martes, 25 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. I (III de III)

Observaciones históricas.

Tales son, pues, las cuatro condiciones que debe reunir el concilio ecuménico para expresar plenamente, tanto por parte de la cabeza, como por parte de los miembros, la noción que hay que formarse de él.
El concilio, hemos dicho, debe ser convocado, presidido y confirmado por el Soberano Pontífice, y todo el episcopado debe ser llamado al mismo.
Sin embargo, estas cuatro condiciones no son igualmente indispensables.
De las tres condiciones que respectan a la acción de la cabeza, es decir, del vicario de Jesucristo, y que son la convocación, la presidencia y la confirmación de los decretos por su soberana autoridad, la última tiene la propiedad de poder suplir las otras dos.
El misterio del episcopado unido a  su cabeza puede así verificarse posteriormente, cuando esta cabeza, confirmando las decisiones de la asamblea de los obispos, les da por su autoridad principal el carácter de actos jerárquicos de la cabeza y de los miembros.
Pero como, por otra parte, el misterio del episcopado unido a su cabeza es independiente del número de los obispos reunidos, esta confirmación es la única condición absolutamente necesaria y que no puede suplirse en manera laguna. Confirmando los actos de la asamblea es como propiamente el Soberano Pontífice los convierte en actos conciliares, es decir, hace de ellos una manifestación y una expresión del gran misterio de la vida jerárquica que une a la cabeza y a las miembros y hace que comuniquen los miembros en la operación de la cabeza. A él sólo, como a vicario de Jesucristo, corresponde asociar visiblemente los miembros del episcopado a la acción vivificante de Jesucristo sobre todo el cuerpo de la Iglesia universal, derramar como de su fuente y hacer que corra por ellos esta acción.
Así la historia nos muestra que las otras condiciones distintas de la confirmación de los decretos por los Soberanos Pontífices no se verificaron en todos los casos y que a veces fueron suplidas por esta misma confirmación con la aceptación del episcopado disperso.
El concilio de Constantinopla, segundo ecuménico (381), sólo puede conservar su rango si se le aplica esta doctrina. No fue, en efecto, convocado por el Sumo Pontífice ni presidido por sus legados, ni tampoco fueron convocados todos los obispos. A este concilio, como a otros varios, solo fueron llamados los obispos de Oriente[1].

En todos los casos la confirmación dada a los decretos por el Sumo Pontífice basta constantemente para expresar la acción de la cabeza; por lo que hace a la cooperación de los miembros, todavía puede decirse que todos los concilios ecuménicos, cualquiera que fuera el número de los obispos convocados y de los efectivamente presentes, fueron asambleas del episcopado entero, tanto por la naturaleza del orden episcopal, poseído entera y solidariamente por todos los miembros del colegio, como par la aceptación y el consentimiento de todos los obispos del mundo católico, unidos implícitamente, inevitable y, actualmente con su cabeza, consentimiento que es una cooperación tácita y misteriosa, pero eficaz y muy verdadera, en la obra llevada a cabo por los miembros reunidos.
Así, en toda asamblea de obispos presidida o confirmada por el Soberano Pontífice, reconocía la antigüedad la autoridad suprema y sin apelación del vicario de Jesucristo y del episcopado; y si no todas estas asambleas se cuentan en la serie clásica de los concilios ecuménicos, ello es debido a que entre estos concilios de poder igualmente soberano se distinguía a los que fueron más célebres y cuyas decisiones tuvieron mayor importancia.
Se llamaba a éstos los grandes concilios, y por ellos comienza la lista recibida de los  concilios generales. Se reservaba este rango a aquellos concilios cuyas definiciones solemnes habían marcado las principales etapas del desarrollo del dogma cristiano y las mayores victorias reportadas sobre las herejías.
Éstos eran en un principio los cuatro concilios de Nicea (325), de Constantinopla (381), de Éfeso (431) y de Calcedonia (451), comparados por los Padres con los cuatro Evangelios por razón de las espléndidas declaraciones de la doctrina católica que el Espíritu Santo había dictado en ellos[2]. Más tarde se contaron los ocho concilios[3].
Pero, repitámoslo, con el rango más glorioso otorgado a estos ocho concilios no se entendía disminuir la autoridad de asambleas menos célebres que, convocadas o presididas por el vicario de Jesucristo, tenían derecho al mismo respeto y a la misma obediencia, y cuyas decisiones dogmáticas eran igualmente infalibles, y sus decretos igualmente soberanos y sin apelación.
Tal fue el concilio de Sárdica (347)[4]; tales fueron los concilios romanos[5] que celebraba el Papa, no como patriarca o metropolitano, sino como vicario de Jesucristo y como cabeza suprema de la Iglesia católica. En uno de estos concilios fue donde se restableció a san Atanasio en su sede[6], y en ellos se trataban constantemente los asuntos más considerables del universo cristiano. En las ocasiones más graves se llamaba a ellos a los obispos de las regiones lejanas, y si tal convocación especial no tenía siempre lugar, se suplía por una como invitación general y permanente y por la admisión de todos los obispos presentes en Roma, cualesquiera que fueran sus sedes o sus patrias. Este derecho de todos los obispos a tomar parte en aquellos concilios presididos por el Sumo Pontífice era tan manifiesto y estaba tan bien establecido por la práctica constante, que comúnmente tenían en ellos su rango asignado por el derecho y el uso de las precedencias. Por esta razón, en el concilio de Bari (1098), presidido por el beato Urbano II y que pertenecía a esta clase de concilios, hubo dificultades a propósito de san Anselmo y del rango que debía ocupar en él. Faltaban precedentes, no habiendo comparecido todavía ningún arzobispo de Cantorbery[7].
Así, en la antigüedad, no todos los concilios revestidos de la autoridad soberana llevan el nombre de los grandes concilios ni ocupan todos un puesto en la serie de los concilios ecuménicos, pudiendo dividirse en dos clases, a saber: los que asumen esta calidad y los que sin recibir tal nombre fueron verdaderamente reunidos o presididos por el Soberano Pontífice, no ya en calidad de patriarca o de metropolitano, sino en calidad de pastor, de doctor y de juez de la Iglesia universal. Pero esta distinción entre los concilios no llega al fondo de las cosas. Unos y otros pudieron con mucha verdad recibir, y en efecto recibieron, del Sumo Pontífice la misma autoridad, porque en los unos como en los otros aparece el misterio del episcopado unido a su cabeza y recibiendo de ella la participación en la plenitud del poder para el gobierno de la Iglesia universal. Si difieren, es únicamente en el grado de esplendor: es que no tienen todos la misma majestad; es que no todos ocupan el mismo rango en la historia de la Iglesia: es que no todos marcan igualmente las fases de su vida y las horas solemnes de sus combates contra los errores y contra las potencias enemigas.
Cuando posteriormente el cisma de los griegos y la invasión musulmana impidieron que se celebraran los concilios en Oriente, la serie comenzada por los ocho grandes concilios reunidos entre los griegos se continuó hasta nuestros días por los concilios generales convocados en Occidente, todos los cuales llevan el nombre de ecuménicos[8]. Al mismo tiempo esas asambleas menos solemnes que hemos comprendido bajo el nombre general de concilios romanos comenzaron a desaparecer insensiblemente en la historia. Aquellas asambleas compuestas hasta entonces principalmente por obispos occidentales, perdieron el rasgo que en otro tiempo las distinguía particularmente de los grandes concilios ecuménicos tenidos en Oriente, una vez que los concilios generales, reunidos en Occidente, estuvieron formados casi exclusivamente por obispos latinos.
Por lo demás, es claro que aquí no entendemos hablar de otros concilios romanos, concilios particulares de la provincia romana, tal como fue en los últimos tiempos el convocado por el Papa Benedicto XIII (1740-1758), y al que sólo fueron llamados los sufragáneos de Roma y los obispos que, por privilegio, no tenían otro metropolitano que al Sumo Pontífice. Estos concilios no entran en la economía y en el gobierno de la Iglesia universal. Pero las asambleas episcopales de que hablamos, llamadas por el Sumo Pontífice a tratar asuntos del mundo entero, aunque situadas un tanto por debajo de los concilios ecuménicos propiamente dichos por razón de la solemnidad y esplendor, sin embargo, se sitúan junto a ellos por la autoridad que reciben del vicario de Jesucristo[9].
Ahora bien, en esta clase debemos incluir: primero, las asambleas de obispos que celebraba el Papa en la misma Roma y que son los concilios romanos propiamente dichos; en segundo lugar, los concilios de igual naturaleza que el Papa, como Sumo Pontífice, reunía en otras regiones, como por ejemplo el concilio de Bari (1098), en el que estuvo presente san Anselmo, y en tercer lugar ciertos concilios revestidos del mismo carácter de soberanía y presididos por legados, tales como el concilio de Sárdica (347). Finalmente, creemos que todavía se pueden añadir a estos concilios ciertas  asambleas que no tenían por sí mismas autoridad general, pero cuyos decretos, posteriormente, debido a la confirmación del Soberano Pontífice, vinieron a ser definiciones y leyes de la Iglesia universal.
En esto no hacemos sino aplicar los principios comúnmente recibidos. Sabemos, en efecto, que la confirmación del Sumo Pontífice puede suplir las otras condiciones requeridas para la ecumenicidad de los concilios generales. Con más razón bastará esta confirmación para hacer que estas asambleas entren en la clase de los concilios soberanos de orden secundario. Lo que es verdad del concilio de Constantinopla, segundo ecuménico, es igualmente verdad de éstos, y la confirmación de los decretos por el Sumo Pontífice suple los defectos de la convocación por su autoridad y de su presencia a la cabeza de los mismos, como la aceptación por la Iglesia universal suple el llamamiento de todo el episcopado.
A nuestro parecer, esto se puede decir del concilio II de Orange (529), cuyos decretos, confirmados por el papa Bonifacio II (530-532), fueron recibidos como definiciones de fe y acabaron de derrocar a las herejías pelagiana y semipelagiana. En los antiguos manuscritos se dice de esta asamblea: «Este concilio de Orange fue confirmado por un decreto del Papa Bonifacio, y quienquiera que abrigue otros sentimientos que los de este concilio y de este decreto del Papa debe saber que está en oposición con la santa sede apostólica y con la Iglesia universal»[10].
 «Nadie, en efecto, dice Bossuet, duda que este concilio fuera recibido universalmente y que, por consiguiente, tenga fuerza de concilio ecuménico»[11].



[1] El concilio fue convocado por el emperador Teodoro: Sócrates, Historia eclesiástica, 7, 7; PG 67, 576; Sozómeno, Historia eclesiástica, 1429. Sólo fueron convocados los obispos del imperio de Oriente: Teodoreto, Historia eclesiástica, 5, 6-7; PG 82, 1208; de hecho sólo se vieron en el concilio obispos orientales. El Papa Dámaso, que no había sido convocado, no apareció ni estuvo representado allí. Cf. Hefele 2, 4-5. Primeramente la aprobación pontificia versó sólo sobre el símbolo pero no sobre los cánones; San León, Carta 106 a Anatolio; Mansi 6, 204; San Gregorio Magno, Carta 34 (1. 7); PL 77, 893; cf. Hefele 1, 62-63; 2, 42-48.

[2] San Gregorio Magno, Carta 25 a los Patriarcas Juan..., PL 77, 478: «Reconozco recibir y venerar los cuatro concilios como los cuatro libros del santo Evangelio.».

[3] Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431), Calcedonia (451), Constantinopolitano II  (553), Constantinopolitano III (680), Niceno II (787), Constantinopolitano IV (869).

[4] Cf. Hefele 1, 737-812.

[5] Llamamos en particular la atención del lector acerca del concilio Romano IV del año 382. Este concilio satisface las cuatro condiciones requeridas, en forma más completa que el concilio de Constantinopla I (371), convocado por el mismo tiempo y único inscrito en la lista de los concilios ecuménicos. Véase Labbe 2, 1013; Mansi 3, 639; Hefele 2, 57-63.

[6] Concilio Romano de 340; Hefele 1, 699.702.

[7] Labbe 10, 612; Mansi 20, 947; Hefele 5, 459.

[8] Letrán (1123), Letrán II (1139), Letrán III (1179) Letrán IV (1215), Lyon (1245),  Lyón II (1274), Viena de las Galias (1311), Constanza (1414-1418), Basilea (1431 ss), Ferrara-Florencia (1438-1439), Letrán V (1512-1517), Trento (1545-1563).

[9] Hay una como continuación y tradición de estos antiguos concilios romanos en la solemne canonización de los santos, en la que todos los obispos presentes en Roma participan con su sentencia y su asistencia, y que de esta manera adquiere cierto carácter de acto conciliar de la Iglesia universal unida a su cabeza. Cf. Benedicto XIV, De Beatificatione et Canonisatione, L. 1, c. 34, n. 2.

[10] Labbe 4, 1673; Mansi 8, 719; Hefele 2, 1093: En el manuscrito de Saint-Maur-les-Fossés... y en otro manuscrito semejante, en la biblioteca de Sainte-Marie-de-Laon, la carta (del Papa) está situada antes de las actas del concilio mismo, por respeto a la sede apostólica, y se halla la nota siguiente sobre esta breve carta a propósito de la autoridad de este concilio: "En este sitio tuvo lugar el concilio de Orange, que el Papa san Bonifacio confirmó con su autoridad...

[11] Bossuet, Défense de la Tradition et des saints Péres, 2 parte, libro 5, cap. 18, en Œuvres complètes, p. 287.