domingo, 17 de noviembre de 2013

Elías, por E. Hello

Elias: expectans expecto te.



Nota del Blog: Tomado del hermoso librito "Fisonomía de Santos".

En aquel tiempo, la tierra prometida, la tierra hacia la cual marchó Moisés y que fué dada a Josué, estaba dividida en dos reinos. Israel adoraba el becerro de oro, adoraba a Baal; Achab y Jezabel habían designado a ochocientos cincuenta sacerdotes para ofrecer sacrificios al demonio adorado por los simonianos. Entonces Elías, armado con su espíritu, con su espíritu de celo, con su espíritu de gloria, con su espíritu vengador de la Unidad divina, fué a Achab. "¡Viva el Señor Dios de Israel! —dijo el profeta al idólatra—; desde ahora no caerá una gota de lluvia ni una gota de rocío sobre la tierra, sino por orden mía".
Y se fué al desierto, donde, por orden divina, los cuervos le alimentaron; al desierto, como Juan Bautista, y bebía el agua del torrente.
Y el cielo era como de bronce, y la tierra desecada. Aquella maldición fulminada por Elías en el espíritu y majestad del Señor, había suprimido las naturales relaciones entre los elementos: algo como un entredicho pesaba sobre la creación.
Y el torrente donde Elías bebía se secó como los otros torrentes, y el profeta sintió el peso de su propia palabra.
Dios le mandó a Sarepta, avisándole que allí una viuda se encargaría de sustentarle. Encontró a la viuda, que recogía leña y sólo tenía un poco de harina en su casa. La mujer dijo a Elías: "He aquí lo que me queda para mi hijo y para mí. Después nos moriremos de hambre". Elías respondió: "Hazme una torta con tu harina; luego harás otra para tu hijo y para ti, y hasta que vuelva la lluvia, ni tu harina ni tu aceite disminuirán".
Entonces ocurrió una cosa imprevista: el hijo de la viuda murió. La mujer colmó de reproches a Elías, y Elías elevó aquellos reproches a Dios. "Dame a tu hijo, —dijo a la mujer—. La mujer se lo dió, Elías lo puso sobre su lecho, y su oración familiar y llena de audacia resonó al través de los siglos como un grito de desesperación y de esperanza. —"¡Señor, —gritaba Elías— Señor, esta viuda me da el sustento, y Vos matáis a su hijo siendo yo su huésped!" — y se echó tres veces sobre el niño, y gritó diciendo: —"¡Señor, Dios mío, os lo suplico, os lo suplico! ¡Que la vida vuelva a las entrañas de esta criatura!" — y la vida volvió. Elías dijo a la mujer: — "He aquí a tu hijo que está vivo"; — y la mujer respondió: — "Sois verdaderamente el hombre de Dios"—. Esta es la primera resurrección que la historia menciona. La muerte fué invencible hasta aquel día.

Entretanto la sequía y el hambre aumentaba en Israel. La mayor parte de los profetas habían muerto. Achab y Jezabel prohibieron bajo pena de muerte la palabra de verdad, y así exterminaron la luz y la justicia. Los crímenes y los azotes multiplicábanse unos a otros, sin curarse y sin conmoverse. Elías estaba espantado de los efectos de su cólera. El cielo era de bronce. El profeta que lo había cerrado fué el encargado de abrirlo de nuevo.
Y aquí viene uno de los grandes dramas de la historia humana, y hasta puede decirse uno de los grandes dramas de la historia divina; drama extraño en que la antítesis desempeña terrible papel y donde la naturaleza humana nos aparece primero en manos de Dios, después en manos de sí misma; primero sostenida, y después abandonada, haciéndonos comprensibles aquellas palabras de Santiago: "Elías era un hombre semejante a nosotros".
Veamos primero a Elías en la mano de Dios. Preséntase solo ante Achab, su enemigo mortal; ante Achab, que hacía que los profetas se refugiaran en el fondo de las cavernas y del desierto.
— Tú eres, —dice Achab— aquél que desde hace tres años turba mi reino.
— No —contestas Elías—, no soy yo, eres tú. Tú eres quien turba tu reino; ¡tú y tu raza, tú, apóstata, idólatra! Pero yo vendré en auxilio de Israel. Convoca al pueblo, convoca a los sacerdotes de Baal.
Convocado el pueblo y los sacerdotes, Elías les dice: —"¿Hasta cuándo seguiréis así? Es menester que os decidáis. Si el Señor es Dios, seguidle. Si Baal es Dios, seguidle. Entre los profetas del Señor, yo soy el único que vivo todavía. Baal tiene cuatrocientos cincuenta profetas. Dénsenos dos bueyes; ellos tomarán uno, y yo otro. Cada uno ponga el suyo sobre la leña sin prenderle fuego. Uno y otro invocaremos cada cual a su Dios, y veremos para quién descenderá el fuego del cielo".
Los sacerdotes de Baal empezaron. Fué por la mañana, y oraron hasta el mediodía. Nadie les contestó: Baal no daba señales de vida.
—"¡Gritad con más fuerza! —les decía Elías—, quizá vuestro Dios esté de camino, o distraído. Quizás duerma. Es menester despertarle".
Los sacerdotes de Baal acabaron por abrirse la carne con sus cuchillos: la sangre corría, pero el fuego no llegaba.
Entonces Elías levantó un altar con doce piedras en bruto que representaban las doce tribus de Israel. Puso la leña sobre el ara, y, en vez de encender fuego derramó agua[1]. Enseguida colocó el buey en el altar improvisado, y exclamó: "¡Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, mostrad hoy que sois el Dios de Israel, que yo soy vuestro servidor, y que si hablé fué por orden vuestra. Oídme, Señor, oídme, para que este pueblo sepa que Vos sois el Señor Dios que puede convertir los corazones!".
Y cayó el fuego del cielo consumiendo la víctima, la leña, las piedras, el polvo y hasta el agua derramada en torno al altar.
El pueblo se precipitó poniendo el rostro en la tierra. Después los sacerdotes de Baal fueron presos, condenados a muerte y ejecutados junto al torrente Cirón.
En seguida, Elías dijo a Achab: —"Ahora, come y vete, porque va a caer una gran lluvia". — Y el profeta, acompañado de su servidor, subió a la cima del Carmelo. Allí se prosternó, con el rostro entre sus rodillas. — Ve, —dijo a su servidor —mira por el lado del mar—. El servidor fué, y volvió diciendo: "Nada se ve". Y así por seis veces seguidas. A la séptima, volvió diciendo: "Veo una nubecilla, ancha como el paso de un hombre, que se levanta por el lado del mar".
Algunos momentos después el agua caía a torrentes.
Para medir el alcance y valor de las cosas sería preciso comprender todas las relaciones de lo visible y lo invisible. La lluvia, que Elías libró de las prisiones en que estaba hacía tres años aguardando su mandato futuro, encadenada por su mandato pasado, aquella lluvia significaba la Encarnación del Verbo, y la nubecilla era figura de la Virgen.
Al saber la muerte de sus sacerdotes, Jezabel se enfureció y envió un mensajero que dijera de su parte a Elías: "Juro por mis dioses que mañana sufrirás igual suerte que aquéllos". Entonces vióse el prodigio de debilidad de la naturaleza humana.
Elías tembló, y huyó. Tembló con un terror inaudito, que la Sagrada Escritura sólo nos deja entrever al través de su sobriedad de palabras; pero del cual las antiguas tradiciones han conservado el recuerdo como monumento de la debilidad humana.
Este terror llegó a ser célebre. Dícese que Elías tuvo miedo más allá de cuanto puede decirse. Dícese que el carro de fuego fué pedido en el exceso de aquel terror, y que Elías fué llevado lejos de la tierra y de sus amenazas por no poder resistir el espanto que éstas le causaron. Supónese que aquel exceso de terror fué el que le dió alas para huir, y que las ruedas del carro de fuego fueron estas alas. Esta antigua tradición, consignada en un libro muy viejo y raro, es uno de los documentos más preciosos sobre la naturaleza humana. Elías, que había resucitado al hijo de la viuda; Elías, que fué el primer vencedor de la muerte; Elías, cuya gloria la Escritura misma debía celebrar; que había desafiado y confundido al feroz y poderoso Achab; que había cerrado y vuelto a abrir el cielo; que había hecho caer de él primero el fuego y después el agua; aquel cuyo nombre significaba Maestro y Señor, tembló, como quizá no había temblado nunca otro hombre, ante la amenaza de una mujer cuyos defensores había confundido e inmolado. Fuése al desierto y allí, sentado, se lamentaba e invocaba la muerte, aquella muerte de la que iba huyendo. La Sagrada Escritura nos pone de manifiesto esta debilidad como nos pone también la de San Pedro, mostrándonos así el corazón humano tal cual es, monstruo de inconstancia.
Elías, hastiado de sí mismo, sentóse bajo un enebro para morir allí. Pero he aquí que un ángel del Señor llegóse a él en sueños y le dijo: "Levántate y come". Elías abrió los ojos y vió a su lado un pan cocido bajo las cenizas y un vaso de agua. "Levántate y come" —le dice el Enviado del Señor—, "porque te queda largo camino que recorrer". Elías, en la fuerza de este alimento, dice la Escritura, anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al monte Horeb.
Horeb significa visión. Después de la debilidad y del desierto, Elías llegó a la montaña de la Visión. El Señor le dice: "Elías, ¿qué haces?" Y Elías responde: "El celo me ha devorado, el celo por el Señor Dios de los Ejércitos, porque los hijos de Israel han hecho traición a su alianza. Ellos destruyeron vuestros altares y degollaron a vuestros profetas; sólo yo he quedado sobreviviente, y ahora me buscan para matarme". El Señor le dice: "Sal y muéstrate en la montaña ante mi faz".
La escena es imponente. El Señor va a pasar. Levántase una tempestad espantosa que quiebra las peñas, pero el Señor no está en ella.
Después de la tempestad, tiembla toda la tierra; y el Señor no está en el terremoto. Después del terremoto, el rayo; y el Señor no está en el rayo. Pero entonces se levanta un vientecillo ligero como un soplo, y el profeta tomó su manto para velar su rostro.
Una discreción singular, profunda, casi espantosa, se cierne sobre este momento de la narración, sobre el airecillo suave y lo que el mismo contiene. Nosotros no podemos comprenderla más que por sus efectos. Elías tomó su manto para velarse el rostro. No sabemos más; y los más gigantescos esfuerzos del hombre no lograrían alcanzar ni contener tanto como estas breves palabras. Se presiente que el que las dice renuncia a mirar, por sentirse demasiado pequeño, abismado en el terror de lo infinitamente grande.
Dios ordenó a Elías que consagrara rey de Siria a Hazael, y rey de Israel a Jehú, y a Eliseo profeta del Señor. Encontró a éste labrando la tierra con doce bueyes y echóle encima su manto, cuyo misterioso contacto le cambió en otro hombre. El labrador fué profeta, sucesor de profeta.
Entonces Jezabel tomó la viña de Naboth. La profundidad de este detalle no se descubrirá sino en el valle de Josafat. ¿Hay nada más insignificante, en apariencia, que la viña de Naboth? El rey pone su mano en la hacienda del pobre. Elías vuelve a encontrar a Achab: el profeta ha recobrado su valor. Jezabel había calumniado a Naboth y se había desembarazado de él. "Rey —dice Elías a Achab—, tú has matado y poseído; pero escucha la palabra terrible de Dios. En el lugar donde los perros han lamido la sangre de Naboth, lamerán también tu sangre. Los perros comerán a tu mujer en el campo de Jesrael". Achab fué herido por una flecha y los perros lamieron su sangre. Jezabel fué echada de arriba abajo de su palacio. "Sepultad a esta maldita, —dijo Jehú—; es hija del rey". Pero cuando fueron para sepultarla, no encontraron más que el cráneo y las extremidades de los pies y las manos. Los perros habían comido lo demás. Los cascos de los caballos la aplastaron y los perros la comieron; y las gentes que pasaban y veían sus dedos en gran parte devorados, se decían unas a otras: "He aquí a la gran Jezabel".
Naboth quedaba vengado. Naboth representa al pobre; ya sabemos qué lazos ligan al pobre con Dios.
Ocozías sufrió una caída, y envió a consultar a Beelzebuth sobre la suerte que le aguardaba. Elías fué al encuentro de los mensajeros. "¿Por ventura no hay Dios en Israel —les dijo—, que vais a consultar a Beelzebuth? Por haberlo consultado, morirá el rey".
El rey mandó un oficial con cincuenta hombres para prender al profeta. "Hombre del Señor —dijo el oficial—, el rey os manda bajar de la montaña". El profeta contestó: "Si soy el hombre del Señor, que el fuego del cielo os devore a ti y a los tuyos". Cayó el fuego del cielo. El caso repitióse por segunda vez.
Acercábase la hora suprema: Elías iba a abandonar la tierra. Ordinariamente abandonar la tierra significaba morir, pero con Elías no sucedió así. "Detente, —dijo a Eliseo—, el Señor me manda a Jericó". "No te abandonaré", contestó Eliseo. Y los hijos del profeta se agruparon alrededor de Eliseo, diciendo: "Elías va a abandonar la tierra". "Lo sé, —contestó Eliseo—, ¡silencio!"
Elías se abrió pasó por en medio del río Jordán tocándolo con su mano, y después de haberlo pasado dijo a Eliseo: "¿Qué don quieres?" "Que vuestro doble espíritu repose en mí", contestó Eliseo. "Pides una cosa difícil —repuso Elías—, pero si me ves en el momento en que desapareceré, tendrás lo que pides".
Y he aquí que apareció un carro de fuego; los caballos separaron a Eliseo de Elías, y éste fué llevado en un torbellino. "¡Padre mío, padre mío! —gritaba Eliseo—, ¡el carro de Israel y su conductor!". Y vió desaparecer a Elías, cuyo manto cayó a sus pies.
Entonces quiso pasar el Jordán de regreso, y lo tocó con el manto para que le abriera paso; y como el río se resistiera, Eliseo, indignado por la desobediencia, exclamó: "¿Dónde está, pues, el Dios de Elías?" Entonces el río se abrió.
Elías se fué Dios sabe dónde, para aguardar desde arriba la hora de volver a anunciar el segundo advenimiento.
Pedro, Santiago y Juan le volvieron a ver más tarde con Moisés, en el Tabor.
Según los comentadores, el rapto de Elías es imagen de la Ascensión. Pues bien, los ángeles dijeron a los Apóstoles: "Jesucristo volverá de igual modo que le habéis visto irse a lo alto".
La Ascensión y el juicio final tienen, pues, una relación misteriosa. Elías, que es figura de la Ascensión, es, al mismo tiempo, precursor del juicio final.
Así las armonías se llaman y responden una a otras. Este Elías, de quien el Espíritu Santo se hizo panegirista, extiende su sombra sobre la historia del mundo. En el Antiguo Testamento hace brotar el agua, la sangre y el fuego. Aparece en el Tabor. Es precursor del segundo advenimiento, y la orden del Carmelo le reconoce por su fundador. La orden del Carmelo se fundó sobre una piedra puesta por Elías, y en la lontananza de los siglos, San Juan y Santa Teresa se preparaban; y cuando el fuego del cielo cayó sobre el sacrificio del profeta, una mirada más profunda que la nuestra hubiera visto resplandecer aquella predestinación eterna llena de coronas y reflejos, de relámpagos y truenos.




[1] III Reyes, XVIII, 32.