sábado, 30 de noviembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Cuarta Parte: Escatología, cap. II

¿QUE DICE LA SAGRADA ESCRITURA DEL ANTICRISTO?

I

El vocablo Anticristo pertenece exclusivamente a San Juan, quien lo usa tan sólo en sus Epístolas (I Juan II, 18, 19, 22; IV, 3, y II Juan 7), tomándolo a veces en plural y haciéndolo proceder "de entre nosotros'', en lo cual coincide con lo que San Pablo llama apostasía (II Tes. II, 5) y "misterio de iniquidad" (ibid. II, 7). También lo llama San Pablo "hombre de pecado" (ibid. II, 5) y "aquel inicuo" (ibid. II, 8). De ahí que se discuta si será una persona singular o un fenómeno colectivo. Aun en este menos probable caso parecería une siempre habrá alguien que obre como cabeza de ese movimiento.
Algunos identifican al Anticristo con la Bestia del Apocalipsis, o sea, "la bestia del mar, que tenía siete cabezas, y diez cuernos y sobre los cuernos diez diademas, y sobre las cabezas nombres de blasfemia" (Apoc. XIII, 1 ss.). Pero será más bien "la bestia de la tierra" o el "falso profeta" (Apoc. XIII, 11-18). La unión de elementos tan contrarios en las dos bestias significa que las tendencias más opuestas se reunirán para destruir el Reino de Dios. Compárese este capítulo 13 del Apocalipsis con la Profecía de Daniel sobre las cuatro bestias (Daniel cap. VII). En Daniel salen todas las bestias del mar, y entre todas tienen también siete cabezas[1], igual a la bestia del Apocalipsis. Además le sale a la cuarta bestia daniélica un pequeño cuerno que se hace grande. En este pequeño cuerno ven los Padres una figura del Anticristo o a ése mismo.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VI (III de IV)

Comunicación del gobierno.

Por la palabra es llamada la nueva humanidad a la vida; por los sacramentos la recibe; y así, por el magisterio y el ministerio es formado y animado el nuevo hombre. La comunicación divina está acabada en él; Jesucristo, el Hijo de Dios, que es el Verbo de Dios y la sustancia de Dios, se ha dado enteramente a la nueva criatura, y ésta le está asociada en las profundidades de su ser.
Pero ¿a quién va a pertenecer en adelante? ¿Qué autoridad extenderá sobre ella su cetro? ¿A quién se dirigirá su obediencia en esta vida nueva de que está totalmente llena y cuya expansión va a llenar el mundo?
¿No es evidente que pertenece a aquel que le da el ser, y que Jesucristo es su rey?
Él mismo pertenece a su Padre porque nace de Él sin desigualdad en la eternidad, y porque nace de Él en su humanidad en el tiempo. Como hemos dicho anteriormente, el que es igual al Padre y pertenece al Padre en la igualdad de la majestad y de la soberanía divinas, le pertenece también en la inferioridad y en la obediencia total y absoluta de la humanidad de que se revistió. Cristo, Hijo de Dios, pertenece a Dios, que es su cabeza: siendo cabeza de la Iglesia, ésta, que es su obra, debe pertenecerle. «Pide, le dice su Padre, y te daré las naciones en herencia» (Sal II, 8). En la cruz hizo esta petición, y las naciones le fueron dadas en la hora misma de su sacrificio. Él va posesionándose, poco  a poco de ellas a medida que van oyendo su palabra y recibiendo la nueva vida; y porque le pertenecen, ejerce sobre ellas su autoridad.
Pero, así como en el cuerpo del episcopado y en la jerarquía sacerdotal asocia la Iglesia a la predicación de la palabra y a la santificación del hombre dándole participación en el magisterio y en el ministerio, así es preciso que también en la continuación del misterio le dé participación en su soberanía. Como madre de sus hijos que nacen por obra de Él y a través de ella, debe compartir, en maternal solicitud, los trabajos de su gobierno. Y así los obispos, como asociados en todo a Jesucristo, gobiernan con Él y debajo de Él a la Iglesia universal.
Mas, como hemos dicho antes, al hablar del magisterio de ellos, Jesucristo, su cabeza, se hizo visible al frente de ellos en un vicario que lo representa plenamente. Este vicario no cesa de ejercer en nombre de Él la plena y suprema autoridad que es propia de la cabeza. Jesucristo le dijo: «Apacienta mis rebaños, apacienta mis ovejas» (Jn XXI, 15-17); y, por Él, el colegio de los obispos ve siempre donde está la autoridad y donde se muestra perpetuamente la cabeza divina, Jesucristo, hecho perpetuamente visible en su órgano.
Este vicario, en la plenitud del poder de aquel cuyo lugar ocupa aquí abajo, es, con Él, un solo y universal monarca de la nueva ciudad santa, y ejerce en ella un poder independiente, soberano y absoluto por su esencia misma y por la prerrogativa de la soberanía de Jesucristo.
La Iglesia es una sociedad perfecta: nada debe faltar a la plenitud de su vida. La autoridad que hay en ella debe, por tanto, satisfacer todas las necesidades sociales del nuevo pueblo[1].
Para ello es plenamente suficiente esta autoridad, y ningún poder terrestre está llamado a introducirse en la Iglesia para suplir las ausencias o las deficiencias del poder que es propio de ella[2].
Este poder comprende, por tanto, en primer lugar, el poder legislativo. A la la autoridad de Jesucristo ejercida por su vicario corresponde prescribir para toda la Iglesia en forma de ley permanente todo lo que dicha autoridad juzga útil para el bien de los pueblos.

jueves, 28 de noviembre de 2013

La restauración de Israel, por Ramos García (I de XIII)

   Nota del Blog: Sinceramente esperamos que después de la publicación deste extenso e interesantísimo artículo cesarán de una vez por todas aquellas afirmaciones completamente falsas que hablan de una condena indiscriminada de toda clase de Milenarismo. Decimos esto porque el presente trabajo, escrito después del decreto del ´44 (de hecho el autor lo cita), da como una opinión perfectamente válida y posible, no sólo un reinado de Cristo presente durante el Milenio, sino lo que es más llamativo todavía, de una presencia visible. Si bien el autor tiene una teoría particular al respecto, no por eso condena la otra postura.
   Tanto el autor como la Revista en que fué publicado son reconocidos por su ortodoxia e integrismo. En la Revista Estudios Bíblicos escribían los principales exégetas españoles de los años 40 y 50: Bover (conocido antimilenarista), Nacar, Enciso, Muñoz Iglesias, Orbiso Teófilo, Turrado, Gonzalez Ruiz, Peinador, etc. etc.

La restauración de Israel

(Act. I, 4-8)

Autor: José Ramos García, C.M.F.

Fuente: Estudios Bíblicos, volumen VIII, año 1949, pp 75 ss.


INTRODUCCIÓN

Se Precisa el asunto de este estudio

Hay un pasaje en los Hechos de los Apóstoles que contiene las últimas recomendaciones del Señor a sus discípulos. Suena así en nuestra Vulgata: Et convescens, præcepit eis ab Jerosolymis ne discederent, sed exspectarent promissionem Patris, quam audistis (inquit) per os meum: quia Joannes quidem baptizavit aqua, vos autem baptizabimini Spiritu Sancto non post multos hos dies. Igitur qui convenerant, interrogabant eum, dicentes: Domine, si in tempore hoc restitues regnum Israël? (gr. τῷ Isr.) Dixit autem eis: Non est vestrum nosse tempora vel momenta quæ Pater posuit in sua potestate: sed accipietis virtutem supervenientis Spiritus Sancti in vos, et eritis mihi testes in Jerusalem, et in omni Judæa, et Samaria, et usque ad ultimum terræ. (Act., I, 4-8; cf. III, 20.21).
El texto, que nos hemos propuesto iluminar, es de suma importancia, entre otras razones, porque en él se contienen las postreras palabras del Señor—Domini verba suprema (Bover)—, y en ellas se le promete por última vez a la Iglesia la efusión del Espíritu Santo, que el Señor le cumplió diez días después en el Pentecostés Apostólico (Act. cap. II). Al reiterarse años adelante un fenómeno parecido en casa del centurión Cornelio, a Pedro se le acuerdan con viveza entrambas cosas, la promesa y su cumplimiento: Cum autem cœpissem loqui, cecidit Spiritus Sanctus super eos, sicut et in nos in initio. Recordatus sum autem verbi Domini, sicut dicebat: Joannes quidem baptizavit aqua, vos autem baptizabimini Spiritu Sancto (Act. XI, 15.16; cf. Mt. XIII, 11 y par.).
Sin quitar nada de su valor a estas razones, para nosotros la importancia capital del texto está en su carácter preeminentemente programático, por contenerse en él el programa evangélico de Cristo y el programa personal de los Apóstoles, antes de ser iluminados por el Espíritu Santo. Ese programa personal viene indicado en aquella sugestiva pregunta, hecha al Señor, que se les va: Domine, si in tempore hoc restitues regnum Israel? La restitución del reino a Israel, o sea la restauración e independencia nacional, y aun la hegemonía de Israel sobre los demás pueblos, ¿no es eso lo que les había de traer el Mesías? Eso es, por lo menos, lo que aguardaban de de él sus Apóstoles (Act. I, 6).
Pregúntase, pues: El programa evangélico del Maestro y el que le insinúan los discípulos, ¿son necesaria e irreductiblemente antagónicos o habrán de correr parejas algún día? He ahí el asunto que me propongo esclarecer, por la trascendencia exegética que en sí lleva.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Las LXX Semanas de Daniel, V. Las Diversas Teorías (II de II)

II Parte

Ahora precisamos pasar a la tercera opinión, que creemos ser la verdadera.

La tercera solución nos parece, por lejos, la más convincente. Lo que los autores pasan generalmente por alto es el hecho de que esta profecía es una profecía judía y que, por lo tanto, la Iglesia no interviene en ella para nada. Daniel leía sobre la liberación de Israel, pidió por ella a Dios, y el Ángel le contestó su pregunta.
Las palabras del v. 24 son claras: las 70 Semanas de años están determinadas “para tu pueblo y para tu Ciudad Santa” ¿A qué viene traer a colación la Iglesia? ¿Qué tiene que ver la Iglesia con Jerusalén y el pueblo de Israel? ¿Hasta cuándo seguiremos confundiendo ambos pueblos? (sit venia verbo).

Escuchemos a Caballero Sánchez[1]:

Baste por ahora hacer resaltar un rasgo del texto ordinariamente preterido. Las 70 Semanas son recortadas sobre Jerusalén y el pueblo judío en orden a los bienes mesiánicos.
Trátase de Israel en marcha hacia la plenitud mesiánica, razón de su ser y objeto de todas sus aspiraciones. Sobre este Israel fecundado por la savia divina del olivo cuyas ramas naturales él constituye, Dios recorta las 70 semanas de años. Estos tiempos no son puras relaciones abstractas destinadas a medir cualquier sucesión terrestre. Son tiempos concretos esencialmente judíos, y no judíos de cualquier modo, sino en cuanto Jerusalén e Israel caminan bajo el influjo de la gracia hacia la plena realización de la secular promesa. La razón es obvia. Dios recorta esos tiempos en la vida del pueblo judío, en cuanto éste de veras vive dentro de la corriente mesiánica, esto es, progresa, sostenido por la gracia, hacia el fin de su vocación...”.

“… Luego, como se ve, relativamente a las promesas del v. 24, estamos en  presencia de dos sistemas de interpretación exclusivos el uno del otro: cosas judías del tiempo de los Macabeos, dicen aquéllos; cosas cristianas realizadas por Jesús en la Iglesia, dicen éstos.
Aquéllos ven la necesidad de aplicar estos anuncios a Jerusalén y al pueblo judío como tales.
Daniel, en efecto, está pensando en la ciudad santa y en los judíos dispersos. Este es el objeto de su ardiente súplica: perdón por la ciudad asolada, perdón por el pueblo prevaricador y castigado. Tal es la oración que Dios escucha y a la cual responde con palabra de misericordia.
Por eso el texto del v. 24 contiene las expresiones terminantes: «sobre tu pueblo y tu ciudad santa»; expresiones que sería ridículo entender metafóricamente.
Por consiguiente, son cosas judías las que anuncia el arcángel a Daniel. El Profeta ve necesariamente con luz de Dios todos los bienes prometidos como incorporados en lontananza a Jerusalén y a Israel. La gran prevaricación o apostasía es crimen nacional judío que ve el profeta definitivamente contrarrestado por Dios. Los múltiples pecados son los pecados de los judíos que desaparecen para siempre por misericordia de Dios de la escena de la historia. Las deudas perdonadas fueron deudas contraídas por el pueblo judío para con la vindicta divina y quedan del todo remitidas por la generosidad del ofendido acreedor. Asimismo la justicia sempiterna, don incomparable del amor de Dios, la reciben el pueblo judío y la ciudad santa, como corona de inmortalidad…”.
“… no hay, pues, escapatoria: los bienes del v. 24, según el sentido natural del texto y del contexto, son necesariamente cosas judías.

martes, 26 de noviembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Cuarta Parte: Escatología, cap. I

ESCATOLOGÍA

LOS CINCO MISTERIOS DE SAN PABLO

El P. Sales hace notar que el Apóstol usa la palabra "misterio" a menudo acompañada de la expresión "no quiero que ignoréis", cuando quiere dar una enseñanza de gran importancia. Se destacan así, en la enseñanza e San Pablo, cinco misterios principales, que podemos llamar: 1) Mysterium sapientiae: 2) Mysterium iniquitatis; 3) Mysterium Ecclesiae; 4) Mysterium resurrectionis et vitae; 5) Mysterium salvationis Israel.


I

El primero es el que se llama de la sabiduría de Dios, que se predica "en misterio" (I Cor. II, 7), presentando las cosas espirituales para los hombres espirituales (ibid. 13), de modo que no pueda percibirlas el hombre simplemente razonable o "psíquico" (ibid. 14) en tanto que, a los espirituales, el Espíritu Santo les hace penetrar "aún las profundidades de Dios" (ibid. 10). Por eso no entienden la Sabiduría los sabios según la razón, sino los pequeños. Es el mismo misterio que revela Jesús al decir gozoso a su Padre que lo alaba porque ocultó a aquéllos estas cosas que reveló a los pequeños (Luc. 10, 21).


II

El misterio de iniquidad (II Tes. II, 7), que culminará en el Anticristo y su triunfo sobre todos los que no aceptan aquel misterio de la sabiduría, y "ya está operando" desde el principio, en forma de cizaña mezclada con el trigo, a causa del dominio adquirido por Satanás sobre Adán, y mantenido sobre todos sus descendientes que no aprovechan plenamente la redención de Cristo. Es, no sólo el gran misterio de la existencia del pecado y del mal en el mundo, no obstante la omnipotente bondad de Dios, sino principalmente, y en particular, el misterio de la apostasía (II Tes. II, 3) con el triunfo del Anticristo sobre los santos (Apoc. XIII, 7), con la mengua de la fe en la tierra (Luc. XVIII, 8) y, en una palabra, con la aparente victoria del Diablo y aparente derrota del Redentor por la apostasía que nos rodea hasta que Él venga a juzgar el mundo y triunfar gloriosamente en los misterios más adelante señalados para el fin.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Las LXX Semanas de Daniel, IV. Las Diversas Teorías (I de II)

I Parte

A fin de poder continuar con nuestro estudio, y a pesar que por lo dicho ya se puede ver o por lo menos intuir nuestra posición, nos parece que lo mejor será hacer un breve repaso por las diversas interpretaciones que se le han dado a esta profecía, para poder pasar luego al análisis de las mismas. Creemos que de esta forma se apreciarán mejor nuestros argumentos.
Con respecto a las interpretaciones que los exégetas le han dado a esta dificilísima profecía, lo mejor será dejar hablar a Mons. Straubinger, que en su comentario al versículo 27 trae esta larga nota[1]:

“Las interpretaciones se dividen en tres grupos: la tradicional, la moderna y la escatológica, la cual también pretende fundarse en la tradición.

1) Del grupo moderno, que ve el fin histórico de esta profecía cumplida ya en la época de los Macabeos (cf. nota v. 26, final), tomamos como ejemplo la interpretación de Nácar-Colunga, que dice: “Queda una semana que va desde la muerte de Onías hasta la de Antíoco (164). Esta semana será de persecución, la cual el intérprete (el ángel) divide en dos mitades, por la supresión del sacrificio perpetuo, realizada por Antíoco IV en 168 y que duró tres años. La salud Mesiánica vendrá después, pero tampoco inmediatamente después, como acaece en los demás profetas. El número de años de cada grupo no se ajusta matemáticamente a los años de la historia, pero téngase en cuenta que Daniel es un profeta, no un historiador, y aún en estos últimos cabrían tales aproximaciones (véase Jer. XXV, 11 s.; XXIX, 10)”.

2) Los defensores de la interpretación tradicional dicen: por la muerte de Cristo se consumará el pacto con muchos, no con todos, pues no todos van a convertirse inmediatamente a la doctrina de Cristo. Y cesarán los sacrificios, lo que significa que el culto del Antiguo Testamento será sustituído por el verdadero sacrificio expiatorio de Cristo. El Templo será destruido y profanado. Las palabras abominación desoladora (Vulgata: abominación de la desolación) se refieren, según los intérpretes antiguos, al ídolo de Júpiter que erigió Antíoco Epífanes (cfr. I Mac. I, 57) o a la imagen del César con que Pilato profanó el Templo o a una profanación semejante”.

martes, 19 de noviembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Tercera Parte: El Misterio del Hijo, cap. VII

ORAR CON CRISTO

I

Al considerar las características de la piedad cristiana hemos de recordar en primer término que no oramos solos, ni como individuos aislados, ni sólo como representantes de una comunidad o de un pueblo, sino como miembros de un Cuerpo Místico, cuya cabeza es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. "Per Christum Dominum nostrum" -por Jesucristo, nuestro Señor- elevamos nuestras oraciones a Dios, y en esto se distingue fundamentalmente la oración cristiana de las preces formuladas por los adeptos de otras religiones.
No es nuestro "yo" el que da valor a la oración, sino la unión del "yo" humano con el divino Mediador, que se hizo sustituto nuestro ante el Padre. Por eso dice El mismo, según San Juan XV, 5: "Sin Mí nada podéis hacer"; y San Pablo agrega que el que nos anima y capacita para pronunciar el nombre del divino Sustituto es el Espíritu Santo, quien es a la vez el glorificador de Jesús (cf. Juan XVI, 14): "Nadie puede decir que Jesús es el Señor sino por el Espíritu Santo" (I Cor. XII, 5). Es pues, por Jesucristo y su Santo Espíritu, que dirigimos nuestras oraciones al Padre, como el mismo Apóstol lo expresa en la Carta a los Romanos: "No sabemos qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo; el mismo Espíritu hace nuestras peticiones con gemidos que son inexplicables" (Rom. VIII, 26).
Es ésta una gran luz para los flacos en la fe y en la confianza, que no creen en la eficacia de la oración o se creen incapaces de orar sin distracción. ¡Cristo y el Espíritu Santo nos ayudan! Y sus acentos dan gracia a nuestro balbuceo ante el Padre. Todo al revés del mezquino concepto que tal vez nos hemos formado de la parte divina en nuestros actos de piedad, como si Dios, después de la creación del mundo, se hubiese entregado a la pasividad, para que la actividad humana se manifieste sin trabas. En realidad es la oración tanto más perfecta cuanto más parte tiene en ella Dios y menos el hombre.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VI (II de IV)

Comunicación del ministerio.

Pero, como hemos dicho antes, Jesucristo no es únicamente maestro. Llevando en Sí mismo todos los tesoros de la divinidad que tiene recibidos de su Padre, a todos los que han recibido el primer don de su palabra y que han creído en Él les confiere el don  de ser hijos de Dios (Jn I, 12) y de participar de la naturaleza divina (II Pe. I, 4).
Así la obra de la santificación sigue a la predicación de la verdad, y la Iglesia, que primeramente cree en Él, es decir, que recibe la palabra, a cambio de su fe entra en  esa comunicación divina de la nueva vida que es la vida eterna, y del nuevo ser, que es una participación misteriosa del ser divino.
Y no solamente Jesucristo opera en su Iglesia esta obra inefable, sino que a la misma Iglesia la asocia en esta operación misma y le da el obrar juntamente con Él la salvación de sus miembros.
Este poder, distinto del magisterio, se llama el ministerio, ministerium[1].
Aquí es donde principalmente aparece el carácter sacerdotal de Jesucristo en él mismo y en el orden de los jerarcas que asocia a esta misión.
Para entenderlo bien consideremos que todo el género humano está en el pecado y en la muerte, y que no puede elevarse a la santidad sin que intervenga la expiación, es decir, la oblación del sacrificio (Heb. IX, 22). En la cruz y en su muerte llevó Jesucristo en Sí mismo a toda su Iglesia, justificándola e incorporándosela a la vez, para hacerla vivir de su vida (Jn. XII, 32). Él dijo de su inmolación: «Por ellos me consagro yo mismo» (Jn. XVII, 19); es decir, Él mismo, en esta calidad de cabeza de la nueva humanidad que Él tomó, y en nombre de la Iglesia entera que está en Él, obtiene para esta Iglesia la gracia y la santificación por el mérito del sacrificio.
Jesucristo, que se mostró como maestro en la tierra, aparece pues, en la continuación del misterio como santificador.
Y como confió a la iglesia el depósito de la doctrina, va a confiarle también el depósito del poder santificador en los sacramentos que instituye en ella, y que son los signos y los canales por los que se comunica su único sacrificio y se extiende su virtud sobre todos los hombres.
Detengámonos a considerar la economía de este orden de maravillas.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Elías, por E. Hello

Elias: expectans expecto te.



Nota del Blog: Tomado del hermoso librito "Fisonomía de Santos".

En aquel tiempo, la tierra prometida, la tierra hacia la cual marchó Moisés y que fué dada a Josué, estaba dividida en dos reinos. Israel adoraba el becerro de oro, adoraba a Baal; Achab y Jezabel habían designado a ochocientos cincuenta sacerdotes para ofrecer sacrificios al demonio adorado por los simonianos. Entonces Elías, armado con su espíritu, con su espíritu de celo, con su espíritu de gloria, con su espíritu vengador de la Unidad divina, fué a Achab. "¡Viva el Señor Dios de Israel! —dijo el profeta al idólatra—; desde ahora no caerá una gota de lluvia ni una gota de rocío sobre la tierra, sino por orden mía".
Y se fué al desierto, donde, por orden divina, los cuervos le alimentaron; al desierto, como Juan Bautista, y bebía el agua del torrente.
Y el cielo era como de bronce, y la tierra desecada. Aquella maldición fulminada por Elías en el espíritu y majestad del Señor, había suprimido las naturales relaciones entre los elementos: algo como un entredicho pesaba sobre la creación.
Y el torrente donde Elías bebía se secó como los otros torrentes, y el profeta sintió el peso de su propia palabra.
Dios le mandó a Sarepta, avisándole que allí una viuda se encargaría de sustentarle. Encontró a la viuda, que recogía leña y sólo tenía un poco de harina en su casa. La mujer dijo a Elías: "He aquí lo que me queda para mi hijo y para mí. Después nos moriremos de hambre". Elías respondió: "Hazme una torta con tu harina; luego harás otra para tu hijo y para ti, y hasta que vuelva la lluvia, ni tu harina ni tu aceite disminuirán".
Entonces ocurrió una cosa imprevista: el hijo de la viuda murió. La mujer colmó de reproches a Elías, y Elías elevó aquellos reproches a Dios. "Dame a tu hijo, —dijo a la mujer—. La mujer se lo dió, Elías lo puso sobre su lecho, y su oración familiar y llena de audacia resonó al través de los siglos como un grito de desesperación y de esperanza. —"¡Señor, —gritaba Elías— Señor, esta viuda me da el sustento, y Vos matáis a su hijo siendo yo su huésped!" — y se echó tres veces sobre el niño, y gritó diciendo: —"¡Señor, Dios mío, os lo suplico, os lo suplico! ¡Que la vida vuelva a las entrañas de esta criatura!" — y la vida volvió. Elías dijo a la mujer: — "He aquí a tu hijo que está vivo"; — y la mujer respondió: — "Sois verdaderamente el hombre de Dios"—. Esta es la primera resurrección que la historia menciona. La muerte fué invencible hasta aquel día.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VI (I de IV)

VI

TRIPLE PODER CONFERIDO A LA JERARQUÍA

Antes de seguir adelante y de hacer objeto de una contemplación particular y de un estudio más profundo a cada una de las jerarquías cuya existencia en el misterio único de Cristo y de la Iglesia hemos indicado a grandes rasgos, debemos detenernos todavía a considerar cuál es el objeto propio y esencial del poder que constituye estas jerarquías, o, si se quiere, cuál es la acción vital difundida en ellas y que las anima.
Veremos que el poder que hay en la Iglesia es, por su esencia, poder doctrinal, poder santificante y poder de gobierno.
En segundo lugar deberemos considerar este poder en los sujetos que son depositarios de él; reconoceremos en ellos potencias y actos que se corresponden armoniosamente y, puesto que Dios no se arrepiente de sus obras (Rom. XI, 29), trataremos de la estabilidad de estas potencias superpuestas que constituyen, en cada uno de los grados jerárquicos, lo que hoy día se llama el orden y la jurisdicción en sus diversas extensiones.
Estos importantes preliminares merecen toda nuestra atención; en ellos recogeremos grandes y misteriosas enseñanzas.

jueves, 14 de noviembre de 2013

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. VI, III Parte.

La encíclica habla de los no-miembros que tienen un vero y sincero deseo, aunque meramente implícito, de entrar en la Iglesia, diciendo que están en una situación “en el que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna” (in quo de sempiterna cuiusque salute escurrí esse non possunt). Muchas de las traducciones publicadas de la Mystici Corporis Christi emplean la expresión “en el cual no pueden estar ciertos de su salvación”[1]. Esta terminología es tanto inexacta como seriamente engañosa. En nuestra lengua “seguro” (sure) es uno de los sinónimos de la palabra “cierto” (certain). Definitivamente, el Santo Padre, al negar que los que están dentro de la Iglesia sólo por un deseo implícito[2] están “securi” de su propia salvación, no quiso decir que los miembros de la vera Iglesia puedan estar ciertos de estar predestinados por Dios a la gloria del cielo.
De hecho, el Concilio de Trento, en su famoso Decreto sobre la Justificación, nos advirtió solemnemente sobre este tema:

“Nadie, tampoco, mientras vive en esta mortalidad, debe hasta tal punto presumir del oculto misterio de la divina predestinación, que asiente como cierto hallarse indudablemente en el número de los predestinados, como si fuera verdad que el justificado o no puede pecar más o, si pecare, debe prometerse arrepentimiento cierto. En efecto, a no ser por revelación especial, no puede saberse a quiénes haya Dios elegido para sí[3].

Una cosa es la certeza de la salvación. La Iglesia, a través del Concilio de Trento, nos ha dicho que ésta sólo se puede tener por medio de una revelación especial hecha por Dios mismo. Pero otra cosa es la seguridad en la línea de la salvación eterna. Este es un favor del que pueden gozar los hombres como miembros de la Iglesia, y sólo desta forma. Tal es la enseñanza de Pío XII en la Mystici Corporis Christi.
Tal seguridad, por su propia natura, está disponible sólo para aquellos hombres que están en posición de gozar y utilizar los diversos auxilios para la obtención de la vida eterna que Dios ofrece a los hombres en Su reino sobrenatural o ecclesia. De hecho, la mayor parte de la Mystici Corporis Christi está dedicada a la enumeración y descripción destos factores que dan seguridad en el camino de la salvación al hombre que tiene el privilegio de ser miembro de la vera Iglesia de Jesucristo. A la luz de la enseñanza desta encíclica, las ventajas que están disponibles sólo para los miembros de la Iglesia Católica, y que son tales como para ofrecer al hombre una genuina seguridad de su propia salvación, pueden resumirse en término de los lazos externos de unidad con Nuestro Señor en su ecclesia. Los factores del llamado “lazo externo” son, de hecho, las cualidades por las cuales únicamente el hombre pasa a ser miembro de la Iglesia Católica.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Tercera Parte: El Misterio del Hijo, cap. VI

LO QUE JESUS DA Y PROMETE

I

Lo que Jesús da y promete no son tales o cuales cosas, sino sus propias cosas, todo lo que El es y lo que El tiene, lo que El mismo recibió por la amable voluntad de su Padre. Y nótese que el Padre se lo da todo absolutamente y desde toda la eternidad, junto con el Ser divino: "todas las cosas me han sido dadas por mi Padre" (Luc. X, 22). De ahí que San Pablo diga que todas las cosas son nuestras, y nosotros de Cristo, y Cristo de Dios (I Cor. III, 22-25), es decir, del Padre que se las sometió todas (I Cor. XV, 28) y que también lo hace vivir de su propia vida (Juan VI, 57); que le da el tener vida en Sí mismo (Juan V, 26), y su Espíritu sin medida; que lo ama y pone todo en su mano (Juan V, 54-55) y le muestra todo lo que hace (Juan V, 20); que le da toda potestad en el cielo y en la tierra (Mat. XXVIII, 18), el poder de resucitar (Juan V, 21), y el poder de juzgar (Juan V, 27), y le ofrece en herencia las naciones (Sal. II, 8), y sobre ellas una dominación eterna y un reino que no tendrá fin (Dan. VII, 14), y el trono de David su padre (Luc. I, 32).
Pues bien, apenas Jesús ha recibido todo eso de su Padre, nos lo da todo, si así le creemos. Le dice al Padre que la gloria recibida de El nos la ha dado a nosotros (Juan XVII, 22) y que quiere para nosotros eternamente la misma gloria que El recibió antes de todos los siglos (Juan XVII, 24); nos promete la realeza como su Padre se la dió a El (Luc. XXII, 29) y sentarnos a su mesa en su reino (Luc. XXII, 30), después de transformar nuestro vil cuerpo, haciéndolo como el Suyo glorioso (Filip. III, 20-21). A los Apóstoles les promete doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mat. XIX, 28); a los demás el compartir su trono y dominar a las naciones (Apoc. III, 21; Apoc. II, 26) y ciudades (Luc. XIX, 15-19), y aún que juzgarán a los ángeles, según lo revela San Pablo (I Cor. VI, 3).

lunes, 11 de noviembre de 2013

El Discurso Parusíaco VIII: Respuesta de Jesucristo, III.

El análisis de esta sección del Discurso podrá parecer un tanto seco, pero es preciso hacerlo a fin de poder comprender el método de los Evangelistas a la hora de redactar sus Evangelios.
Sobre la exégesis de esta sección del discurso nos remitimos a lo que ya dijimos AQUI (ver la segunda parte “Quinto Sello”).
Agregamos algunas notas lingüísticas que pueden ser de alguna utilidad para la exégesis.


Mateo XXIV

9 "Entonces os entregarán a la tribulación y os matarán y seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre.
13 Mas el que perseverare hasta el fin, ése será salvo.
14 Y esta Buena Nueva del Reino será proclamada en el mundo entero, en testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin.


Mateo X

17 Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y os azotarán en sus sinagogas,
18 y por causa de Mí seréis llevados ante gobernadores y reyes, en testimonio para ellos y para las naciones.
19 Más cuando os entregaren, no os preocupéis de cómo o qué hablaréis. Lo que habéis de decir os será dado en aquella misma hora.
20 Porque no sois vosotros los que hablaréis, sino que el Espíritu de vuestro Padre es quien hablará por medio de vosotros
21. Entregará hermano a hermano a la muerte y padre a hijo; y se levantarán hijos  contra padres y los harán condenar a muerte.
22. Y seréis odiados de todos a causa de mi nombre; pero el que perseverare hasta el fin, ése será salvo.


Marcos XIII

9 Mirad por vosotros mismos; porque os entregarán a los sanedrines, y seréis flagelados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes, a causa de Mí, para dar testimonio ante ellos.
10 Y es necesario primero que a todas las naciones sea proclamada la Buena Nueva.
11 Más cuando os lleven para entregaros, no os afanéis anticipadamente por lo que diréis; sino decid lo que en aquel momento os será inspirado; porque no sois vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo.
12 y entregará hermano a hermano a la muerte y padre a hijo; y se levantarán hijos contra padres y los harán condenar a muerte.
13 Y seréis odiados de todos a causa de mi nombre; pero el que perseverare  hasta el fin, ese será salvo.


Lucas XXI

12 "Pero antes de todo esto, os prenderán; os perseguirán, os entregarán a las sinagogas y a las cárceles, os llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi nombre;
13 esto os servirá para testimonio.
14 Tened, pues, resuelto, en vuestros corazones no pensar antes cómo habéis de hablar en vuestra defensa,
15 porque Yo os daré boca y sabiduría a la cual ninguno de vuestros adversarios podrá resistir o contradecir.
16 Seréis entregados aún por padres y hermanos y parientes y amigos; y harán condenar a muerte a algunos de entre vosotros,
17 y seréis odiados de todos a causa de mi nombre.
18 Pero ni un cabello de vuestra cabeza se perderá.
19 En vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.


Lucas XII

11. Cuando os llevaren ante las sinagogas, los magistrados, y las autoridades, no os preocupéis de cómo y qué diréis para defenderos o qué hablaréis.
12. Porque el Espíritu Santo os enseñará en el momento mismo lo que habrá que decir".

domingo, 10 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. V (II de II)

Por el Espíritu Santo.

Pero no entenderíamos en toda su plenitud el sacramento de esta comunión, es decir, esta admirable unidad de la Iglesia y de Jesucristo extendido en ella, si esta unidad misma no nos llevara a contemplar el misterio que la consuma y remata su divina economía.
Esta unidad de la Iglesia, secuela y participación de la unidad inviolable del Padre y del Hijo, «coherente con los misterios celestiales» de la sociedad divina, está, como esta eterna sociedad y por ella, sellada y consumada por la presencia del Espíritu Santo. Detengámonos y descubramos, en cuanto nos lo permita nuestra flaqueza, algo de las leyes y como de las necesidades divinas de estas nuevas maravillas.
El Espíritu procede del amor mutuo del Padre y del Hijo: es el fruto sustancial de este amor. Ahora bien, este Hijo que habita el seno del Padre por su origen (Jn I, 18), saliendo de este santuario por su misión (Jn VIII, 42), vino a la Iglesia, se la unió y vive en ella (Ef. V, 25-30). El Padre amará, por tanto, con el mismo amor, como abarca con una sola mirada, a su Hijo y a la Iglesia, cuya cabeza es este Hijo: «Tú los has amado, dice nuestro Señor, como me has amado a mí» (Jn. XVII, 23, según una variante). Ahora bien, «tú me has amado» desde toda la eternidad y «antes de la creación del mundo» (Jn. VII, 24); este amor eterno es el que estará en ellos: «que el amor con que me has amado esté en ellos», porque “Yo estoy en ellos» (Jn XVII, 26), para ser digno objeto del mismo y para amarte, a mi vez, en ellos; será, en efecto, preciso que la Iglesia, que vive toda por el Hijo, tome la persona del Hijo para amar al Padre. Y así ese amor inmenso y eterno que va del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, por una extensión inefable abraza a la Iglesia misma[1].
Así el Espíritu Santo, que procede de este amor en el misterio de su origen eterno, procede al exterior, por decirlo así, viene a la Iglesia y la penetra mediante una misión que es consecuencia de la misión del Hijo, como su origen eterno es consecuencia de la generación eterna del Padre[2].

viernes, 8 de noviembre de 2013

Castellani y el Apocalipsis, II. La llave de David (I de II)


La llave de David

Vamos a comenzar la sección con un caso que, creemos, tiene importantes consecuencias.
Al comentar uno de los dos títulos de Jesucristo en la sexta Iglesia, la de Filadelfia, nos parece que Castellani comete un serio error.
Por ahora dejaremos de lado el análisis de las épocas a las cuales se refieren cada una de ellas y nos centraremos sólo en un aspecto de la sexta.

El texto en cuestión es el siguiente[1]:

Esto es lo que dice el que es Santo
El que es veraz
El que tiene la llave de David
El que abre y nadie cierra
El que cierra y nadie abre.

Estas son las palabras de Nuestro Señor. Castellani trae este escueto comentario (énfasis nuestros; pag. 65):

Jesucristo invoca aquí no solamente su conocimiento y veracidad profetal (“la llave de David”) sino también su poder discriminatorio: las llaves de Pedro han vuelto a sus manos”.

martes, 5 de noviembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Tercera Parte: El Misterio del Hijo, cap. V

CRECER EN EL CONOCIMIENTO DE CRISTO

I

Es en Cristo en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento. Así nos enseña San Pablo en Col. II, 3. ¡Están escondidos! Pues, como dice el mismo Apóstol en otro lugar, la sabiduría de Dios se predica “en el misterio" (I Cor. II, 7). ¡Y pensar que hay hombres que miran a Cristo como un tema cualquiera de investigación! Como si El necesitase someterse de nuevo al interrogatorio de Caifás y Pilato, o fuese un enfermo y nosotros sus médicos. Poco ha, vimos un libro cuyo autor toma a Cristo por un loco, el que sólo gracias a la falta de manicomios en Galilea pudo predicar la "loca idea de un reino de Dios" ¡Y se permite que se impriman tan groseras blasfemias! ¿No se levantarán algún día las mismas máquinas y tipos de la imprenta para matar a tales blasfemos?
Es que no conocen que en Cristo están escondidos todos los tesoros de la sabiduría, y que el hombre es incapaz de reemplazarlos con las lucubraciones de su falaz inteligencia.
Uno puede llegar a ser un erudito en todo lo que es relativo a la Biblia, en todo lo que es extrínseco, pero eso no sacia la sed de aguas vivas. Alguien decía que era como si tuviéramos, cerrado herméticamente, un frasco de exquisitos caramelos y nos preocupásemos, todo el tiempo, del frasco, y de su historia, y de los intentos de los que no supieron abrirlo... pero no llegáramos nunca a comer los caramelos.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. V (I de II)

V

INTEGRIDAD Y UNIDAD INDIVISIBLE DE LA IGLESIA

Misterio de unidad en Cristo.

Acabamos de exponer el misterio de las jerarquías en su noción más general.
Hemos visto en la Iglesia de Jesucristo la magnificencia de los dones que le han sido conferidos. Por su cabeza, Jesucristo, pertenece a la sociedad eterna de Dios y de su Cristo, y por sus miembros, los obispos, forma por debajo de ella las jerarquías particulares cuyas cabezas son estos obispos.
La Iglesia, centro de unidad en este mundo nuevo, es a su vez misterio de unidad[1], que reclama todavía nuestras meditaciones.
La Iglesia es una hasta tal punto, que la pluralidad de las Iglesias y de los fieles no podría alterar el misterio de su unidad[2].
El antiguo Adán, al multiplicarse según la división de las familias, veía formarse otras tantas sociedades distintas por debajo su autoridad paterna suprema.
La ciudad que lo representa, es decir, el Estado o la nación, a su vez no es sino la reunión o la suma de las familias y de los individuos.
Pero la Iglesia, que procede de Jesucristo, como Jesucristo procede de su Padre, la Iglesia, que llama a sí a todos los hombres y los asume en su unidad, como Jesucristo mismo la llama y la asume en sí, la Iglesia no hace de todos los hombres sino un solo todo con este Jesucristo, cuyo cuerpo y plenitud es ella, a fin de que Jesucristo, a su vez, los lleve en sí a la unidad eterna de Dios y de su Hijo. Por tanto, es Jesucristo en la Iglesia el principio y el vínculo de la unidad; siendo indivisible, es dado entero a la Iglesia entera, y la Iglesia lo da entero a cada una de sus partes[3]. Y así, Jesucristo está entero en cada una de las partes de la Iglesia, y la Iglesia está entera en su todo y en cada una de sus partes[4]. Y tal es el misterio de su integridad indivisible, que san Pedro Damiano expresaba con esta sentencia: «Está toda entera en el todo y toda entera en cada parte»[5].

sábado, 2 de noviembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Tercera Parte: El Misterio del Hijo, cap. IV

LA GRATITUD DE JESUS

Para entrar a fondo en el misterio de Jesús conviene mirarlo tal como El se presentó al principio: simplemente como un hombre -el Hijo del hombre—, enviado para buscar la gloria del que lo envió, dando a los hombres noticia de que Dios tiene corazón de Padre, es decir de amor y misericordia. Ya nos revelará El, al final, el complemento de ese mismo misterio, haciéndonos saber, por los Apóstoles del N. T., que El mismo con su Redención nos convirtió, de simples creaturas que éramos, en hijos verdaderos de ese Padre, exactamente lo mismo que El. Y esto bastará para que nuestra gratitud le entregue a ese Bienhechor cada latido de nuestro corazón. Pero al principio, antes que la gratitud hemos de buscar la admiración y simpatía, pues el hombre es más capaz de ser ingrato cuando no admira ni ama.

I

Jesús rebosaba de agradecimiento hacia su Padre, que eternamente le da el Ser de Hijo divino. Quería que nosotros también supiésemos las maravillas de ese Padre, para hacerlo amar por nosotros como El lo ama. Desde luego nos hace saber su característica en tal empresa: “Yo no busco mi gloria” (Juan VIII, 50). Es decir, sólo me interesa que vosotros conozcáis, para admirarlo y amarlo, a Ese que me envió. Por eso no le importa a Jesús cuando lo insultan o desprecian a Él. Lo único que quiere es que presten atención a sus palabras para que puedan comprender esas revelaciones que viene a hacer sobre su Padre, para que podamos creerlas, pues son demasiado admirables y asombrosas para creer que son ciertas si no las escuchamos como niños que todo lo creen a su padre, sin ponerlo en duda ni pretender juzgarlo.
De ahí que, para mostrar de antemano su veracidad y su derecho a ser creído así, por su sola palabra, Jesús hace toda clase de milagros, muestra el cumplimiento de las profecías en El y en su precursor que lo anuncia, e invoca el testimonio visible del Padre en el Bautismo, en el Tabor y en su propia Resurrección que de antemano anuncia, y el testimonio invisible pero interior del Espíritu Santo, el “lumen cordium”, que nos hará comprender que su doctrina es de Dios si la escuchamos dispuestos a aceptarla sin doblez (Juan VII, 17). Si le creemos, nos hará beber de la fuente de aguas vivas (Juan IV, 10), y nos inundará con los ríos de esa agua que brota del corazón de aquel Hombre maravilloso (Juan VII, 58 s.), que habló como nadie habló jamás según confesaron sus propios perseguidores (Juan VII, 46).
Por eso, habiendo dado así previamente esas pruebas de que Dios estaba con Él, Jesús no se preocupaba ya de buscar “testimonios de hombres” para apoyar sus palabras (Juan V, 34), como hacían los escribas y fariseos, sino que hablaba como quien tiene autoridad (Mat. VII, 29). Es decir que enseñaba como Maestro por excelencia, esto es, como uno que sabe más que el discípulo y tiene derecho a ser creído por su sola palabra. Poco a poco va mostrando que El es el Maestro único, la Sabiduría encarnada, hasta que dice claramente que después de El no hay que llamar maestro a nadie más, sino que todos somos hermanos y que sus discípulos han de enseñar a todas las naciones, pero no verdades propias, que son tan mezquinas, sino las mismas cosas que El enseñó (Mat. XXVIII, 20).
Pero esas cosas que El enseñó no eran de El sino de su Padre (Juan XII, 49 s.). Jesús quiere anunciar a su Padre como el Bautista lo anunció a Él, es decir, en forma que el heraldo disminuya para que crezca el anunciado (Juan III, 30). Yo no quiero mi gloria… no busco gloria de hombres... Yo glorifico a mi Padre y vosotros me insultáis (Juan VIII, 49).

viernes, 1 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. IV (II de II)


La Iglesia en el obispo

Por este misterio admirable de las procesiones y de las asunciones en la unidad, que es el fondo de las jerarquías, como hay una circumincesión del Padre y de su Hijo (Jn. XIV, 10), hay igualmente una circumincesión de Jesucristo y de la Iglesia universal (Jn. XIV, 20): «Vosotros estáis en Mí, y Yo en vosotros», lo que hace que  se  diga incluso del vicario de Cristo por ocupar el puesto de la cabeza: «Donde está Pedro, allí está la Iglesia»[1]. Finalmente, hay una circumincesión del obispo y de la Iglesia particular, por lo cual dice San Cipriano: «Debéis comprender que el obispo está en la Iglesia y la Iglesia en el obispo»[2].
¡Qué sublime es este misterio! El Hijo está en el Padre como en su  principio; el Padre está en el Hijo como en su esplendor consustancial. La Iglesia está también en  Cristo como en su principio, y Cristo está en la Iglesia como en su plenitud. Finalmente, la Iglesia particular está también en su obispo como en su principio, y el obispo está en su Iglesia como en su plenitud, su esplendor, irradiación de su sacerdocio su fecundidad.
Por esta razón la Iglesia católica no hace una cosa vana al conservar a algunos obispos los títulos de Iglesias derribadas por los infieles y, al parecer, destruidas sin remisión. Reducidas a no contar actualmente con clero ni con fieles, viven, y subsisten todavía en sus obispos; en la virtud de su episcopado y de su título lleva el obispo multitudes y una jerarquía, como vemos que toda una familia subsiste con sus derechos y sus esperanza en un solo heredero. La antorcha de una Iglesia particular no se ha extinguido en tanto subsiste y está ocupada la cátedra episcopal.
Sin embargo, antes de alejarnos de este tema debemos considerar a la Iglesia particular no sólo en este estado que acabamos de indicar, en el que todas sus fuerzas están como reunidas en germen en la persona del obispo, sino que hay que ver también esta flor de la jerarquía en su plena eclosión.
El obispo tendrá en torno a sí a su  pueblo, fecundidad de su sacerdocio único. Sus fieles han recibido su bautismo, que es el bautismo de Jesucristo, y están sentados a su mesa mística[3].
Sin embargo, faltaría todavía algo a la belleza y a la plenitud de este misterio de la Iglesia particular si el obispo no tuviera en ella cooperadores que formaran la corona de su sede, si obrara él siempre solo y no pudiera comunicar más que el fruto de su sacerdocio, pero no la operación sacerdotal misma.