sábado, 21 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VII, (V Parte).

El sacerdocio único y perpetuo de Jesucristo.

Antes de coronar este estudio conviene que nos remontemos con el pensamiento a aquel que es el principio y la fuente de toda autoridad y de toda acción sacerdotal en la Iglesia, a su pontífice supremo, Jesucristo, en quien se hallan reunidas, como en su origen, las diferentes potencias que acabamos de distinguir.
Pero en Él cesan y se borran estas distinciones: aquí todo es uno y ya no hay lugar de hacerlas sino por cuanto nos afectan.
Su pontificado, en efecto, a causa de su perfección, no puede admitir en sí mismo la separación de la potencia y del acto. En él, el orden y la jurisdicción no pueden nombrarse separadamente; todo en Él es simple y actual, todo eterno y sin deficiencia.
A pesar de todo, en este pontificado es donde están incluidas esencialmente todas las potencias del orden y todas las actualidades de la jurisdicción, como también de él descienden estas potencias y estas actualidades a los grados inferiores.
Y precisamente por no poderse separar en Él el acto y la potencia, el orden y la jurisdicción, es por lo que no hizo derivar de Él mismo dos jerarquías esencialmente distintas e instituidas separadamente, una de orden y otra de jurisdicción, separadas por  su naturaleza y reuniendo accidentalmente o por pura conveniencia en los mismos sujetos las potencias que les pertenecen, sino una sola jerarquía que comienza con el orden y acaba con la jurisdicción.
Porque Él mismo no tiene dos pontificados, un pontificado de orden y un pontificado de jurisdicción, ni es por el primero cabeza de la jerarquía de orden, y por el segundo cabeza de la jerarquía de jurisdicción, sino que tiene un solo y único pontificado eterno, perfecto y que se basta por sí mismo. Estas separaciones acusan demasiado la imperfección y no se hallan sino en los elementos humanos e inferiores que Él asocia a su obra.
Instituyó, pues, una sola jerarquía sacerdotal cuyo diseño comienza con el orden y se consuma con la jurisdicción o, para emplear los términos antiguos, se consuma con la comunión jerárquica y el título, y en la que estos dos elementos del orden y de la jurisdicción tienen mutua conveniencia y correspondencia, como la potencia llama su acto y como el acto conviene a su potencia y le da su perfección.
Él mismo se mantiene en la cúspide de esta única jerarquía; su pontificado es la cabeza de la misma. Debajo de este pontificado se halla el episcopado; más bajo está el sacerdocio; finalmente el ministerio, es decir, el diaconado con los órdenes inferiores, está también comprendido en ella.
Él es el primero del orden sacerdotal, en quien el orden y la jurisdicción, el acto y la potencia están unidos indivisible y eternamente; mientras que en el obispo, por el contrario, como en el sacerdote y en el ministro, aparece la distinción con las deficiencias de la criatura, pudiendo faltar el acto y mantenerse la pura potencia.

Así el pontífice supremo Jesucristo es, sin duda alguna, indivisiblemente la cabeza única de la jerarquía, ya considerada en el orden, que es su primer elemento, ya considerada en la jurisdicción, que es su acabamiento. Y precisamente por causa de su indivisible unidad en Jesucristo, estos dos elementos están ligados en toda su sucesión y no dan lugar a dos jerarquías naturalmente independientes, sino que concurren para formar una sola y única jerarquía, que comienza en el orden y es hecha viva y perfecta por la jurisdicción.
Pero no basta con saber que el orden y la jurisdicción se reúnen en la unidad del pontificado de Jesucristo. La jurisdicción misma, que es el acabamiento de nuestra única jerarquía, puede enfocarse bajo el doble aspecto de la comunión jerárquica, que mira a la Iglesia universal, o del título que mira a la Iglesia particular. Estos dos aspectos van todavía a confundirse y a perderse en uno en el pontífice supremo, Jesucristo.
En Él, en efecto, se realiza la misteriosa identificación de la Iglesia particular y de la Iglesia universal  de que antes hemos hablado. Él mismo es la razón de su unidad, el centro en que se consuma, Él es la cabeza y el esposo de la Iglesia universal, Él es también el esposo de la Iglesia particular en un mismo y único sacramento: «Os he desposado con un esposo único, dice el apóstol a la Iglesia particular de Corinto, como a una virgen pura con Cristo» (II Cor. XI, 2).
Él es, en efecto, indivisiblemente para la Iglesia particular todo lo que es para la Iglesia universal, operando en ella las mismas maravillas, ejerciendo en ella los mismos derechos; su pontificado, que mira primeramente a la iglesia universal, alcanza inmediatamente por la misma y simplicísima actividad a todas las Iglesias particulares, penetra en todas las partes y a todas las somete a sus poderes.
Y como la autoridad de este pontificado se ejerce y se manifiesta acá abajo por el órgano de un vicario, por ello la autoridad de este vicario, que es la misma de Jesucristo, al extenderse a la Iglesia católica entera, alcanza inmediatamente y como  poder ordinario a cada una de las Iglesias particulares y a cada uno de los fieles que las componen.
Esto es lo que definió el  Concilio Vaticano I[1], y su razón profunda la hallamos en la unidad sagrada de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, en las que Jesucristo posee su esposa siempre única: la hallamos en el misterio del esposo y de la esposa en Jesucristo, esposo de la única Iglesia, es decir, de la Iglesia católica, y de todas las Iglesias, sin desgarramiento del gran sacramento de la unidad.
Así los que combatían esta doctrina como si se tratara de un peso secundario de disciplina o de una institución accidental y sin vinculación con los fundamentos de la jerarquía, al rebajarla así se enfrentaban sin darse cuenta con lo que hay de más divino en la Iglesia, y desconocían el carácter mismo de Jesucristo, esposo de su única esposa en todas las Iglesias: la desconocían en la persona del vicario, por el que incesantemente se manifiesta a esta esposa.
¡Gran gozo para el alma cristiana es ver agruparse y unirse así en Jesucristo como en su cúspide todas las magnificencias de la jerarquía!
En Él, en efecto, hemos visto primeramente que subsisten, sin división ni imperfección, todo el orden y toda la jurisdicción, y en Él también vemos ahora que está reunido todo poder sobre la Iglesia universal y sobre la Iglesia particular; vemos que en Él subsisten indivisiblemente toda la comunión de la Iglesia universal y todos los títulos de las Iglesias particulares.
Finalmente, para terminar, consideremos que también en Él está fundada toda la perpetuidad y la estabilidad del sacerdocio en los diferentes grados jerárquicos.
El orden, como hemos visto, es inamisible; la comunión y el título tienen en su grado su particular estabilidad.
Pero esta permanencia de la jerarquía, que reviste, en diversas proporciones, a las diversas potencias que hay en ella, dimana enteramente del sacramento eterno de nuestro Pontífice supremo. Dios lo estableció con juramento y lo hizo sacerdote eterno. San Pablo nos revela el misterio de este juramento. Dios jura por sí mismo, dice, y asocia así el sacerdocio de su Cristo a la estabilidad de los misterios divinos (Heb VII, 21).
En electo, este sacerdocio apunta a la consumación de los designios divinos y a un tabernáculo que no será transferido (Heb. VII, 16). No puede decirse lo mismo del sacerdocio de la antigua ley, que debía pasar (Heb. VII, 18) y de cuyos sacerdotes se dice que eran establecidos sin la firmeza del juramento divino (Heb. VII, 19).
Ahora bien, en el sacerdocio de Jesucristo, que es la cabeza, está confirmado el sacerdocio de todos los que participarán de él.
Un mismo sacerdocio derivará sobre ellos, y ellos están comprendidos en la promesa y en el juramento que se le hace.
Jesucristo, sol del sacerdocio, proyecta sus rayos sobre todos los grados de la jerarquía; éstos, como astros secundarios, reciben su luz y toman de él la claridad que difunden, claridad que no podrá venir a menos jamás porque él no se extinguirá jamás y no cesará jamás de resplandecer a la lejos.
Sin embargo, la flaqueza del elemento creado aporta aquí sus deficiencias a los grados inferiores; estos astros secundarios pueden desviarse de la ruta donde los atrae y los ilumina el sol de la jerarquía; pueden sustraerse en parte a su acción; por esto la estabilidad de los grados jerárquicos, absoluta en su fonda mismo y en la potencia del orden, recibe restricciones proporcionales en las diversas actualidades de la jurisdicción. La comunión jerárquica puede faltar al orden, que es su potencia. El título puede desvanecerse y perderse en la simple comunión de la Iglesia universal. Pero estas restricciones proporcionales a las necesidades de la condición de la Iglesia de aquí abajo y que son consecuencia de la misma, no cambian la naturaleza sagrada y misteriosa de esta estabilidad fundada y enraizada en el sacerdocio mismo de Jesucristo.
No se debe, pues, a una simple institución de buen orden o a razones secundarias de buen gobierno el que sean dadas a perpetuidad los poderes de la jerarquía en la Iglesia universal y los títulos en las Iglesias particulares; pero esta perpetuidad depende en su grado y en su orden del misterio mismo de la eternidad del sacerdocio de Jesucristo: está fundada en  la estabilidad misma de este sacerdocio, dimana de ella, y en estas profundidades es donde tiene sus raíces y halla sus verdaderas razones de ser; hasta tal punto es grande y augusto, hasta en sus últimas manifestaciones, el misterio de nuestras jerarquías establecido enteramente en Jesucristo, y  que no es sino el misterio mismo de Jesucristo que se derrama con un orden admirable y se declara con una magnificencia infinita en todas las partes de su cuerpo místico.



[1] Concilio Vaticano I, constitución Pastor aeternus, c. 3; Dz 3060 y 3064; (1827 y 1831): “Enseñamos, por ende, y declaramos que la Iglesia romana, por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata... Así pues, si alguno dijere que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las Iglesias, como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema”.