domingo, 10 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. V (II de II)

Por el Espíritu Santo.

Pero no entenderíamos en toda su plenitud el sacramento de esta comunión, es decir, esta admirable unidad de la Iglesia y de Jesucristo extendido en ella, si esta unidad misma no nos llevara a contemplar el misterio que la consuma y remata su divina economía.
Esta unidad de la Iglesia, secuela y participación de la unidad inviolable del Padre y del Hijo, «coherente con los misterios celestiales» de la sociedad divina, está, como esta eterna sociedad y por ella, sellada y consumada por la presencia del Espíritu Santo. Detengámonos y descubramos, en cuanto nos lo permita nuestra flaqueza, algo de las leyes y como de las necesidades divinas de estas nuevas maravillas.
El Espíritu procede del amor mutuo del Padre y del Hijo: es el fruto sustancial de este amor. Ahora bien, este Hijo que habita el seno del Padre por su origen (Jn I, 18), saliendo de este santuario por su misión (Jn VIII, 42), vino a la Iglesia, se la unió y vive en ella (Ef. V, 25-30). El Padre amará, por tanto, con el mismo amor, como abarca con una sola mirada, a su Hijo y a la Iglesia, cuya cabeza es este Hijo: «Tú los has amado, dice nuestro Señor, como me has amado a mí» (Jn. XVII, 23, según una variante). Ahora bien, «tú me has amado» desde toda la eternidad y «antes de la creación del mundo» (Jn. VII, 24); este amor eterno es el que estará en ellos: «que el amor con que me has amado esté en ellos», porque “Yo estoy en ellos» (Jn XVII, 26), para ser digno objeto del mismo y para amarte, a mi vez, en ellos; será, en efecto, preciso que la Iglesia, que vive toda por el Hijo, tome la persona del Hijo para amar al Padre. Y así ese amor inmenso y eterno que va del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, por una extensión inefable abraza a la Iglesia misma[1].
Así el Espíritu Santo, que procede de este amor en el misterio de su origen eterno, procede al exterior, por decirlo así, viene a la Iglesia y la penetra mediante una misión que es consecuencia de la misión del Hijo, como su origen eterno es consecuencia de la generación eterna del Padre[2].

El Padre y el Hijo, el Padre de Cristo y Cristo, envían, pues, su Espíritu a la Iglesia. El Padre lo envía como autor del Hijo y dando al Hijo ser, con él mismo, principio del Espíritu Santo. «Dios Padre, dice san Pablo, por ser vosotros hijos, envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál. IV, 6); y el Hijo, recibiendo del Padre ser, con el Padre, principio del Espíritu Santo, lo envía también; lo envía en el Padre con una misma misión: «Es, dice, el Espíritu y Yo os enviaré del Padre» (Jn. XV, 26).
La misión del Espíritu Santo es una consecuencia de la misión del Hijo y depende absolutamente de ella, tanto que es una propiedad de la misión del Hijo dar o enviar el Espíritu Santo como es una propiedad del Verbo, en su eterno nacimiento, ser junta-riente con el Padre la fuente eterna de este mismo Espíritu.
El Espíritu Santo viene, pues a la Iglesia: la cubre, la penetra, opera en ella, la ilumina y, volviendo como de rechazo, a su fuente, hace que asciendan de la Iglesia hacia Dios los gritos tiernos y potentes del amor filial: «Abba! ¡Padre!» (Rom VIII, 15; Gál. IV,2) en forma de gemidos de la oración en la vida presente (Rom VIII, 26) o por los transportes de la acción de gracias eterna en la gloria del cielo.
Así el Espíritu Santo vive en la Iglesia: opera en ella con una eficacia todopoderosa las maravillas de su actividad íntima; informa y anima a todos sus órganos (I Cor. XII, 3-11). Pero si viene a la Iglesia y si vive en ella, es porque el Hijo mismo, en esta Iglesia, es amado del Padre y en ella ama al Padre, es porque atrae sobre esta Iglesia, que es su extensión y su plenitud, el amor del Padre y la anima con su propio amor; es porque el misterio del amor del Padre y del Hijo la envuelve y la contiene en una inefable solidaridad.
El Espíritu Santo es  por tanto, en la Iglesia lo que es en el secreto eterno de Dios, y guarda en su misión su propiedad personal, es decir, es el «sello», la «prenda», el «testigo» de la sociedad divina del Padre y del Hijo, sociedad a la que es admitida la Iglesia participando en ella, en Cristo su cabeza (Ef. I, 13-14; IV, 30; II Cor. I, 22; V, 5; Jn. XV, 26; l Cor. II, 10). Así también la presencia activa del Espíritu en la Iglesia es el argumento divino de la presencia del Hijo que vive en ella por la comunicación misteriosa que le hace de sí mismo (Gál. IV, 6; Rom VIII, 16).
Por esto, en la Iglesia no tienen las operaciones del Espíritu otro objeto que las del Hijo, ni viene a ella el Espíritu por su misión, como lo han pretendido ciertos herejes[3], a hacer una obra nueva y diferente de la obra de Cristo. Uno y otro, Cristo y el Espíritu, operan en la Iglesia las maravillas de su vida única, guardando en esta vivificación todopoderosa sus relaciones y sus propiedades. El Espíritu opera en la Iglesia la vida misma de Cristo, y no otra vida sino la de Cristo.
Cristo enseña a la Iglesia toda verdad (Jn XV, 15), pero el Espíritu enseña a su vez todas las cosas (Jn. XIV, 26), tomando de Cristo y anunciando lo que Él ha oído (Jn. XVI, 13-15); sugiriendo a la Iglesia todo lo que ha dicho Cristo mismo (Jn. XIV, 26).
Cristo es la fuente activa de toda gracia y de toda santificación (Jn. I, 14-17; I Cor. I, 30); pero por su Espíritu opera en los sacramentos y comunica esa gracia y esa santidad (Jn. XX, 22-23), que es la unión con él mismo y la participación de él mismo. Cristo opera esta santidad dándose, y el Espíritu la opera con él siendo dado y enviado por él; o más bien Cristo se da en la operación del Espíritu Santo[4], con el sello, el testimonio y la prenda del Espíritu Santo; porque el Espíritu, dice san Basilio, es la marca y el «carácter del Hijo»[5].
Cristo es en la Iglesia la fuente de la autoridad, y los obispos reciben de él su poder, pero es también «el Espíritu quien los ha puesto para regir la Iglesia de Dios» (Act XX, 28).
Así el Espíritu sella y consuma con su cooperación íntima y sustancial toda operación divina de Cristo, y es propiedad suya personal ser como el sello del Hijo, o más bien ser el sello del Hijo y del Padre, dependiendo sin desigualdad del Hijo y del Padre, o pertenecer a su principio sin poder ser separado de él ni en la potencia ni en la operación[6].
El Padre da, pues, al Hijo, en su misión, el enviar el Espíritu Simio, como le da, en su nacimiento eterno, ser, con Él mismo, principio y fuente de este mismo Espíritu.
Pero lo que decimos aquí del don del Espíritu Santo, enviado y dado por Cristo a su Iglesia, debe entenderse de toda la sucesión de nuestras jerarquías. Como el Hijo, recibiendo del Padre ser con el Padre el único principio del Espíritu Santo y siendo luego enviado por el Padre, recibe, en su misión misma, ser, con el Padre, el autor de la misión del Espíritu Santo, así este mismo Jesucristo da, a su vez, a los obispos ser, con Él y por Él asociados a la autoridad divina por la que envía y da al Espíritu Santo. Él les comunica de Sí mismo y de su Padre el poder de dar, por su parte, el Espíritu Santo, es decir, que estando en ellos, lo envía en ellos y por ellos a la Iglesia.
Asociados a la misión y a la operación vivificadora de Cristo, son, en él, fuente y autor del don del Espíritu Santo, no en cuanto subsiste eternamente, sino en cuanto es enviado y dado a la nueva humanidad[7].
Y por el orden mismo de las jerarquías desciende este poder de la Iglesia universal a las Iglesias particulares, en las cuales se verifican los mismos misterios. El obispo, cabeza de una Iglesia particular, en quien está Cristo y en quien está el Padre de Cristo, por el poder divino que deriva sobre él de Cristo, y en virtud de su misión, que es una extensión de la de Cristo, da a su pueblo el Espíritu Santo por los sacramentos y por el misterio de su comunión; y así el Espíritu Santo viene hasta la Iglesia particular. En ella es producido en su misión por el Padre y el Hijo, y por el ministerio del obispo, que recibe del Padre y del Hijo el poder de darlo, y está presente en ella para ser en ella el sello y el vínculo de su unidad, «su paz»[8] y la fuerza de su comunión.
Esto es, a no dudarlo, el resultado de las leyes íntimas e inviolables de nuestras jerarquías. Como en todas estas jerarquías se halla reproducido el tipo de la «sociedad del Padre y de su Hijo Jesucristo» (cf. I Jn I, 3), así también veneramos en ellas la presencia del Espíritu, sello y consumador de esta divina sociedad.
Este aspecto del misterio de nuestras jerarquías hace resaltar todavía más la unidad profunda que hay entre ellas. Como ya lo hemos reconocido, las inferiores subsisten en las superiores y se remontan hacia su centro y su origen, que es la sociedad misma del Padre y de su Cristo, porque esta inefable sociedad las penetra y las abraza en sí misma.
Pero, a su vez y por las leyes del mismo misterio, el Espíritu único que vive y respira en la única sociedad del Padre y del Hijo, derramado por todas las jerarquías las reduce a esta sociedad única. Las penetra para unificarlas en esa unidad suprema en la que son concebidas y fuera de la cual no pueden subsistir. Es, por tanto, por su operación incesante, el alma de la comunión de la Iglesia, en todos sus grados[9].
Así, en el misterio de esta comunión nos aparece la Iglesia en primer lugar completamente reunida en el Hijo; y luego, como resultado de su unión con el Hijo, nos aparece también completamente penetrada y animada por el Espíritu del Hijo[10], a la vez una en el Hijo y una en el Espíritu del Hijo y, para decirlo todo con una sola palabra, asumida con toda verdad en la sociedad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo y participando de toda la Santísima Trinidad[11].


[1] San Agustín, Sermón 34, c. 2, n.° 3; PL 38, 210: “Pues tenemos tan grandes motivos de confianza, amemos a Dios con la ayuda de Dios; sí, puesto que el Espíritu Santo es Dios, amemos a Dios con la ayuda de Dios. Como he dicho, "la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado". Es, por tanto, una consecuencia legítima, puesto que el Espíritu Santo es Dios y no podemos amar a Dios sino por el Espíritu Santo, amamos a Dios con el auxilio de Dios”.

[2] Santo Tomás I, q. 43, a. 5, ad 3: «La misión del Hijo es distinta de la del Espíritu Santo, como la generación del uno es distinta de la procesión del otro... Una misión no va sin la otra, puesto que una persona no se separa en absoluto de la otra».

[3] Montano, Manes, Mahoma, etc.

[4] San Atanasio, Discurso contra los arrianos, l. 3, n.° 25; PG 26, 375: “El Verbo está en el Padre, y el Espíritu, que viene del Verbo, nos es dado; habiéndolo recibido, también nosotros tenemos el Espíritu del Verbo que está en el Padre, y aparece claro que nosotros mismos hemos venido a ser uno por el Espíritu en el Verbo y por el Verbo en el Padre.”

[5] San Basilio (330-379), Contra Eunomio 5; PG 29, 723 y 726: «¿Cómo puede la criatura elevarse a la semejanza de Dios, sino participando de un carácter divino? Ese carácter divino no tiene nada de humano, sino que es una imagen viva y realmente existente de una imagen, y produce verdaderamente esta imagen en todas las cosas, para que éstas sean imágenes de Dios. Imagen de Dios, Cristo, que es la imagen del Dios, invisible, como él lo dice de sí mismo. Imagen del Hijo, el Espíritu... El Espíritu no es, por tanto, una criatura, sino el "carácter" de la santidad de Dios y la fuente de santificación para todos.» Cf. D. Petau, S.I. (1583-1632), De la Trinité, l. 7, c. 7, ed. Vives, París 1865, t. 3, p. 314-319, sobre todo 316-317.

[6] San Basilio, loc. cit.; PG 29, 727 y 730: «EL Espíritu perfecciona todo lo que fue hecho por Dios por mediación del Hijo... No hay absolutamente sino una sola y misma operación de Dios por el Hijo en el Espíritu, y la Trinidad no admite separación.»

[7] Jesucristo había dicho: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn XX, 22). El obispo dice, a su vez: «Recibid el Espíritu Santo», en la ordenación de los obispos, y de los diáconos, y da el Espíritu Santo por la imposición de sus manos en la confirmación.

[8] La palabra mística “paz” significa, en el lenguaje de la antigüedad, la comunión misma con la Iglesia.

[9] San Fulgencio de Ruspe (467-532), A Mónimo, l. 2, n. 11; PL 65, 190: “Esa gracia por la que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, la pedimos para que todos los miembros de la caridad... perseveren en la unidad del cuerpo. Pedimos que esto sea en el don del Espíritu, que es el único Espíritu del Padre y del Hijo.»

[10] Hugo de San Víctor (hacia 1100-1141), De los sacramentos de la fe cristiana, l. 2, p. 2, c. 2; PL 176, 416: «La santa Iglesia es el cuerpo de Cristo, vivificada por su único Espíritu… todos son un solo cuerpo por causa del único Espíritu... Cuando te hiciste cristiano, viniste a ser miembro de Cristo, miembro del cuerpo de Cristo, partícipe del Espíritu de Cristo.”

[11] Bossuet (1627-1704), Lettre 4 a une demoiselle de Mete, n. 7, Oeuvres complétes, ed. Gauthier, 1828, t. 46, p. 18: «En la unidad de la Iglesia aparece la Trinidad en unidad: el Padre, como el principio al que nos unimos; el Hijo, como el medio en que nos unimos; el Espíritu Santo, como el nudo por el que nos unimos; y todo es uno. Amén a Dios, así sea”.