jueves, 5 de junio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. La Iglesia Particular. Cap. V (IV de IV)

Dos «sacramentos» de la unidad.

Es gran satisfacción para el cristiano ver cómo la divina constitución de la Iglesia particular se mantiene siempre inmutable en sustancia bajo la vestidura variable de los accidentes y de las instituciones humanas, y cómo su unidad esencial permanece inviolable en la fecunda repartición de los trabajos y de las solicitudes que se hacen entre sí los ministros del Evangelio.
En la antigüedad y durante largos siglos, esta bienaventurada unidad de la esposa de Jesucristo conservada en cada Iglesia, era claramente recordada al pueblo por dos usos venerables, singularmente apropiados para atraer constantemente sus pensamientos hacia dicha unidad y hacia la cátedra del obispo, su centro y su foco.
Los describiremos aquí brevemente para consuelo del lector al terminar esta exposición.
El primero de estos usos antiguos es el de la concelebración en los santos misterios.
Todo el presbiterio de la Iglesia se reunía en torno al obispo en los días solemnes, le asistía en el altar y ofrecía con él un mismo sacrificio.
Los títulos estaban allí representados por los presbíteros cardenales, o por lo menos por la cabeza de sus colegios parciales. El pueblo de estos títulos se veía reunido en una sola asamblea.
En aquella acción sagrada, el obispo, todo el presbiterio y todo el pueblo aparecían unidos en torno al mismo altar. El obispo ofrecía el sacrificio como cabeza y príncipe de los sacerdotes; los presbíteros lo ofrecían también, pero uniéndose a él en una liturgia común, cooperando en su sacrificio y haciendo depender su propia acción de la suya.
El pueblo recibía el don divino por el ministerio único e indivisible de su obispo y de sus sacerdotes, y así los más augustos misterios de la religión le recordaban todo el orden de la Iglesia; el gran sacramento de la jerarquía se le revelaba al mismo tiempo que él participaba en el altar y conocía así la parte que se le otorga y el puesto que le corresponde en el nuevo orden y en el cuerpo místico de Jesucristo.
Esta enseñanza sagrada y esta celebración del misterio de la unidad eran juzgados tan importantes por la santa Iglesia romana, que en el caso en que fuera imposible la concelebración de la liturgia divina, la suplía y enseñaba a las Iglesias a suplirla con otra observancia no menos santa.
Había, en efecto, la costumbre de enviar a los sacerdotes de los cementerios y de los títulos que no podían reunirse, el fermentum, es decir, las divinas eulogia o la misma sagrada eucaristía consagrada por el obispo y ofrecida primeramente en su altar, a fin de que tal fermento divino, mezclado con el sacrificio de estos sacerdotes fuera un símbolo de unidad y significara la comunión de todos en el mismo altar en el sacrificio del obispo[1].

La Iglesia romana, madre y maestra de todas las Iglesias, dio a todas el ejemplo de la concelebración y conservó su uso hasta el siglo XIII[2]. Así tal disciplina, que dimanaba de esta fuente principal, era universal.
Teodulfo de Orleáns atestigua que se observaba exactamente en las Galias y en el imperio de Carlomagno[3]. Se mantiene hasta en nuestros días en pleno vigor en Oriente. Las Iglesias de Occidente la han conservado en algunas ocasiones solemnes, y no es difícil hallar vestigios y un recuerdo de la misma en ciertos usos del ceremonial moderno[4].
Otro uso del que queremos hablar también es el de las estaciones. Las asambleas sagradas a las que el obispo convocaba a todo su clero tenían lugar sucesivamente en las diversas basílicas y oratorios que formaban los títulos de la Iglesia. Así todas aquellas basílicas parecían no ser sino una sola y única catedral del obispo, que erigía en ellas su cátedra episcopal en los días designados.
Estas estaciones eran de dos clases: unas se referían a las fiestas cristianas, otras daban mayor solemnidad a las súplicas de los días de penitencia.
La Iglesia romana presidía también esta disciplina, y sus estaciones son conocidas todavía hoy por los fieles. Pero todas las demás Iglesias seguían sus huellas.
Por las homilías de san Juan Crisóstomo sabemos que la Iglesia de Constantinopla tenía estaciones solemnes[5]. De ellas se hallan también testimonios en los demás países de Oriente[6].
En Occidente, los antiguos ordinarios de las Iglesias nos han conservado el calendario de sus estaciones, las cuales se observaron largo tiempo. La Iglesia de Besanzón, las de Lyón, de París, de Orleáns y otras muchas conservan los monumentos de las mismas en sus archivos y en los textos antiguos[7]. La Iglesia de Metz las hacía anunciar por el diácono al pueblo el domingo precedente, conforme a un rito instituido por la Iglesia romana[8].
La misma santa Iglesia romana las mantenía con su autoridad como con su ejemplo;  y el papa san Gregorio VII recuerda al obispo de Poitiers la necesidad de ser fieles a la disciplina de las estaciones «como a una costumbre universal en la Iglesia católica»[9].
Hoy día quedan todavía algunos vestigios de las estaciones en las procesiones solemnes en que se reúnen en común el clero y el pueblo de todos los colegios y de todas las parroquias de una misma ciudad; ciertas Iglesias han conservado otros restos de estos usos tan venerados.
Esperamos que haya sido del agrado del lector que, en la concelebración y en la costumbre de las estaciones, le hayamos puesto ante los ojos estos dos insignes monumentos disciplinarios de la unidad de la Iglesia particular, y le hayamos hecho respirar unos instantes el perfume que exhalan estos ritos venerandos y la antigua religión de nuestros padres.
Los tiempos han podido transformar poco a poco y llevarse con ellos estas prácticas tan apropiadas para recordar a los pueblos el misterio de la jerarquía. Pero no han podido abolir este misterio mismo, en el que estos mismos pueblos no cesan de hallar, en la comunión de su obispo, la vida divina que dimana de Jesucristo, por el episcopado, a todo el cuerpo de la santa Iglesia.



[1] San Inocencio I, Carta 25, a Decencio, obispo de Gobio. 5 8; PL 20, 556-557: «A propósito del fermentum que enviamos cada domingo a los títulos has querido consultarnos inútilmente, pues todas nuestras iglesias están situadas en el interior de la ciudad. Los sacerdotes no se nos pueden unir ese día (el domingo) por causa del pueblo que les está confiado; por esto reciben, por medio de acólitos el fermentum que Nos hemos consagrado, para que sobre todo ese día no se sientan separados de nuestra comunión.»  Cf. Mabillon, loc. cit., 6; PL 78, 370.

[2] Inocencio III, El santo sacramento del altar, l. 4, c. 25; PL 217, 874: «Los presbíteros cardenales de Roma tenían la costumbre de estar en pie alrededor del Pontífice y de concelebrar con él.» Este uso desapareció seguramente cuando la residencia de los Papas en Aviñón transformó prácticamente el oficio de la Iglesia romana y del pueblo romano, que hasta entonces presidía el Soberano Pontífice y al que asistía el sacro colegio, en oficio privado de la capilla y de la corte pontificias. No tardó en caer en olvido hasta tal punto que Durando de Mende ni absolutamente su existencia.

[3] Teodulfo De Orleáns, Capítulos a los presbíteros de su diócesis, 46; PL 105, 206. "Los presbíteros que están en los alrededores de la ciudad o en la misma ciudad... reúnanse para la celebración pública de las misas.» Id., Adición al Capitulario, PL, 105, 208: "En la ciudad donde reside el obispo, los de la ciudad como los de la comarca, revestidos de ornamentos litúrgicos... deben asistir con devoción a esta misa (del obispo), luego... después de comulgar y de recibir la  bendición, regresen, si quieren, a sus títulos.»

[4] El Ceremonial de los obispos, l. 2, c. 8, prescribe todavía a los canónigos que rodeen al obispo revestidos de casulla cuando celebra solemnemente... El Misal romano conserva una verdadera concelebración de los sacerdotes en la consagración de los santos óleos en la misa crismal del jueves santo.

[5] San Juan Crisóstomo, Homilía sobre los santos mártires; PG 50, 645-654; Homilía I sobre los santos Macabeos; PG 50, 617-628.

[6] San Gregorio Niseno, Elogio de san Gregorio Taumaturgo; PL 46, 893-958. Concilio de Gangres, can. 5; Labbe 2, 414, Mansi 2, 1099; Hefele 1, 1035: "Si alguien enseña que se debe despreciar la casa de Dios, así como las reuniones que en ella se tienen (synaxis), sea anatema.» Ibid., can. 20; Labbe 2, 420; Mansi 2, 1102; Hefele 1, 1041: "Si alguno critica soberbia o injuriosamente las synaxis de los mártires, o el servicio divino que en ellas se celebra (leiturgias), o bien las memorias de los mártires, sea anatema." San León I, Carta  9 a Dióscoro, 2; PL 54, 627, induce al obispo de Alejandría a conformarse con la Iglesia romana en cuanto al ceremonial de las estaciones.

[7] Libro de las estaciones de la Iglesia  de París, Biblioteca nacional de París, manuscrito n. 986. Costumbres de la Iglesia de Sainte-Croix de Orleáns, Biblioteca d´Orleáns, manuscrito n. 113. Ordinario de Saint-Prothade, en Dunod, Histoire de l´Église, de la ville et du diocèse de Besançon, 1750

[8] Ordinario del Oficio para todo el año en la iglesia de Metz, Biblioteca nacional de París, manuscrito n. 990: "La próxima feria... habrá fiesta de..., estación en la iglesia..., a la hora conveniente." cf. Ordus Romanus 11, n. 34; PL 78, 1038.

[9] San Gregorio VII, Carta 54, a los canónigos de Saint Hilaire de Poitiers; PL 148, 333.