martes, 25 de marzo de 2014

Si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora, por el P. Basilio de San Pablo, C. P. (VIII de VIII)

Algunos expresivos testimonios

   Así han contemplado la permisión del pecado original cuantos han intentado armonizar entre sí la sentencia tomista con la escotista acerca del motivo de la encarnación en una visión más amplia, perfectamente en armonía con la mente de los Padres y de los teólogos orientales. Tal, por ejemplo, Molina, entre los antiguos, cuando escribe:

   Haec omnia et infinita alia intuentem contemplari debemus Deum antequam quidquam constitueret. Cum vero habitudines finium, rerumque omnium inter se, plenissime cognosceret, integrumque illi esset, non velle permitiere ruinam generis humani nisi per Christum felicissime vellet ei subvenire, neque item velle Incarnationem nisi tamquam partem sui finis integri adiunctam haberet reparationem generis humani[1].

   En los tiempos modernos escribe en forma bastante parecida Matthias Josef Scheeben:

   "El Hombre-Dios a causa de su dignidad infinita, no puede desempeñar un papel subordinado, secundario, en el plan de Dios. Todo cuanto es y todo cuanto hace no puede explicarse únicamente por el hombre y por el pecado. La razón de su existencia es esencialmente Él mismo y Dios. Y al ser dado a los hombres y entregado por amor a los hombres, éstos llegan a ser más propiedad suya que no Él propiedad de ellos; y así como su entrega redunda en provecho de los hombres, redunda también en su propio honor y en gloria de su Padre. Así como Él y su actividad se destinan a la salvación de los hombres y de todo el universo, así los hombres y el universo entero se destinan a Él como Cabeza y Rey suyo; el cual precisamente librándonos de la esclavitud del mal hace de ellos su reino y los coloca juntamente consigo a los pies del Padre celestial para que Dios lo sea todo en todos"[2].

   No de otra manera discurre el Padre Galtier. Apoyándose en la autoridad de San Agustín y San Ambrosio, concluye:

   "Ni el uno ni el otro insisten a este propósito sobre la manera cómo se acudiría a la reparación del pecado de los hombres. Los Padres griegos se muestran a este respecto más precisos y concluyentes. Su respuesta general es que Dios, previendo y permitiendo el pecado de Adán, preveía la reparación que había de realizar el Verbo encarnado"[3].


   Escudado en otro testimonio de San Ireneo, escribirá:

   "Los dos Adanes consiguientemente deben ser tenidos como solidarios. No se concibe al primero sin el segundo; siendo el segundo de hecho quien en el pensamiento de Dios preside o cuando menos explica la creación del primero"[4].

   Scheeben no concibe al hombre del paraíso terrenal sino en la órbita de Cristo, pues escribe:

   "Tan sólo por medio del Hombre-Dios son propiedad del linaje el poder y el derecho de ser hijos de Dios; sólo el Hombre-Dios es verdaderamente el padre sobrenatural del linaje humano. Solamente por Él y con vistas a Él podemos decir por tanto que dio Dios al padre natural del linaje el privilegio altísimo de que de él naciesen no solamente simples hombres, sino hijos de Dios. Adán era un tipo de Cristo, según las palabras de Apóstol; era tipo de Cristo, porque su paternidad terrena simbolizaba y prefiguraba la paternidad celestial del Hombre-Dios, y precisamente porque el poder y la dignidad del antitipo se irradiaban sobre su tipo —y solamente por tal motivo- participaba Adán en cierta manera de la paternidad sobrenatural de Cristo"[5].

   El Padre Colomer coloca en el centro de todas las cosas a Cristo, pero no al Cristo glorioso de los escotistas, sino al Cristo crucificado de nuestra fe:

   "Si toda la creación, por el mismo plan divino de las cosas, converge a Jesús como a centro y cumbre divina, toda ella mira y se endereza a Jesús crucificado, puesto que así ha tenido a bien su misericordioso amor venir a ponerse en el centro y nudo de las obras divinas. De hecho no hay otro Jesús que Jesús crucificado. Luego las hondas relaciones de las cosas con Jesús son de hecho relaciones con Jesús crucificado. Él es el centro del universo y el punto adorable adonde se dirigen las miradas, los anhelos y como la misteriosa gravitación superior de todas las criaturas. Jesús crucificado es la cumbre de las obras de Dios y el eje divino del mundo de las cosas"[6].

   Debemos felicitarnos por estos y otros parecidos testimonios, reveladores de que la doctrina oriental referente a la permisión del pecado original dentro de un plan redentor encuentra eco entre los teólogos occidentales. Es de esperar llegue finalmente a imponerse entre ellos.


CONCLUSION

   Con lo dicho, entiendo, queda suficientemente demostrado que la permisión del pecado no debe concebirse fuera de toda economía reparadora, sino dentro de la maravillosa en que efectivamente lo contemplamos reparado.
   Nada ha definido sobre este particular el magisterio supremo de la Iglesia: de aquí el que se trate de un punto de libre discusión teológica. Hemos visto que dentro de esa libertad, las dos más celebradas escuelas de Occidente colocan su permisión fuera de toda economía reparadora, mientras que la teología oriental no acierta a concebirla sino dentro de ella.
   No estará por demás estudiemos qué sea lo más razonable, lo más conforme con los datos revelados, y hasta lo más en armonía con las divinas perfecciones, la gloria de Jesucristo y la dignidad del hombre.
No cabe duda que impresiona angustiosamente esa especie de bomba atómica caída sobre la misma cuna del género humano, al permitir Dios el pecado del primer hombre, arrastrando en su ruina a todos sus descendientes. Esa impresión se borra, o si queremos mejor, se convierte en adoración e himno de gratitud, con sólo admitir que el primer Adán cae dentro de la órbita del segundo, en la que sobran energías sobrenaturales para reparar todas las quiebras consiguientes a la esencial defectibilidad humana.
   Se preguntará el Angélico si convenía que Dios evitase la caída del primer hombre, respondiendo de plano que no convenía, por diversas razones. Las divinas perfecciones, la gloria de Jesucristo, el provecho del hombre, todo se nos muestra realzado en esta maravillosa economía. Ni mundo sin pecado, ni pecado sin reparación, ni reparación sin satisfacción[7].
   La cuestión referente al motivo, o razón determinante, de la encarnación del Verbo, propuesta con la estrechez que se hace en las escuelas occidentales —si homo non peccasset— parece no tener solución. Acaso la tenía muy fácil a través de la cuestión de si la permisión del pecado original debe concebirse fuera o dentro de la economía redentora. De cuanto llevamos esclarecido parece deducirse muy claramente que el primer hombre, con todo cuanto es y representa en el plan divino, cae de lleno dentro de la órbita de Cristo y consiguientemente su primer pecado dentro de la maravillosa economía redentora que preside el mundo de la gracia.




[1] Comm. in I P. Div. Thom., qu. 23, a. 4 y 5, disp. 1, membrum 7.

[2] Los misterios del cristianismo (Barcelona 1953) 453.

[3] Les deux Adam (París 1947) 76.

[4] lb., p. 78. 52 Obra citada, c. 3, párr. 36.

[5] Obra citada, c. 3, párr. 36.

[6] El sacrificio do Jesús (Valencia 1933) 98.

[7] Opusc. 26. De rationibus fidei c. 7.