintura y la Escultura se colocan para verla llorar en el ángulo conveniente. Estudian su arrepentimiento, y el llanto que vierte forma parte del patrimonio del género humano. Inspirado por el recuerdo de Magdalena, Canova supo hacer llorar al mármol, se ha vuelto patético en favor de Magdalena.
Y como si los hombres no hubieran sido dignos de verlas correr, esas lágrimas de Magdalena fueron ofrecidas como espectáculo al desierto. Vertió ante los hombres, es cierto, algunas lágrimas que la historia recogió y que el género humano contempló. Pero pronto fué al desierto y allí corrieron esos torrentes de llanto que permanecieron secretos para los hombres.

San Pedro ofrece algo muy particular: Muestra la debilidad y la fuerza, las lágrimas y la piedra incrustadas en su persona y en su nombre.
El, la roca, él, la fuerza sobre la cual se apoya la Iglesia contra la cual las puertas del Infierno no prevalecerán. El misterio tiene lágrimas en su historia, ¡y cuántas lágrimas, y qué lágrimas!
¡Aquel cuyo nombre debe significar la fuerza, él, el invencible representante de la Iglesia invencible; él, en quien están condensadas tantas soberanas energías, él, que es Pedro, y sobre esta piedra Jesucristo ha edificado su Iglesia, él, él, Pedro!
Llora, llora amargamente. El canto del gallo le advierte que ha negado a su Maestro, que lo ha negado por miedo a una criada; y esta debilidad, las lágrimas, sublime confesión de la debilidad arrepentida, van a salir a torrentes... Y Pedro es Pedro, San Pedro para siempre, y las llaves están en sus manos, que deben atar y desatar.
¡Cuántas lágrimas, cuántas lágrimas en los cimientos de la Iglesia! ¡Cómo debieron de ser las lágrimas de Pedro! Es la roca que se partía.
¡Cuántos esfuerzos parecen realizar la fuerza y la debilidad para unirse en el nombre de Pedro y en su arrepentimiento!
Se expresa una por medio de la roca, la otra por medio de las lágrimas.
En el instante en que negó a su maestro, Pedro se calentaba. Me impresiona mucho encontrar en el Evangelio una circunstancia que parece indiferente al centro del drama. Estoy seguro, por anticipado, de que es particularmente interesante. A veces me siento confundido, ignoró la naturaleza de está importancia.
En ese momento terrible Pedro se calentaba. Lejos estoy de reprochárselo. Tenía tal vez mil razones para calentarse. Pero el cuidado que tiene el Evangelio en señalar este detalle le da no sé qué singular aspecto. Pedro se calentaba. Calefaciens se. Esta palabra: se, da a su manera de calentarse en ese momento solemne no sé qué inmortalidad extraña.
San Juan nos dice que Pedro se calentaba: Erat autem Simon Petrus stans et calefaciens se. (Simón Pedro estaba de pie, calentándose). Y San Marcos, al hablarnos de una de las sirvientas del Gran Sacerdote, agrega: Et cum vidisset Petrum calefacientem se. (Y cuando hubo visto a Pedro calentándose).
Y un instante antes San Marcos acababa de decir:
"Algunos empezaron a escupirle (a Jesucristo) y tapándole la cara dábanle golpes. Le decían adivino y los sirvientes lo agobiaban a bofetadas."
El mismo relato nos advierte instantes después que San Pedro se calentaba. Había subido al Tabor y negado a Cristo. ¿Acaso hay que asombrarse? En absoluto. El que conoce al hombre no se asombra de la historia humana. El que hizo al hombre se asombra menos aún; y ha dado el gobierno a aquel que había negado, porque después había llorado.
Sólo es grande aquel a quien Dios habla y en el momento en que le habla.
El canto del gallo despertó en San Pedro el grito de la conciencia. El canto del gallo, que no parece tener ninguna aparente relación con la negación o el arrepentimiento, es impresionante y extraño como todas las circunstancias referidas por el Evangelio sin explicación. ¿Tal vez el canto del gallo que indica el fin de la noche, simboliza por lo mismo el arrepentimiento? En todo caso olvida la fuente de las lágrimas; y las lágrimas rompieron la piedra de la roca. Y vino Jesucristo; algo más tarde, a decir a aquel que había llorado:
"Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos...".
Es interesante comprobar que San Marcos insiste mucho en las faltas de San Pedro. No lo disculpa nunca, lo hace responsable con gran insistencia.
Ahora bien, ¿qué explicación puede darse?; pues hay una explicación.
He aquí el hecho:
San Marcos era particularmente el amigo y el discípulo de San Pedro. Lo acompañó a menudo. Estaba imbuido de su espíritu y penetrado por sus sentimientos. He aquí por qué insiste tanto sobre sus faltas. Debido a que participa él mismo de ellas. El arrepentimiento de San Pedro estaba a menudo ante los ojos de San Marcos. Tanto le había hablado San Pedro de sus faltas, que San Marcos ya no podía olvidarlas. San Pedro había hecho de él el historiador de su debilidad.
Las lágrimas de San Pedro, tan profundas, tan célebres, esas lágrimas históricas son el patrimonio de la humanidad, y pertenecen a los archivos y a los cimientos de la Iglesia.
¿Podemos hablar de las lágrimas sin hablar de Santa Mónica? Hay recuerdos que se imponen. Recuerdo: palabra singular cuando se trata de una persona histórica que los siglos separan de nosotros. Y sin embargo, me parece que la palabra se puede aplicar aquí. Parecería que Santa Mónica es para nosotros un recuerdo personal. Sus lágrimas nos permiten acercarnos a ella, sentirla. Sus lágrimas, victoriosas sobre los siglos, la hacen contemporánea de todos los grandes deseos. Su marido Patricio era pagano. No olvidemos que murió siendo cristiano. La gloria que está próxima a él no debe ocultarlo en absoluto.
En cuanto a su hijo, es inútil nombrarlo. Es Agustín tan inseparable de Santa Mónica que casi se podría desafiar a la memoria humana a pensar en ella sin pensar en él. La memoria humana es fecunda en caprichos; pero el lazo que une a Agustín y a Mónica es más fuerte que las fantasías de la imaginación. Estos dos nombres están de tal modo unidos que el hombre no puede ya separarlos. ¿Por qué? Porque el edificio de su unión está cimentado en las lágrimas. Si hubiera otra cosa en los cimientos, podríamos tal vez separarlos en nuestro espíritu. Pero cuando son lágrimas las que unen los siglos y las fantasías, todo cae y pasa, y la unión dura para siempre. Santa Mónica está grabada en el recuerdo de los hombres por las lágrimas que derramó sobre Agustín infiel. He aquí por qué es inconmovible este recuerdo que venció a la fragilidad de la historia.
Nada más común que la maternidad. Pero la de Mónica no se parece a las otras. Tiene una plenitud que la hace singular.
No se contenta con ser madre por la sangre: es madre por el agua y por el espíritu. Las lágrimas constituyen un alumbramiento particular, prolongado, enorme, y que corresponde a la grandeza de aquel que había de dar a luz. Pedía la conversión de Agustín. Pero no es Agustín sólo convertido; se vuelve San Agustín. No recibe sólo la luz necesaria para su salvación individual; se transforma en aquel por medio del cual Dios salva a los otros. Se transforma en la antorcha que ilumina a los pueblos y a los siglos. Y cuando leemos el comentario de San Agustín sobre San Juan, contemplamos el templo edificado con las lágrimas de Santa Mónica.
Duró esto diecisiete años, y ¡cuántos ataques puede realizar el desaliento durante diecisiete años! ¡Cuánto tiempo para asaltar al alma! ¡Y qué fácil es para la pobre alma flaquear, caer desde las grandes lágrimas, fuertes, fecundas, y terminar en el llanto del desaliento!
Santa Mónica supo no caer. Peregrina de Dios, fué un día al encuentro de San Ambrosio para encomendar a San Agustín a sus oraciones.
"Id en paz" le dijo el Obispo; "es imposible que perezca el hijo de lágrimas tan grandes."
Observad qué impresión había causado Mónica a San Ambrosio. No dijo él: "es imposible que perezca el hijo de una mujer tal", sino "el hijo de lágrimas tan grandes."
Filius tantarum lacrymarum. Estas palabras son mucho más hermosas en latín. San Ambrosio no llama a Agustín el hijo de Mónica, sino el hijo de las lágrimas de Mónica.
Mónica, en esta frase augusta es reemplazada por las lágrimas. La primera maternidad, la de la sangre, desaparece bajo la segunda. El hijo de Mónica corrió hacia la muerte; pero el hijo de las lágrimas de Mónica recorrerá triunfante los caminos de la vida.
Las lágrimas y el deseo forman un todo entre si, y un todo con la sangre.
Y si estas grandes lágrimas produjeron la luz en San Agustín, la luz que ven los pueblos y los siglos, ¿quién sabe qué produjeron en la propia Santa Mónica? ¿Santa Mónica sería la misma Santa Mónica si esas lágrimas, madres de San Agustín, no hubieran vertido en la propia Santa Mónica, el abismo que el cielo ve, el abismo que el cielo colma?
En los lugares célebres, en los lugares honrados por alguna gran gracia, en los lugares en que el contacto del cielo y de la tierra parece, no diré menos misterioso, pero sí menos oculto, menos clandestino, más sensible y más patético, hay a menudo una montaña y a menudo un manantial. El manantial que en el orden natural atrae la mirada e invita al silencio, atrae a la otra mirada, y atrae al otro silencio cuando está honrada por gracias de otro orden, que hacen a la mirada más interior y al silencio más serio, más profundo, más sustancial.
¿No se parece acaso la montaña al desierto? ¿No se parece acaso el manantial a las lágrimas?
El que asciende tiene sed. La montaña habla de liberación, pues aleja los horizontes; la prisión se hace más amplia, las paredes retroceden. Así actúa el deseo.

El manantial, abierto en el corazón de la tierra, tal vez en el corazón del deseo o en el corazón de la roca, ¿no se parece acaso a las lágrimas que salen de lo profundo del hombre cuando se abre el centro y cuando se siente el hombre criatura en relación con el cielo, con la tierra, criatura temblorosa, con mil estremecimientos al pie de las montañas y al borde de los abismos?