martes, 28 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. III, I Parte

III

PERPETUIDAD DEL VICARIO DE JESUCRISTO

Cuestión de derecho

Si la institución de san Pedro es tal que por él y sólo por él se hace visible Jesucristo, cabeza de la Iglesia, y que por él y sólo en él comunica la Iglesia con su cabeza y recibe de su cabeza la verdad y la comunión eclesiástica, la autoridad del magisterio y la del gobierno pastoral, es evidente que tal institución debe durar tanto como la Iglesia, puesto que la Iglesia no puede verse un solo instante privada de la comunicación de vida que le viene de su cabeza[1].
Si, por tanto, la Iglesia no puede privarse, ni un solo día, de la presencia manifestada y del gobierno exterior y visible de su divino Esposo, hubo ciertamente que cuidar de la sucesión de san Pedro.
Ahora bien, si este apóstol, como la mayoría de sus hermanos, hubiera muerto sin heredero que le fuera propio y designado distintamente, su prerrogativa se extinguiría con él. Era preciso que fuera obispo de una sede determinada, a fin de que un obispo fuera su sucesor determinadamente, propiamente, con exclusión de cualquier otro.
Los obispos que no tienen sede no tienen sucesores sino en la masa común, y su episcopado vuelve al cuerpo entero del episcopado; mas el obispo que tiene una sede y es anillo de una cadena por ser cabeza de una Iglesia particular y por pertenecerle esta cualidad a él solo, no puede confundirse en ese tesoro común del que se ha dicho que cada obispo participa solidariamente[2].
San Pedro será, por tanto, en los designios de Dios, obispo de una Iglesia particular. Tendrá herederos que le representarán a perpetuidad, distintamente y con exclusión de los otros obispos.
De esta manera su prerrogativa será transmisible para siempre y su persona, en cierta manera, inmortal.

La sede de Roma (cuestión de conveniencia).

Desde el origen del mundo Dios había predestinado en sus designios el lugar donde esta cátedra de san Pedro y esta Iglesia de su episcopado debían guardar el depósito del soberano gobierno de las almas.
Cuando su dedo diseñaba los contornos de los continentes y cavaba en el antiguo mundo la vasta cuenca del mar interior que debía ser el centro del comercio y de las relaciones de todos los pueblos, había lanzado en él como un promontorio avanzado la península italiana. En sus riberas, en el centro del mar mediterráneo, fueron echados los cimientos de la ciudad de Roma, cuyo destino misterioso estaba todavía oculto.
Roma, que por su situación geográfica ocupaba el centro del mundo antiguo y que además estaba situada en la vertiente occidental de Italia, parecía mirar y llamar a ella a los continentes americanos que en nuestros días han venido a ser un mundo nuevo y hacia el que se abre el mar Gaditano.
Esta misteriosa situación de Roma no era todavía más que una preparación remota. Los movimientos providenciales por los que se sucedieron los grandes imperios, mezclándose en sus  revoluciones los diversos pueblos y civilizaciones, llevaron poco a poco el centro de los negocios humanos de Oriente a Occidente, hasta el momento en que Roma, victoriosa de Europa, de Asia y de África, apareció en la tierra como la reina del universo. Toda la historia de la antigüedad vino a parar allí, y con esta dirección providencial de  los negocios humanos recibía el designio divino su última e inmediata preparación.
Entonces todo estaba pronto en aquella ciudad para que la religión cristiana hiciera de ella la capital de su imperio pacífico. Allí hubo de ser predicado el Evangelio a fin  de que se propagara más fácilmente entre todas las naciones reunidas ya en el gobierno de un solo Estado[3]. Allí debía ser decisiva la victoria de Cristo porque allí estaban reunidos todos los ídolos de los pueblos y todas las sectas de los filósofos y allí habían convergido todas las corrientes de los errores humanos. A aquella Roma dominadora del mundo y maestra de los errores llegó, pues, el apóstol san Pedro y allí estableció su sede.



[1] Cf. León XIII, encíclica Satis cognitum.

[2] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica, 5; PL 4, 501: “El episcopado es uno, y cada obispo tiene su parte de él, sin división del todo».

[3] San León, Sermón 82, para la fiesta de los apóstoles, 2; PL 54, 423: «Para que se derramaran por el mundo entero los efectos de esta gracia inenarrable preparó la divina Providencia el imperio romano... Y, en efecto, convenía perfectamente a la disposición de la obra divina que todos los reinos estuvieran reunidos en un imperio y que una predicación general alcanzara rápidamente a los pueblos que reunía el gobierno de una sola ciudad. Esta gran ciudad, ignorando al autor de su promoción, como dominaba sobre casi todas las naciones, estaba al servicio de los errores de todas las naciones...; Cf. Pío XII, Alocución a los recién casados (17 de enero de 1940).