sábado, 16 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VI (I de IV)

VI

TRIPLE PODER CONFERIDO A LA JERARQUÍA

Antes de seguir adelante y de hacer objeto de una contemplación particular y de un estudio más profundo a cada una de las jerarquías cuya existencia en el misterio único de Cristo y de la Iglesia hemos indicado a grandes rasgos, debemos detenernos todavía a considerar cuál es el objeto propio y esencial del poder que constituye estas jerarquías, o, si se quiere, cuál es la acción vital difundida en ellas y que las anima.
Veremos que el poder que hay en la Iglesia es, por su esencia, poder doctrinal, poder santificante y poder de gobierno.
En segundo lugar deberemos considerar este poder en los sujetos que son depositarios de él; reconoceremos en ellos potencias y actos que se corresponden armoniosamente y, puesto que Dios no se arrepiente de sus obras (Rom. XI, 29), trataremos de la estabilidad de estas potencias superpuestas que constituyen, en cada uno de los grados jerárquicos, lo que hoy día se llama el orden y la jurisdicción en sus diversas extensiones.
Estos importantes preliminares merecen toda nuestra atención; en ellos recogeremos grandes y misteriosas enseñanzas.


Poderes de Cristo.

La jerarquía es depositaria de un poder recibido de Dios y que se distribuye en ella para ser ejercido por sus diferentes miembros.
Tal es su esencia y la primera noción que debemos formarnos de ella. Siendo este poder el principio activo que pone en juego todos los órganos, se derrama también del centro a todas las partes, como por otros tantos canales, para aportarles movimiento y vida.
Ahora bien, ¿cuál es, en cuanto a su objeto, la naturaleza de este poder que Dios ha puesto en la Iglesia?, o si se quiere, ¿cuáles son las actividades incesantes que constituyen este poder y la vida de este gran cuerpo en todos sus grados?
Elevemos nuestros pensamientos hasta la fuente misma y entremos una vez más en la contemplación del misterio de Jesucristo que sale de su Padre y lleva en sí mismo toda la vida de su Iglesia.
«Dios es cabeza de Cristo» (I Cor. XI, 3), es decir, Cristo «es de Dios» (Jn. VIII, 42) y recibe de Dios (Jn. XVI, 15). Ahora bien, ¿qué recibe y qué descubrimos primeramente en esa procesión y en ese don que le es conferido?
Verbo eterno de su Padre, es su palabra y su verdad. Ser de Él es recibir de Él; ser por Él su palabra es recibir de Él su palabra.
En esta palabra recibe toda palabra que viene de Dios, porque todas las verdades particulares están contenidas en la verdad única que es Él mismo. Por esto dice a su Padre hablando de su Iglesia: «Las palabras que Tú me has dado se las he dado a ellos» (Jn. XVII, 6), como tratándose de varias palabras; y también: «Han guardado tu palabra» (Jn. XVII, 6), como tratándose de una sola.
Éste es el primer aspecto del don que hace a su Iglesia.
Pero hay que ir más lejos.
Dios es cabeza de Cristo, es decir, Cristo recibe de Dios. Siendo palabra de Dios, ¿puede ser una mera expresión sin realidad de lo que lo produce desde el fondo de su sustancia? Él es esta sustancia misma, «Dios de Dios»[1], todo el ser, toda la vida, toda la santidad, toda la divinidad. Cristo recibe de Dios y da a su Iglesia. Le da en sí mismo el ser, la vida, la participación de Dios. «Como el Padre dispone de la vida, así dio también al Hijo disponer de ella» (Jn. V, 26); y Cristo dice a su vez: «Yo he venido para que tengan vida... y yo les doy la vida eterna» (Jn. X, 10.28). Les da el poder «de llegar a ser hijos de Dios» (Jn. I, 12), ser hechos partícipes de la naturaleza divina» (II Pe. I, 4).
Finalmente, hay un tercer aspecto de estas relaciones entre Dios y su Cristo.
Dios es cabeza de Cristo, es decir, Dios posee a su Cristo, porque su Cristo procede de Él, y Cristo pertenece a Dios (I Cor. III, 23). Le pertenece por el derecho, sin desigualdad, que da a su Padre su nacimiento eterno, y le pertenece también por su nacimiento en el tiempo en su humanidad, que es obra de Dios. Y así esta posesión es, a la vez, la autoridad sin desigualdad que conviene en principio en los misterios divinos, autoridad que es la propiedad misma del Padre; y la prerrogativa de comunicar al Hijo, en la unidad de poder y de majestad, este poder mismo y esta majestad; y en ello vemos también el dominio soberano que tiene sobre la nueva criatura, que es su obra, es decir, su derecho a la obediencia humilde y absoluta del nuevo hombre, que lo recibe todo de él, en Jesucristo, y que le está enteramente sumiso (I Cor. XV, 27-28).
Así, indivisiblemente y en la unidad inviolable de una soda misión, Dios, cabeza de Cristo su Hijo, es para Cristo la fuente de la verdad, la fuente de la subsistencia y de la vida, y lo posee comunicándole todos sus bienes.
Ahora bien, este Cristo que sale del Padre viene a la Iglesia y le aporta todo lo que ha recibido Él y todo lo que es Él en este triple aspecto.

Comunicación del magisterio.

Lo que aparece en primer lugar es que le aporta la palabra (Jn VIII, 26). Cristo viene a enseñar (Mt. VII, 29). Aporta a la Iglesia el testimonio divino, «revela» las cosas de Dios (Jn. I, 18), viene a «dar testimonio de la verdad» (Jn XVIII, 37).
En la continuación del misterio asociará a la Iglesia misma a su ministerio de enseñanza y se lo comunicará en el colegio episcopal. Padre mío, dice, «las palabras que me has dado, se las he dado a ellos» (Jn. XVII, 8); ellos las transmitirán porque, dice todavía: «Ruego también por los que creerán en mí gracias a su palabra» (Jn XVII, 20); y a este mismo colegio dice también: «Id, haced discípulos de todas las naciones» (Mt XXVIII, 19).
Así en la Iglesia, cuya cabeza es Jesucristo, se muestra primero el magisterio o poder doctrinal.
Este poder pertenece a Jesucristo, que lo recibió de su Padre y lo comunica a los obispos y a la jerarquía.
Pero así como Jesucristo no enseña sino lo que le enseñó su Padre (Jn VIII, 28), así a su vez la Iglesia y el colegio de los obispos no enseñan sino lo que les mandó Jesucristo (Mt XXVIII, 20).
Así, la infalibilidad del testimonio divino, privilegio del magisterio de la Iglesia, estará en ella a perpetuidad: porque Jesucristo no cesará de hablar en medio de ella (Mt. XXVIII, 20) y el episcopado no cesará de recibir el testimonio de Jesucristo y de estarle  indivisiblemente unido en la enseñanza de la misma palabra divina.
Pero ¿cómo podemos decir que Jesucristo hablará en la Iglesia? Ha retornado al secreto del seno paterno, y su voz no resuena ya en los oídos de los hombres. Cristo halló el medio, como lo veremos en su lugar, con la institución de un vicario que es su órgano permanente, guardián y predicador infalible de su palabra, y «en torno al  cual[2]» se agrupan todos los obispos, uniéndose a él y recibiendo de él prerrogativa de formar con él y por él un solo y único magisterio de la Iglesia universal.
Los obispos saldrán luego de este colegio para ir a sus Iglesias particulares a llevar la palabra que han recibido; y así el magisterio de Jesucristo, manifestado constantemente en su vicario, se comunicará por grados hasta las últimas jerarquías.




[1] Símbolo de Nicea.
[2] San Ignacio llama a los apóstoles “los que estaban en torno a Pedro”, Carta a los Esmirniotas, 3; PG 5, 709; cf. loc. cit., p. 490. Esta expresión significa entre los griegos la corte del soberano y la dependencia de su séquito.