sábado, 28 de junio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VI (V de V)

Acción del laicado.

El colegio sacerdotal de la Iglesia tiene, por tanto, tres funciones principales: asistir al obispo, suplirlo durante la sede vacante, elegir por derecho ordinario y presentar al superior el sucesor en la sede vacante. En estas tres funciones conserva su prerrogativa el orden de los presbíteros. Sólo los presbíteros son los que, por naturaleza de su sacerdocio, forman esencialmente el senado de la Iglesia.
Sin embargo, desde los primeros tiempos eran invitados los diáconos a formar con ellos este venerable tribunal. En efecto, este tribunal llamaba en su ayuda a sus oficiales, como en nuestra magistratura moderna vemos, además de los jueces que dictan las sentencias, un orden de magistrados destinados a asesorarlos y a prestarles asistencia.
Luego, como en aquellos juicios sagrados se efectuaba todo con religiosa condescendencia y con una especie de facilidad confiada, se dejaba fácilmente a los diáconos levantar la voz y dar su parecer, y sin discutir en el fondo sobre el carácter consultivo o deliberativo de los sufragios, la asamblea entera tomaba delante de Dios sus decisiones conformándose con el parecer de los más prudentes. Así, en la práctica, sin engolfarse en distingos, bastaba que el consentimiento de los sacerdotes diera su valor a las resoluciones.
De resultas de estas mismas facilidades no fueron los diáconos los únicos admitidos en el consejo de las Iglesias. Los clérigos de los órdenes inferiores entraron también en ellos y hasta entrada la edad media se ven las deliberaciones capitulares de la Iglesia de París suscritas en nombre de todos por tres diputados de cada uno de los órdenes de los presbíteros, de los diáconos y de los subdiáconos, y por tres jóvenes de la escuela de los clérigos, que representaban el colegio de los lectores[1].
Pero esto no es todo, y las santas condescendencias de la Iglesia fueron todavía más lejos.
Las Iglesias son como familias instituidas divinamente. En ellas hay una paternidad venerable en el sacerdocio, y por parte de los fieles, hijos unidos con su clero y unidos entre sí por un vínculo sagrado. Según los tiempos, el fervor de los pueblos les hace saborear y sentir más o menos vivamente este misterio de unidad.
Se ha visto a los cristianos arrebatados, por decirlo así, de ardiente amor a sus Iglesias, concentrar en ellas sus más vehementes afectos, vivir de su vida y apasionarse por ellas.
Así, desde los tiempos apostólicos y dondequiera que los cristianos manifestaron estos bellos sentimientos, los obispos no vacilaron en llamar al entero pueblo fiel a conocer en los principales hechos de la administración apostólica. Gustaban de hablarles de los actos más importantes de su gobierno paternal[2]; les proponían los nombres de los que destinaban a formar el clero y les pedían su sufragio[3].

Por su parte el pueblo, estimulado por tales muestras de confianza de sus pastores, tomaba a veces la iniciativa y presentaba por sí mismo la expresión de sus deseos.
Con ello no perdía nada la autoridad episcopal ni la podían turbar aquellas manifestaciones populares. Esta autoridad les dejaba tanto mayor libertad cuanto más segura estaba del respeto filial de sus decisiones.
Los obispos obraban de la misma forma en la administración de lo temporal y de las limosnas que se les confiaban.
Finalmente, en las elecciones episcopales, el pueblo cristiano, con frecuencia consultado a propósito de la promoción de los clérigos inferiores, era admitido equitativamente a formular sus votos[4]. Se le consultaba o él mismo se pronunciaba. Todo debía efectuarse con orden y buen acuerdo, y si alguna vez el carácter popular de tales manifestaciones las hacía degenerar y ocasionaba tumultos, la autoridad de los metropolitanos o de los obispos co-provinciales era poderosa para ponerles remedio.
Se ha querido abusar contra la constitución de la Iglesia de aquellas admirables y maternales condescendencias de la misma para con sus hijos, los laicos, y de aquella participación ardiente que tomaba el pueblo fiel en la vida de las Iglesias particulares. Se ha querido hallar en ellas un argumento en favor de una presunta democracia cristiana en la que toda la autoridad viniera de abajo, contrariamente al orden de la misión divina.
Pero en estas palabras: «Como a Mí me envió el Padre, Yo os envío a vosotros» (Jn XX, 21), estableció Jesucristo toda la forma de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares.
Estas palabras conservan su vigor; y después de esto ¿qué tiene de extraño que, por una equitativa y santa economía, los cristianos apasionados por el bien y el orden de su Iglesia, ligados con ella y hechos sus miembros por el bautismo, por los sacramentos, por todas las comunicaciones de la vida espiritual, estando en comunión con la Iglesia universal y con Jesucristo en la comunión de su Iglesia, viviendo en ella y recibiendo por ella el alimento de sus almas, fueran admitidos a conocer de los principales acontecimientos de su vida, a afligirse por sus dolores, a regocijarse de sus progresos?
Tal era el sentido de la cuaresma y de las grandes observancias públicas. Todos juntos hacían penitencia por los escándalos que la afligían; todos juntos trabajaban por la curación de los miembros enfermos y por el alumbramiento de los hijos de Dios, y si el gozo de las fiestas pascuales era tan grande para todos era porque celebraban en ellas, con el misterio del bautismo, el acrecentamiento de su sociedad y la santa fecundidad de su madre muy amada.
Después de esto era natural que tomaran como propios sus intereses, que eran realmente sus intereses más sagrados; en ello ponían todo su ardor, y precisamente en este espíritu eran llamados a elevar sus aclamaciones y a proponer la elevación de quienes creían más dignos de ser los guardianes y depositarios de estos intereses.
Por lo demás, todavía en nuestros días se ve algo parecido en el seno de los monasterios y de las comunidades cuyos vínculos se han mantenido más estrechamente; en ellas se practica la elección popular, mas no por ello se piensa en erigirlas en repúblicas democráticas.
Pero, desgraciadamente, el pueblo fiel se ha desinteresado demasiado de la vida de la iglesia particular, poco a poco se ha retirado de ella; sin embargo, no cesa de pertenecerle por un lazo sagrado, aunque conoce poco su misterio. Así, no interviene ya de forma tan destacada en los acontecimientos de la vida eclesiástica, como tampoco pone ya en ellos el mismo entusiasmo.
Sin embargo, la jerarquía no ha cambiado de carácter con las disposiciones variables de los hombres; era antiguamente lo que es ahora, es decir, una sucesión de poderes que descienden del trono divino por grados ininterrumpidos; en ella todo viene de lo alto, y la autoridad no tiene nunca su origen en los súbditos sobre los que se ejerce.
Era necesario dar rápidamente estas explicaciones sobre la constitución esencial de la Iglesia particular y sobre los movimientos de su actividad vital.
Tendremos ocasión de volver sobre estas materias y sobre los cambios accidentales que se han producido con el tiempo cuando nos ocupemos expresamente de su historia.
Sin embargo, desde ahora podemos decir que por el movimiento de las cosas humanas se ha ido concentrando poco a poco la acción del presbiterio en cierto número de sus miembros principales, por lo menos por lo que atañe al arreglo de los asuntos eclesiásticos ordinarios.
Ya hemos mencionado la práctica de la Iglesia romana en el siglo VII, de dar a tres cabezas de orden toda la autoridad del presbiterio cuando se hallaba vacante la santa sede.
Esta disciplina no era seguramente tan exclusiva del sufragio de los principales sacerdotes y diáconos, que no se llamara también a éstos a deliberar en común bajo su presidencia.
Sobre todo en las elecciones episcopales, debido a su importancia capital, los cuerpos eclesiásticos que no podían desinteresarse de ellos conservaron largo tiempo el uso de asambleas más completas.
Pero aun en estas ocasiones los principales entre el clero tomaban, en diversas formas, la parte más considerable en la acción: unas veces algunos dignatarios o algunos miembros escogidos proponían con un primer sufragio su elegido a los sufragios sucesivos de los diferentes órdenes del clero[5], otras veces los principales clérigos se reservaban en común la elección que el resto del clero se contentaba con aprobar o aclamar.
Esta parte principal asignada a los principales entre el clero acabó por convertirse para ellos en un derecho exclusivo, derecho secundario y basado en el derecho radical y primitivo del conjunto del antiguo presbiterio.
Así con el tiempo los cardenales o primeros titulares de la Iglesia romana, y los que en las otras Iglesias fueron llamados canónigos de las catedrales, ellos también titulares principales de tales Iglesias, heredaron el ejercicio de todas las funciones comunes al cuerpo del presbiterio y hoy día le representan en toda la venerable autoridad que le corresponde por su origen y por su puesto en el misterio de la jerarquía de la Iglesia particular.
Lo que decimos aquí del clero se aplica también al pueblo fiel por lo que hace a la parte que antiguamente tomaba en los asuntos de las Iglesias y en las elecciones episcopales.
Cuando se hizo cristiana la entera sociedad civil, ella misma, guardando su jerarquía particular, fue el pueblo cristiano de las Iglesias. Los magistrados y los principales de la ciudad u hononati, hechos cristianos con todo el cuerpo social, representaron natural-mente al elemento laico de la Iglesia, y se les vio ocupar poco a poco el puesto del pueblo fiel en los asuntos en que hasta entonces había dejado éste oír su voz.
En su calidad de representantes del pueblo fiel de representantes de la sociedad civil, confundida ya con el orden laico de la Iglesia, suscribían los decretos de elección[6].
Posteriormente, aquella participación otorgada al elemento laico por la condescendencia de la autoridad jerárquica remontándose cada vez más hacia los jefes del pueblo, acabó por concentrarse en la persona de los soberanos y de los señores territoriales; así tomó las diferentes formas de patronato eclesiástico, y esta disciplina subsiste hasta cierto punto, por lo menos en su espíritu, hasta en los concordatos de los tiempos modernos.
Es importante hacer resaltar este carácter de la intervención laica debida a la condescendencia maternal de la Iglesia, a fin de no ver en ella un principio de gobierno democrático en los tiempos primitivos y un derecho de la autoridad temporal sobre las cosas de la religión en los tiempos modernos.



[1] Pastoral de la Iglesia de París (1201), l. 2, c. 7, p. 58 (manuscrito de les Archives nationales). Carta de Gilberto, obispo de París (1122), en Lobineau, t. 3, p. 59.

[2] San Cipriano, Carta 11, al pueblo, 1; PL 4, 257: «Los bienaventurados mártires nos han escrito a propósito de ciertos lapsi solicitando el examen de sus peticiones. Cuando, una vez que nos haya dado el Señor la paz a todos y hayamos retornado a la Iglesia, las examinaremos una por una con vuestro concurso y sufragio».

[3] Id., Carta 33.

[4] San Gregorio (590-604), libro 6, Carta 21, a Pedro, obispo de Otranto; PL 77, 812: «Tu fraternidad estará a punto de dirigirse a esas sobredichas Iglesias y advertirá sin demora con asiduas exhortaciones al clero y al pueblo de esas mismas Iglesias para que, lejos de toda pasión, reclamen a los que de un solo y mismo acuerdo han elegido anticipadamente sacerdotes que merezcan ser juzgados dignos de tan gran ministerio y que no desprecien, en modo alguno, los venerables cánones.»

[5] Concilio de Roma (1059), decreto sobre la elección del Romano Pontífice; Labbe 9, 1103; Mansi 19, 903: «Decidimos y ordenamos que después de la muerte del Pontífice de esta Iglesia romana, ante todo los cardenales obispos deliberen en común y con el mayor cuidado sobre la elección; que hagan venir en seguida a los cardenales clérigos, luego al resto del clero y del pueblo para prestar adhesión a la nueva elección... Y que así esos hombres religiosísimos (es decir, los cardenales obispos) sean guías en el buen resultado de la elección del Pontífice, y que los otros los sigan dócilmente...» Acerca de los problemas de autenticidad y de interpretación de este texto, una de cuyas versiones fue falsificada por dos partidarios del antipapa Guiberto antes de 1097, véase Hefele 4, 1139-1165. Concilio de Letrán (769), ac. 3, Labbe 6, 1722-1723; Mansi 12, 719: «So pena de excomunión vedamos que cualquier laico ose jamás tomar parte, ya de mano armada, ya de otra manera, en la elección del Pontífice, sino que esta elección pontificia sea hecha por ciertos sacerdotes y dignatarios de la Iglesia y por todo el clero. Y antes de que el Pontífice elegido sea conducido al palacio pontificio (patriarchium), todos los oficiales, todo el ejército, los burgueses de distinción y la totalidad del pueblo de esta ciudad de Roma deben apresurarse a saludarlo como señor de todos. Y así, según la costumbre, deben firmar todos los que hayan hecho la elección y todos los que la acepten. Ordenamos en nombre del juicio de Dios y so pena de excomunión que se proceda de la misma manera (en las elecciones episcopales) en las otras Iglesias»; cf. Hefele 3, 734-735. Ibid., ac. 4; Labbe 6, 1724, Mansi 12, 721: «Si alguien osa oponerse a los sacerdotes, a los dignatarios de la Iglesia o a todo el clero en la elección de su pontífice según esta tradición canónica, sea anatema.»

[6] Diurnal, c. 2, tít. 2; PL 105, 29: «Reunidos con nosotros, según el uso, todos los sacerdotes dignatarios de la Iglesia, todo el clero, los oficiales y todo el ejército, los burgueses de distinción y la totalidad de este pueblo de Dios establecido en Roma...» Ibid., PL 105, 31: «Todo el clero, los oficiales, los soldados y los burgueses firman igualmente.» Ibid.; PL 105, 33: «Firma de los laicos: Yo, N...., servidor de Vuestra Piedad, por esta elección que hemos hecho de Vos, N.... venerable archidiácono de la santa sede apostólica, y reconociéndoos como nuestro elegido, firmo» Ibid., c. 2, tit. 4; PL 105 34: «Reunidos con nosotros, según el uso, los familiares del clero y del pueblo, los dignatarios y todo el ejército... Hacemos esta elección solemne, con-firmamos con las manos levantadas los deseos de los corazones sobre su elección, y por nuestros votos hemos enviado, N..., venerable sacerdote, N..., notario de la región...».