viernes, 29 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VI (III de IV)

Comunicación del gobierno.

Por la palabra es llamada la nueva humanidad a la vida; por los sacramentos la recibe; y así, por el magisterio y el ministerio es formado y animado el nuevo hombre. La comunicación divina está acabada en él; Jesucristo, el Hijo de Dios, que es el Verbo de Dios y la sustancia de Dios, se ha dado enteramente a la nueva criatura, y ésta le está asociada en las profundidades de su ser.
Pero ¿a quién va a pertenecer en adelante? ¿Qué autoridad extenderá sobre ella su cetro? ¿A quién se dirigirá su obediencia en esta vida nueva de que está totalmente llena y cuya expansión va a llenar el mundo?
¿No es evidente que pertenece a aquel que le da el ser, y que Jesucristo es su rey?
Él mismo pertenece a su Padre porque nace de Él sin desigualdad en la eternidad, y porque nace de Él en su humanidad en el tiempo. Como hemos dicho anteriormente, el que es igual al Padre y pertenece al Padre en la igualdad de la majestad y de la soberanía divinas, le pertenece también en la inferioridad y en la obediencia total y absoluta de la humanidad de que se revistió. Cristo, Hijo de Dios, pertenece a Dios, que es su cabeza: siendo cabeza de la Iglesia, ésta, que es su obra, debe pertenecerle. «Pide, le dice su Padre, y te daré las naciones en herencia» (Sal II, 8). En la cruz hizo esta petición, y las naciones le fueron dadas en la hora misma de su sacrificio. Él va posesionándose, poco  a poco de ellas a medida que van oyendo su palabra y recibiendo la nueva vida; y porque le pertenecen, ejerce sobre ellas su autoridad.
Pero, así como en el cuerpo del episcopado y en la jerarquía sacerdotal asocia la Iglesia a la predicación de la palabra y a la santificación del hombre dándole participación en el magisterio y en el ministerio, así es preciso que también en la continuación del misterio le dé participación en su soberanía. Como madre de sus hijos que nacen por obra de Él y a través de ella, debe compartir, en maternal solicitud, los trabajos de su gobierno. Y así los obispos, como asociados en todo a Jesucristo, gobiernan con Él y debajo de Él a la Iglesia universal.
Mas, como hemos dicho antes, al hablar del magisterio de ellos, Jesucristo, su cabeza, se hizo visible al frente de ellos en un vicario que lo representa plenamente. Este vicario no cesa de ejercer en nombre de Él la plena y suprema autoridad que es propia de la cabeza. Jesucristo le dijo: «Apacienta mis rebaños, apacienta mis ovejas» (Jn XXI, 15-17); y, por Él, el colegio de los obispos ve siempre donde está la autoridad y donde se muestra perpetuamente la cabeza divina, Jesucristo, hecho perpetuamente visible en su órgano.
Este vicario, en la plenitud del poder de aquel cuyo lugar ocupa aquí abajo, es, con Él, un solo y universal monarca de la nueva ciudad santa, y ejerce en ella un poder independiente, soberano y absoluto por su esencia misma y por la prerrogativa de la soberanía de Jesucristo.
La Iglesia es una sociedad perfecta: nada debe faltar a la plenitud de su vida. La autoridad que hay en ella debe, por tanto, satisfacer todas las necesidades sociales del nuevo pueblo[1].
Para ello es plenamente suficiente esta autoridad, y ningún poder terrestre está llamado a introducirse en la Iglesia para suplir las ausencias o las deficiencias del poder que es propio de ella[2].
Este poder comprende, por tanto, en primer lugar, el poder legislativo. A la la autoridad de Jesucristo ejercida por su vicario corresponde prescribir para toda la Iglesia en forma de ley permanente todo lo que dicha autoridad juzga útil para el bien de los pueblos.

Los obispos están asociados a esta única autoridad y formulan, con el vicario de Jesucristo, cánones, es decir, leyes que obligan al universo.
Por lo que hace a sus formas, esta legislación puede, como toda legislación soberana, expresarse en declaraciones solemnes del legislador o establecerse en la costumbre por su voluntad tácita.
En segundo lugar, la autoridad de Jesucristo y de la Iglesia comprende el poder judicial. El papa, en su soberanía absolutamente independiente, y los obispos, en su rango inferior de asociados y de cooperadores, pronuncian sentencias que obligan a las almas.
Finalmente, le es dado también el poder ejecutivo, y todos deben someterse a sus órdenes y sufrir, por tanto, la sanción de sus juicios[3].
No tenemos necesidad de detenernos para mostrar que este poder del imperium, a la vez legislativo, ejecutivo y judicial, desciende de la Iglesia universal a la Iglesia particular por el obispo que la preside, y reside en ella, apropiándose y reduciéndose a las proporciones de un pueblo determinado.
En efecto, el obispo aporta a su Iglesia particular toda la operación de Jesucristo: le da su palabra por su magisterio; la anima con los sacramentos; es el padre de su vida. Como consecuencia necesaria, su Iglesia le pertenece como la Iglesia universal pertenece a Jesucristo; o mejor dicho, por Él esta Iglesia particular entra en la Iglesia universal y pertenece a Jesucristo.
Este imperio dado a la Iglesia por Jesucristo es, como hemos dicho, enteramente independiente de todo lo que se halla fuera de ella: ningún principado terrenal tiene derecho a imponerle leyes o a dictarle órdenes; ningún principado terrenal tiene derecho a ponerle trabas en el ejercicio de su soberanía[4].
Es, por tanto, usurpación manifiesta y herética que los emperadores de Bizancio, los  reyes de Inglaterra, los príncipes alemanes y las repúblicas protestantes pretendan inmiscuirse en el gobierno eclesiástico, hacer o imponer leyes, instituir pastores o deponerlos, reglamentar el culto divino y dar órdenes a la esposa de Jesucristo.
Es usurpación no menos manifiesta la de príncipes católicos que han pretendido someter a su tribunal las decisiones de Jesucristo, formuladas por boca de su vicario y de los obispos que enseñan y juzgan con él[5].
Los príncipes no pueden nada en estas materias sino por libre y soberana concesión de la Iglesia misma.
Ya hemos dicho que el Estado y la familia representan al antiguo Adán: son los restos de la antigua humanidad, conservados en la tierra hasta el fin del mundo, para que aguarden y reciban el beneficio de la regeneración. ¿Quién osaría pretender que este Adán, plegado bajo el peso de la muerte y constantemente desfalleciente, pueda tener algún derecho sobre Jesucristo y extender sobre Él su cetro quebrado? ¿Se puede sostener que la ciudad que procede de Adán rija a la ciudad que procede de Jesucristo?
Pero no basta con establecer la independencia de la sociedad eclesiástica y de la autoridad que hay en ella, frente a los poderes que no son ella misma. Éstos no tienen respecto a la Iglesia únicamente el deber de no oprimida.
Se ha pretendido, es cierto, que ambos poderes deberían vivir aquí abajo aislados y sin relaciones mutuas, ignorándose mutuamente. Esta separación sería, decían, el orden supremo e ideal, y la Iglesia no podría exigir nada al Estado fuera de la libertad  que le deja cuando hace profesión de no conocerla[6].
Pero no es ésta la realidad, y este gran error social desconoce todo el orden de las obras de Dios y las relaciones entre sus diversas creaciones.
En efecto, Jesucristo no sólo recibió de su Padre el imperio sobre la nueva criatura, a la que hace renacer en Él mismo y que es su obra y su fecundidad, sino que todo el universo creado le es dado y le pertenece (Sal II, 8; I Cor XV, 26-28) y la Iglesia, que le está asociada en todo, recibe con Él un poder que se extiende más allá de la familia de los hijos de Dios, cuya madre es.
De la misma manera la autoridad de un padre de familia no se extiende únicamente a sus hijos que son su posteridad, sino que abarca a todos los servidores de quienes sus hijos reciben asistencia y a los que él alimenta con la abundancia de sus riquezas. Ahora bien, las obras de Dios que no son la Iglesia son los servidores de la Iglesia, y el imperio de la Iglesia se extiende a ellos según su naturaleza y su aptitud especial.
No basta, por tanto, con proclamar a la Iglesia independiente del Estado, sino que hay que reconocer que en su prerrogativa soberana llama en su ayuda — y a ello tiene derecho— al Estado mismo y a la sociedad civil, que no es la Iglesia ni se confunde con ella[7].
Ya dijimos anteriormente que el antiguo Adán, en el Estado y en la familia que procede de él, debe servir al nuevo. El hombre nace en la familia y es guardado por el Estado. Pero nace para ser regenerado en la Iglesia. El Estado y la familia aportan constantemente a la Iglesia los elementos frágiles, de los que ella hace su propia sustancia, las criaturas humanas que ella se incorpora y de las que hace hijos de Dios.
Consiguientemente a este orden de relaciones, el Estado y la familia deben secundar a la Iglesia, asistir a la Iglesia en su peregrinación aquí abajo[8].
La Iglesia, extranjera en la tierra, honra a sus servidores que aquí habitan, es decir, a los príncipes y a los pueblos, al recibir de ellos una hospitalidad que conviene que sea magnífica.
El profeta Isaías había cantado este servicio prestado por el género humano a la Iglesia: «Yo hago señal con la mano a las naciones y alzo mi estandarte a los pueblos. Ellos te traerán tus hijos en su manto y tomarán tus hijos sobre sus hombros. Reyes serán tus padres adoptivos, y sus princesas tus nodrizas. Rostro a tierra se postrarán ante ti y lamerán el polvo de tus pies» (Is. XLIX, 22-23).
Los príncipes y los pueblos cristianos han escuchado, siempre con respeto lleno de fidelidad y de amor, la voz de la esposa de Jesucristo y han comprendido toda la grandeza de una sumisión que los ennoblece y que eleva hasta los confines de la eternidad su existencia terrena y laboriosa. Han comprendido que esta sumisión era para ellos, incluso en el tiempo, la principal prenda de paz y de fidelidad, y su repudio, una fuente de males. No les han faltado las lecciones de la experiencia: la historia está llena de los beneficios que les ha procurado su docilidad a la Iglesia, así como las calamidades que los abrumaron cada vez que creyeron hacerse más libres sacudiendo el yugo de Dios y de su Cristo.
Añadamos todavía una palabra.
Esta subordinación que resulta del plan divino y del puesto que ocupan en él la Iglesia y el Estado, no es una confusión.
La Iglesia no es el Estado, y el Estado no es la Iglesia; y aunque Cristo, en ella, tiene derecho al servicio de todas las criaturas y todas le deben obediencia en la proporción y según la naturaleza de su servicio, sin embargo, cada una de las obras de Dios guarda en su rango la plenitud de su vida y de su libertad en el orden en que deben ejercerse[9]. La Iglesia tiene por arma principal la espada de la palabra, y se le ha encomendado la fe: «Las armas de nuestro combate no son carnales, pero tienen por la causa de Dios el poder de derribar las fortalezas. Nosotros destruimos los sofismas y todo poder altanero que se alza contra el conocimiento de Dios y cautivamos todo pensamiento para inducirlo a obedecer a Cristo. Y estamos prontos a castigar toda desobediencia» (II Cor. X, 4-6).
El viejo Adán, es decir, el Estado, la familia, el individuo pone al servicio de la Iglesia y en su defensa las fuerzas sociales y las fuerzas individuales, y la espada manejada por el brazo de carne se ennoblece sirviendo a la justicia y a la verdad en la Iglesia.
Los restos del viejo Adán pueden sustraerse a estos servicios, que son su fin más alto en el plan divino, y rebelarse contra la autoridad divina declarada por la Iglesia.
El individuo que se niega a escuchar la voz de esta reina es herido por Dios para su castigo o su corrección; es excluido por Dios mismo de las esperanzas de la vida eterna (Mt VIII, 17; Mc. XVI, 16). Un Ananías cae fulminado a la voz de san Pedro (Act. V, 1-5); otros son entregados a Satán por el poder apostólico (I Cor. V, 5; I Tim. I, 20) o heridos providencialmente en su cuerpo o en sus bienes, y la misericordia aparece todavía en el ejemplo de la pena o en la conversión de los rebeldes.
Cuando, a su vez, el Estado niega la fe y la obediencia, se sustrae al orden providencial y, por el hecho mismo, cae bajo el golpe de las sanciones que acompañan a este orden y que castigan su perturbación. No es nuestro intento mostrar aquí el cumplimiento en la historia de esta ley necesaria, ni hacer que del fondo de las sociedades en rebelión contra la Iglesia (entregadas una tras otra al espíritu de sedición que las desgarra, o esclavizadas bajo un yugo brutal que va desde la licencia hasta la tiranía) se alce el testimonio de sus dolores o de su agonía.



[1] El error contrario está expresado en la proposición 19 del Syllabus (1864), Dz 2919; 1719: «La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales pueda ejercer esos mismos derechos.»

[2] Syllabus, proposición 44, Dz 2944; 1744: «La autoridad civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual»; cf. también las proposiciones 25 y 41. Dz 2925 y 2941; 1725 y 1741.

[3] Syllabus, proposición 24, Dz 2924; 1724: “La Iglesia no tiene potestad de emplear la fuerza.”

[4] Concilio Vaticano I, constitución Pastor aeternus, cap. 3, CL, t. 7, col. 385; Dz 3062; 1829: “Condenamos y reprobamos las sentencias de aquellos que dicen poderse impedir lícitamente esta comunicación de la cabeza suprema con los pastores y rebaños, o la someten a la potestad secular, pretendiendo que cuanto por la sede apostólica o por la autoridad de ella se estatuye para el régimen de la Iglesia, no tiene fuerza ni valor, si no se confirma por el placet de la potestad secular.»

[5] Syllabus, proposición 20, Dz 2920; 1720: “La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y consentimiento de la autoridad civil”. Cf. proposiciones 28, 29, 41, 49, 50, 51, 54.

[6] Syllabus, proposición 55, Dz 2975; 1755: “La Iglesia ha de separarse del Estado, y el Estado de la Iglesia.” Cf. proposiciones 77-80, Dz 2977-2980; 1777-1780.

[7] Bonifacio VIII, Bula Unam sanctam: (1302); Dz 873-875; 469: «Una y otra espada, pues, están en la potestad de la Iglesia: la espiritual y la material. Mas ésta ha de esgrimirse en favor de la Iglesia; aquélla, por la Iglesia misma. Una, por mano del sacerdote; otra, por mano del rey y de los soldados, si bien a indicación y consentimiento del sacerdote... Ahora bien, someterse al Romano Pontífice lo declaramos, lo decimos, definimos y pronunciamos como absolutamente necesario para la salvación para toda humana criatura

[8] San León, Carta 156, al emperador León, 3; PL 54, 1130: “Debes notar sin vacilación que el poder real te ha sido conferido no sólo para gobernar el mundo, sino sobre todo para ayudar a la Iglesia”.

[9] León XIII, Encíclica Immortale Dei (1 de noviembre de 1885) ASS, t. 18 (1885), 166; Dz 3168; 1866: «Dios ha distribuido el gobierno del género humano entre dos potestades, a saber: la eclesiástica y la civil; una está al frente de las cosas divinas; otra, al frente de las humanas. Una y otra es suprema en su género; una y otra tienen límites determinados, en que han de contenerse, y éstos definidos por la naturaleza y causa próxima de cada una; de donde se circunscribe una como esfera en que se desarrolla, por derecho propio, la acción de cada una.» Cf. id., carta Officio sanctissimo (22 de diciembre de 1887) a los obispos de Baviera; Id. encíclica Sapientiae christianae (10 de enero de 1890).