jueves, 20 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. I (I de III)

Sección segunda

EL COLEGIO EPISCOPAL UNIDO AL VICARIO DE JESUCRISTO

I

LOS CONCILIOS GENERALES O ECUMÉNICOS


Doble poder del episcopado.

La jerarquía de la Iglesia católica, conforme al tipo divino de la sociedad de Dios y de su Cristo, de Dios, cabeza de Cristo, está formada por una cabeza que es Jesucristo y, bajo esta cabeza, por el cuerpo sacerdotal, el colegio de los obispos, que procede de Él y en el que está encerrada místicamente toda la asamblea de los fieles.
Con la primera sección de esta parte hemos terminado el estudio de esta jerarquía en la persona de su cabeza; hemos conocido al vicario en quien se hace visible la cabeza; luego hemos visto a esta cabeza representada en las diversas partes de la Iglesia por la institución de los patriarcas y de los metropolitanos, e imprimiendo a estas partes la forma y las analogías del gobierno universal. Nos queda por considerar el colegio episcopal, y en este colegio, el cuerpo cuya cabeza es Jesucristo y la esposa cuyo esposo es Él y le comunica sus bienes, su poder y su majestad.
Todavía no debemos considerar a los obispos a la cabeza de sus Iglesias particulares, lo que formará el objeto del libro siguiente, en el que estudiaremos la jerarquía de estas Iglesias, sino únicamente en cuanto, asociados entre sí en la solidaridad del episcopado, forman el colegio y el presbiterio o «senado de la Iglesia»[1] universal.
Lo que son en esta calidad, que respecta a la Iglesia universal, precede en ellos, por la naturaleza de las cosas, a lo que son como cabezas de las jerarquías que les son propias: en efecto como dijimos antes, la Iglesia universal precede, en la intención de Dios y en el orden de sus obras, a la Iglesia particular, que no es sino la apropiación del misterio del todo a cada una de las partes.
Los obispos tienen, pues, anteriormente a cualquier otra concepción de su pontificado, un poder universal, que se extiende por su naturaleza a la Iglesia  entera. Este poder es la comunión misma del orden episcopal y es distinto de su título por el que están establecidos como obispos de un pueblo particular.
Recordando estas nociones no vacilamos en afirmar, como hemos establecido en la segunda parte de esta obra, que este poder, siendo por su esencia anterior al título, es independiente de él y pertenece igualmente a todos los obispos que tienen la comunión de su orden, es decir, a todos los obispos católicos, sea cual fuere su sede y hasta en el caso en que no tengan actualmente el título de ninguna Iglesia particular.

Este poder universal del episcopado, distinto del poder que cada obispo posee sobre su grey particular, este poder en virtud del cual son todos igualmente los doctores y los pastores de la Iglesia católica entera, tiene su manifestación más solemne cuando están reunidos en el concilio ecuménico.
Allí aparece en toda su verdad y en su sencillez el misterio de la jerarquía: Jesucristo presente en su vicario y comunicando a su Iglesia, contenida en el colegio episcopal, una misteriosa emanación de su autoridad soberana[2].
En el concilio general definen los obispos con el Soberano Pontífice, hacen leyes con él, juzgan con él y entonces se declara al mundo todo lo que es su cabeza y todo lo que son con él y en él.
El concilio es, por tanto, a no dudarlo, la manifestación más espléndida de la constitución de la Iglesia y del misterio de la cabeza y de los miembros que hay en ella.
Detengámonos a considerar este gran hecho de la vida de la Iglesia.

Condiciones del concilio ecuménico.

El concilio ecuménico es verdaderamente el misterio de la cabeza y de los miembros.
La cabeza comunica a los miembros toda la acción, y los miembros, recibiéndola de él, se unen y se asocian a él para obrar en su virtud, que viene a ser la de ellos, enseñando con él en el mismo magisterio la única doctrina de la verdad dando órdenes con él en la misma autoridad, haciendo leyes y pronunciando sentencias con él.
De esta noción de concilio ecuménico, tomada de las profundidades del misterio de la jerarquía y de las fuentes mismas de la ida de la Iglesia, dimanan naturalmente las cuatro condiciones que debe reunir para expresar plenamente su esencia.
Estas condiciones atañen a la acción de la cabeza y a la cooperación del cuerpo del episcopado.
Por lo que hace a la acción de la cabeza, es preciso que el Soberano Pontífice convoque la asamblea; en segundo lugar, debe presidirla por sí mismo o por sus legados; en tercer lugar, debe confirmar las decisiones del concilio. Son las tres primeras condiciones requeridas por la naturaleza del concilio ecuménico[3].
Como todo debe venir de la cabeza, su acción no puede en modo alguno ser suplida. Y si, por un imposible, el entero colegio episcopal se reuniera sin él, tal asamblea no sería concilio y sus decisiones no tendrían valor alguno, pues  se habría separado de la fuente misma de la autoridad. En tal caso no sería ya más que una multitud confusa y sin lazo que la uniera y se hallaría despojada de la institución divina que hace de ella un solo colegio por la presencia y la incesante operación de su cabeza.
Así la acción de la cabeza es absolutamente la acción principal, es decir: se requiere absolutamente que los actos del concilio sean actos propios de esta cabeza, a fin de que puedan tener su valor, por un como influjo interior del poder principal y propio de ella[4].
Eso es lo que el Soberano Pontífice expresa excelentemente, ya mediante la confirmación dada separadamente a los decretos conciliares, ya mediante esa forma solemne, que contiene la confirmación en los decretos mismos y que emplea el Soberano Pontífice cuando preside en persona y promulga los decretos en su propio nombre: sacro approbante concilio. Esta última forma pone del mayor relieve la autoridad de la cabeza y la cooperación de sus miembros. Es muy propia para expresar una y otra, y significa enérgicamente su relación mutua; así como el misterio de la vida de la Iglesia, misterio que es el alma del concilio, no se manifiesta nunca más solemnemente que cuando el Papa preside personalmente al episcopado congregado.




[1] San Ignacio de Antioquía llama así al colegio apostólico: Carta a los Filadelfios 5. PG 5, 701.

[2] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica PL 4, 500: «El comienzo tiene su punto de partida en la unidad.» El primado se da a Pedro y se (nos) muestra una Iglesia única, una cátedra única. Todos son pastores, pero se nos señala que no hay más que un rebaño, al que apacientan los apóstoles en unánime acuerdo. San Cirilo de Jerusalén llama a los apóstoles «cabezas del mundo entero, jueces del universo».

[3] Código de derecho canónico, can. 222, 1: «No puede haber concilio ecuménico si no ha sido convocado por el Romano Pontífice.
2. Pertenece al mismo Romano Pontífice presidir, por sí o por otros, el concilio ecuménico, determinar y señalar las cosas que en él han de tratare y el orden que hay que seguir, así como ver el concilio y confirmar sus decretos”.

[4] San Nicolás I (858-867), Carta 12, a Focio; PL 119, 788; Labbe 8, 285: “(La Santa Sede de la Iglesia romana), por cuya autoridad y sanción se consolidan y reciben consistencia todos los sínodos y sagrados concilios”. Id... Carta 45, al emperador Miguel; PL 119, 858; Labbe 8, 291: “¿Qué se decide definitivamente y se aprueba perfectamente que no haya sido aprobado por la sede del bienaventurado Pedro, como la sabéis vos mismo? Cómo, por el contrario, sólo lo que esta sola sede ha condenado, queda condenado hasta ahora”.