miércoles, 30 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VIII (II de III)

Constitución del sínodo.

Hemos mostrado suficientemente al lector que la Iglesia episcopal y la diócesis son dos términos del lenguaje eclesiástico perfectamente diferentes.
La Iglesia episcopal, con su presbiterio y su pueblo, sus subdivisiones en títulos y en parroquias, es el título mismo del obispo.
La diócesis encierra un número más o menos grande de Iglesias distintas de aquéllas, todas las cuales dependen del mismo obispo, pero no son, hablando con propiedad, su título y el primer objeto del vínculo sagrado que contrajo con su ordenación.
Esta distinción es tan importante que si, por un cambio en las circunscripciones diocesanas, se sustraen a un obispo una o varias Iglesias de su diócesis no por ello cambia su título recibido en la ordenación ni se rompe el vínculo contraído; en cambio, no se puede quitar al obispo su iglesia episcopal sin romper este vínculo, es decir, sin traslación o deposición del pontífice.
Por esta razón los cambios verificados en los límites de las diócesis en el transcurso de los tiempos no alteran la identidad de los títulos episcopales y dejan a la serie de los obispos de una misma sede su carácter de continuidad y de sucesión hereditaria.
Si bien las Iglesias diocesanas no son propiamente el título del obispo, sin embargo le pertenecen todas como consecuencia y resultado de este título mismo, pues dependen de la Iglesia principal y de  su sede pontifical.
Es un caso de aplicación de un principio general. Y, para recordar el ejemplo más ilustre, como el Soberano Pontífice halla en la sede misma de Roma y en la herencia de san Pedro la autoridad soberana que ejerce sobre todas las Iglesias del mundo, autoridad vinculada para siempre al título de obispo de Roma, así también cada obispo recoge constantemente en la herencia de sus predecesores, con el título mismo de su Iglesia, el encargo de todas las que dependen de ella y forman su diócesis.
De esta distinción esencial entre la Iglesia episcopal y la diócesis resulta todavía a nuestros ojos una importante consecuencia. Tal distinción es el fundamento de la que hay que hacer entre el presbiterio episcopal y el sínodo diocesano. En la Iglesia episcopal sólo hay un senado sacerdotal o presbiterio; pero en la diócesis hay tantos presbiterios distintos como se cuentan iglesias constituidas.
Así, pues, como la Iglesia episcopal está representada por su presbiterio que rodea la sede de su pontífice, así la diócesis está representada por el sínodo, especie de concilio diocesano, donde todas las Iglesias sometidas al obispo vienen a rodearle a su vez en la persona de sus sacerdotes.

lunes, 28 de julio de 2014

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. VIII. La Encíclica Humani Generis (II de III)

Los autores Católicos tendieron de varias formas a reducir a una fórmula vana la enseñanza de la necesidad de la Iglesia para la salvación. Entre ellas, las siguientes pueden ser tenidas como las más importantes.

1) Algunos pocos autores, obviamente sin preparación en sagrada teología, simplemente rechazaron la fórmula, negando así completamente la doctrina. El desgraciado Arnold Harris Mathew escribiendo durante sus días como Católico, enseñó esto. Hace esta afirmación en el capítulo "Extra Ecclesiam Salus Nulla", en el simposio Ecclesia: La Iglesia de Cristo, una obra que el mismo Mathew editó:

"Ahora bien, la siguiente pregunta es cuán lejos están obligados a sostener los Católicos que para aquellos fuera de la Iglesia Romana no hay salvación. Los Católicos no están obligados a sostener nada semejante".

Similar a la táctica de Mathew y casi tan cruda, es el proceder de escritores que hablan de "las enseñanzas Católicas sobre la salvación "fuera de la Iglesia". Es obvio que los hombres que enseñan de esta manera están negando el dogma de que no hay salvación fuera de la Iglesia. Si eligieron darle un trato superficial a la fórmula "Extra ecclesiam nulla salus", esa fórmula, en sus manos, se vuelve vacía y sin sentido.

2) La enseñanza de que el dogma de la necesidad de la Iglesia para la salvación admite excepciones es, en última instancia, una negación del dogma tal como ha sido establecido en las declaraciones autoritativas del magisterium eclesiástico e incluso tal como está expresado en el axioma o fórmula "Extra ecclesiam nulla salus". Es importante notar que tal enseñanza se encuentra en el último estudio del Cardenal Newman publicado sobre la materia, un estudio incorporado en su Carta al Duque de Norfolk, tal vez el trabajo de menos valor entre todos los que publicó. A causa de la gran influencia de Newman en el campo de los estudios teológicos contemporáneos, ayudará ver cómo trató este tema en su Carta.

sábado, 26 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VIII (I de III)

VIII

CONSTITUCIÓN DE LAS DIÓCESIS

Formación de las diócesis.

La diócesis es la suma de las Iglesias que dependen de un solo obispo. Es la noción primera que de ella nos ha transmitido la antigüedad.
Como resultado y consecuencia de esta primera noción, la diócesis es una circunscripción territorial que abarca toda la extensión de la región en que se ejerce la jurisdicción de una sola sede episcopal.
¿Cómo se formaron las diócesis en su origen?
En primer lugar, no creemos que las más de las veces, por lo menos en la más alta antigüedad, se comenzara por trazar esta suerte de circunscripciones dejando y reservando al obispo de una Iglesia el cuidado de establecer las otras Iglesias en tal territorio. Es posible que las cosas se desarrollaran así en las regiones perfectamente organizadas, por lo que hace a los obispos establecidos en las ciudades cuyo territorio estaba perfectamente determinado, ciudades que ejercían sobre dicho territorio una influencia establecida legalmente, y donde la circunscripción eclesiástica se amoldó naturalmente a la circunscripción civil.
Pero generalmente, y aun en el caso en que no se hallaba trazado de antemano el marco de dichas divisiones territoriales, con la libertad apostólica de los primeros tiempos, los obispos, usando para el establecimiento de las Iglesias del poder general de que hemos hablado en la parte tercera, llevaban por sí mismos o por sus discípulos la antorcha de la fe a las poblaciones más próximas y a las que podían evangelizar sin abandonar el cuidado de la Iglesia misma donde se erigía su cátedra episcopal.
Luego, cuando este apostolado había producido sus frutos, cedía el paso a la institución de Iglesias estables y fundadas con sus sacerdotes y sus ministros titulares, de los que seguía cuidando el obispo.
Debido a este origen, las Iglesias episcopales eran llamadas madres e Iglesias matrices de las diócesis.
Así, lo que hemos visto en el establecimiento de las Iglesias episcopales a través del mundo entero se reproducía en pequeño en la creación de Iglesias sin obispos y en la institución de las diócesis. Y como en el universo cristiano la predicación de los apóstoles y de los varones apostólicos había precedido a la ordenación de los obispos titulares, así en cada diócesis precedió a la institución de las parroquias propiamente dichas, provistas de un clero titular, en las ciudades menores y en las aldeas, en los castillos y en los poblados, un ministerio análogo al de los misioneros, ejercido por el obispo o bajo su dirección y por sus enviados.
A falta de documentos, el mero orden de las cosas bastaría para convencernos de que fue así como se desarrollaron los hechos. Pero la antigüedad no se calla absolutamente sobre este particular.
La carta de san Clemente, llamada ad Virgines, cuyo texto se ha hallado afortunadamente en una versión siríaca, describe con valiosos detalles el orden observado en los tiempos apostólicos por los obispos y los ministros cuando visitaban a los cristianos y les llevaban los auxilios espirituales en los lugares en que no había sacerdotes y ministros residentes[1].
Mucho tiempo después eran todavía raras las parroquias en Occidente.

jueves, 24 de julio de 2014

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. VIII. La Encíclica Humani Generis (I de III)

VIII

LA ENCICLICA HUMANI GENERIS


La encíclica, una de las declaraciones doctrinales más importantes del siglo XX, fue promulgada el 12 de Agosto de 1950. En esta carta Pío XII enumeró y reprobó algunos errores específicos en el campo teológico. Denunció algunas malas interpretaciones fundamentales sobre el magisterium de la Iglesia y sobre la autoridad de las Sagradas Escrituras. Luego enumeró algunas falsas doctrinas que describió como "fruto mortífero" de estos otros errores. Entre estos "frutos mortíferos" mencionó el siguiente:

"Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta  en nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación según la cual el Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna". [1]

En este pasaje Pío XII pone el dedo en la causa y natura de las deficientes explicaciones sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación, dadas en algunos escritos católicos populares en el curso de las décadas pasadas. En última instancia los hombres se equivocaron sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación porque no tuvieron en cuenta el primordial hecho de que la sociedad visible que conocemos como Iglesia Católica es en realidad el Cuerpo Místico de Jesucristo, el vero y sobrenatural reino de Dios sobre la tierra, y así la única comunidad dentro de la cual los hombres pueden adquirir la unión salvífica con Dios en Cristo. Y de la misma manera, en último análisis, los errores comunes entre algunos escritores Católicos populares en el campo de la sagrada teología fueron hechos al tratar de mostrar cómo podemos aceptar la fórmula "fuera de la Iglesia no hay salvación" y, al mismo tiempo, explicarla de forma tal de vaciarla de todo significado real.
Estos errores, a su vez, habían surgido de una falsa actitud hacia los documentos del magisterium eclesiástico. En su conjunto, eran "frutos mortíferos" de una tendencia a ignorar las claras enseñanzas de los Soberanos Pontífices, enseñanza en el curso de sus actividades doctrinales ordinarias.
Es importante notar que la encíclica Humani generis fue escrita cerca de un año después que la carta del Santo Oficio al Arzobispo Cushing. En la Suprema haec sacra el Santo Oficio había explicado lo que la Iglesia siempre había entendido y enseñado sobre el dogma de que no hay salvación fuera de la Iglesia. Había acentuado particularmente el hecho de que es posible que alguien esté "dentro" de la Iglesia de tal forma de obtener la salvación eterna incluso cuando solamente tiene un deseo implícito de entrar a la Iglesia. Así, había reprochado aquellos individuos que habían intentado explicar el dogma de una manera demasiado estrecha.

martes, 22 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VII (IV de IV)

Una sólida tradición.

La institución de las Iglesias sin obispos ¿pertenece al derecho primitivo de la Iglesia y a las tradiciones apostólicas? ¿O no es sino una creación posterior enteramente dependiente, por su origen, del derecho positivo, es decir, de los cánones y de los decretos pontificios más recientes?
La cuestión ha sido muy agitada por los partidarios y los adversarios del presunto derecho divino de los párrocos.
Se comprende que los partidarios de esta falsa opinión, atribuyendo a los párrocos una especie de episcopado de segundo orden y suponiendo en ellos una misión divina especial, tuvieron necesidad de hacer que el origen de las parroquias se remontase hasta la cuna misma de la religión cristiana. Según ellos, los obispos mismos no eran sino párrocos principales, puestos a la cabeza de las grandes Iglesias, como los párrocos eran sacerdotes que regían las Iglesias menores. El origen de los unos y de los otros era colateral; los párrocos del primer orden sucedían a los apóstoles, y los del  segundo orden sucedían a los setenta y dos discípulos.
Por otro lado, los adversarios de este peligroso error trataron de establecer que la institución de sacerdotes que rigieran Iglesias y de Iglesias sin obispos titulares, pertenecía a una época relativamente reciente que no iba más allá del siglo III o IV.
No tenemos necesidad de este argumento para combatir el error. Porque una vez que se considera el orden de los presbíteros en estas Iglesias como absolutamente idéntico, en cuanto a su rango y en cuanto a sus poderes jerárquicos, a lo que es en las Iglesias episcopales, no hay ninguna ventaja en asignarle un origen posterior.
Pero hay más, y esta institución reviste a nuestros ojos todos los caracteres de las tradiciones apostólicas.
Primeramente, es universal. Oriente y Occidente la practicaron por igual.
En segundo lugar, en ninguna parte fue establecida por ley alguna positiva. Los concilios más antiguos se limitan a mantenerla o a recordarla.

domingo, 20 de julio de 2014

Elías


Nota del Blog: En el día de su fiesta, y a la espera de su venida, hemos querido recordar a tan gran santo con otro texto de E. Hello. El Anterior Artículo estaba tomado de "Fisonomía de Santos", mientras que éste es de "Palabras de Dios".
Aquí el autor reflexiona sobre una particularidad muy propia de las hagiografías. Es un error muy común, y perjudicial, que los autores nos presenten a los santos de tal forma que se hagan inalcanzables para nosotros, y por lo tanto inimitables. Hello nos recuerda, con un ejemplo muy elocuente, la falsedad de tal concepción.


ELIAS

Elías era un hombre pasible semejante a nosotros.

(Epíst., Santiago, cap. V, vers. 17).

Tiene el hombre una marcada tendencia hacia una idea vaga que expongo aquí: Piensa que los hombres históricos, y en especial los hombres legendarios, no son de su misma raza. Contra esta tendencia lucha Santiago en el texto que acabo de citar. Siente la necesidad de recordar a los hombres que Elías era un hombre.

Los hombres, en efecto, parecen despojarse de las preocupaciones que les provocaría el ejemplo de los personajes importantes, si los personajes fueran hombres como ellos.

Y en su celo por verse libres, arrojan en la lejanía de la leyenda a los grandes personajes. Los relegan lejos de sí, más lejos, más lejos, más lejos, muy lejos, y cuando los han situado lo bastante lejos como para sentirse a cubierto del contagio, los sitúan en lo alto, más alto, más alto, muy alto, con el fin de saberse preservados tanto por la altura, como por la distancia, de los inconvenientes que podría acarrear la proximidad de la grandeza.

Les citáis algo hermoso. "Sin duda, responden, no os digo lo contrario: ¡Pero era un santo!".

Es como si dijeran: "¡No era un hombre!, era un santo. ¡Por lo tanto esto no me concierne! ¡Yo no soy un santo, ni tengo la misma naturaleza! Es una raza extranjera cuyos actos me interesan a lo sumo a título de curiosidad, pero no pueden tener para mí ningún interés práctico. ¡Qué me importan esas gentes cuyo nombre está en el calendario!; es una especie desaparecida, y no seré yo quien encuentre su perdido molde."

He aquí por qué resulta interesante hacer notar que Elías era un hombre, semejante a nosotros, capaz de sentimientos humanos.

"Elías tuvo miedo", dice la Escritura: ¿Pero en qué momento tuvo miedo? He aquí la maravilla.

miércoles, 16 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VII (III de IV)

Desarrollo de las Iglesias diocesanas.

En segundo lugar haremos observar al lector que las más considerables entre las Iglesias diocesanas pasaron en sus desarrollos sucesivos por las mismas fases que las  Iglesias episcopales.
Como éstas, tuvieron presbiterios numerosos y un orden completo de ministros. Tuvieron cabezas de orden, arciprestes, primicerios, algunas veces hasta archidiáconos locales; tuvieron sus oficiales prebostes, decanos, chantres, maestrescuelas; tuvieron sus escuelas de lectores y de clérigos jóvenes[1].
Estas Iglesias fueron también, como las Iglesias episcopales, subdivididas en títulos, origen de las parroquias urbanas o suburbanas dependientes del arcipreste local. Por lo demás, no hay nada más natural que esta semejanza, efecto de necesidades y de circunstancias análogas.
En cuanto a las Iglesias menores y a las que bastaba la presencia de un solo sacerdote, al que se añadía en la antigüedad un diácono[2] y más tarde por lo menos un clérigo de algún orden inferior, en fecha temprana se experimentó la necesidad de asociarlas entre sí por una especie de vínculo colegial. Se las reunió bajo la autoridad de un arcipreste rural y se las redujo a representar como los títulos de un mismo presbiterio y de una misma Iglesia principal[3]. Tal fue la institución tan popular, más o menos desarrollada según los tiempos, de los arciprestes y de los decanos rurales.
El nombre de arcipreste y el de decano fueron casi sinónimos en la práctica. Sin embargo, el nombre de arcipreste indica mejor la unidad de un mismo presbiterio según los términos del concilio de Ravena, inscritos en el cuerpo del derecho: «Cada Iglesia o población cristiana tenga un arcipreste encargado de vigilar asiduamente a los sacerdotes que residen en los títulos menores y de informar al obispo del celo que cada uno de ellos pone en el servicio divino»[4].
El nombre de decano, por el contrario, no entraña tan estrechamente en su significado la unidad del cuerpo sacerdotal, y los sacerdotes bajo la vigilancia de este oficial eclesiástico, pueden pertenecer a otras tantas Iglesias perfectas y distintas sin formar un solo presbiterio.
Por lo demás, si esta disciplina no parece comúnmente, y sobre todo en Oriente, remontarse a la alta antigüedad, es que en los primeros siglos la institución de los visitadores o corepíscopos mantenía la disciplina de las diócesis y bastaba para transmitir a los sacerdotes de las parroquias menores las directrices de la autoridad episcopal[5].



[1] San Remigio de Reims, Carta 4 a Falcón, obispo de Tongres (Bélgica); PL 65, 696; Hefele 2, 1028: «En esta Iglesia (de Mosomage, en la  diócesis de Reims), cuando hayas ordenado diáconos, consagrado sacerdotes, instituido archidiáconos, establecido un primicerio de la ilustre escuela y de la milicia de los lectores...».

[2] Concilio de Tarragona (516), can. 7, Labbe 4, 1564; Mansi 8, 542; Hefele 2, 1028: «Cuando un sacerdote y un diácono han sido establecidos con otros clérigos en una iglesia rural, deben alternar en el servicio todas las semanas...».

[3] Concilio de Pavia (850) can 13, Labbe 8, 66-67; Mansi 14, 935: «Queremos que en cada plebs (arciprestazgo o decanato rural) haya un arcipreste que tenga el cargo no sólo de la multitud ignorante, sino también de los sacerdotes que residen en los títulos menores; que vigile su vida con perpetua atención y dé a conocer a su obispo con qué celo divino ejerce cada uno el sagrado ministerio».

[4] Gregorio IX (1227-1241), Decretales, l. 1, tít. 24, c. 4, ed. 1584, col. 320: "Cada plebs tenga su arcipreste para el cuidado asiduo del pueblo de Dios; tenga el cargo no sólo de la multitud ignorante, sino también de los sacerdotes que residen en los títulos menores...».

[5] Concilio de Antioquía (341), can. 10; Labbe 2, 566; Mansi 2, 1311; Hefele 1, 717: «Los sacerdotes de los pueblos y de los campos, o los que tienen el título de corepíscopo, aunque hayan recibido la consagración episcopal, deben, según el parecer del santo Sínodo, conocer los límites del territorio que les está confiado, cuidar de las iglesias cuya jurisdicción tienen, pero contentarse con esta administración. Pueden ordenar para ellas lectores, subdiáconos, exorcistas...» H. Leclercq estudia este texto en Hefele 2, 1212-1215. Concilio de Laodicea (entre 341 y 381), can, 57; Labbe 1, 1506; Mansi 2, 573; Hefele 2, 1024: «Que no se debe establecer obispo, pero sí simples visitadores (periodeutas) en las aldeas y en el campo...». 

lunes, 14 de julio de 2014

Castellani y el Apocalipsis, X: Una mala traducción (y exégesis) en el cap. XVI

X

Una mala traducción (y exégesis) en el cap. XVI

Pasemos a analizar la segunda Copa, o Redoma, como le llama Castellani.

Su traducción es la siguiente (pag. 194-5):

Y el Segundo volcó su Redoma
En el mar
Y el Mar se volvió sangre
Como de muerto
Y toda ánima de vida murió
Las que estaban en el mar.

Y comenta (énfasis nuestros):

"Significa no literalmente, no puede ser. Significa para nosotros el ensangrentamiento de las relaciones internacionales; de las cuales el mar es el vehículo, y es también su símbolo en la Escritura: no dice el Profeta "murieron todos los peces", ni "zozobraron un tercio de las naves", como en la Segunda Tuba; sino "murió el espíritu viviente".

Dejemos de lado por ahora su interpretación y analicemos un poco la traducción que da del texto y luego la parte subrayada de su comentario.

Veamos cómo traducen algunos autores este versículo:

Straubinger: "Y el segundo derramó su copa sobre el mar, el cual se convirtió en sangre como la de un muerto, y todo ser viviente en el mar murió".

Bover: "Y el segundo derramó su copa sobre el mar, y se convirtió en sangre como de muerto, y murieron todos los seres animados de vida, cuantos había en el mar".

Allo: "Y el segundo derramó su copa en el mar; y se volvió sangre, como (la sangre) de un muerto, y todo ser animado pereció, los que están en la mar".

Castellani dice que el texto no afirma que murieron "todos los peces" y en esto tiene razón, pero luego le hace decir algo que no dice: "murió el espíritu viviente". En ningún lado el texto dice eso. En el original griego no se encuentra el artículo "el" sino el adjetivo "todo": καὶ πᾶσα ψυχὴ ζωῆς ἀπέθανεν (y todo espíritu viviente murió).

Lo curioso de todo esto es que la traducción que da está bien hecha: "Y toda ánima de vida murió".

¿A qué se refiere el texto cuando habla de ánima viviente?

sábado, 12 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VII (II de IV)

Dependencia esencial de los presbíteros.

En primer lugar, importa en gran manera entender bien que la autoridad de los sacerdotes en estas Iglesias sin obispos no los constituye en modo alguno en obispos secundarios o en príncipes del pueblo cristiano.
Se ha dicho que en los primeros tiempos el obispo era el párroco de la ciudad episcopal, y que los sacerdotes eran los párrocos de las ciudades menores.
Si con esta manera de hablar se pretende asimilar la posición de los sacerdotes en las Iglesias menores a la del obispo en la Iglesia principal, la proposición es inadmisible.
Cuando mucho puede enunciar el simple hecho del gobierno y de la dirección espiritual ejercidos por el obispo en persona más habitual e inmediatamente en la ciudad episcopal, y más raramente en las localidades menores.
En efecto, es evidente que los sacerdotes de las Iglesias de la diócesis suplían más ordinariamente al obispo en la predicación y en la celebración de los misterios de lo que lo hacían los sacerdotes de la ciudad. Pero, en el fondo y en sustancia, los unos y los otros poseían el mismo rango en sus Iglesias respectivas.
La presencia del obispo no rebajaba en modo alguno al presbiterio de la ciudad, y su ausencia no hacía que los sacerdotes rurales se elevaran hasta asumir su autoridad principal. Pero siempre y en todas partes el orden de los presbíteros debió seguir siendo lo que es por esencia, es decir, el auxiliar y cooperador del obispo, la ayuda dada a la cabeza y al esposo de la Iglesia, «una ayuda que le sea semejante» (Gén. II, 18); nunca y por ningún título serán los presbíteros cabezas y esposos de las Iglesias.
E importa muy poco el que, de hecho, un sacerdote único esté puesto a la cabeza de alguna de las greyes menos considerables.
El obispo es uno en su Iglesia por las necesidades de la jerarquía y a causa del misterio de la unidad, como cabeza y principio de unidad; el presbítero, si está solo lo está únicamente por razones de conveniencia y accidentalmente.
Por el hecho de estar solo no cesa de ser la segunda persona en la Iglesia; y como esta segunda persona es el colegio del presbiterio que rodea y asiste al obispo, él sigue representando a este colegio como reducido en su persona a un solo miembro.
Así la constitución divina de la jerarquía, que se opone absolutamente a que haya varios obispos en una Iglesia episcopal[1], no se opone en modo alguno a que haya varios sacerdotes en una parroquia. Las diócesis pueden incluir indiferentemente, según las necesidades de los pueblos, Iglesias gobernadas por un solo sacerdote, y otras gobernadas por un colegio sacerdotal y dotadas de un clero numeroso[2].
Todo es aquí pura economía; y si en las Iglesias llamadas colegiales, es decir, provistas de un colegio de sacerdotes, la disciplina canónica en los tiempos modernos ha reservado generalmente a uno solo el ejercicio de la jurisdicción pastoral, si por lo menos la dirección principal del ministerio eclesiástico debe en ellas estar prudentemente confiada a uno solo, estas disposiciones han obedecido a simple transmisión o a la útil repartición del ejercicio de la jurisdicción entre los miembros del colegio y no han afectado a las de la jerarquía. Así no son universales ni uniformes y han variado según los tiempos y los lugares[3].
A nuestro parecer, importa mantener a propósito de los presbíteros de las Iglesias diocesanas esta noción esencial y reducirlos absolutamente al segundo rango. Es preciso que se sepa bien que el obispo es, en verdad y en toda la fuerza de la expresión, la única cabeza de cada una de las Iglesias de su diócesis, y que los presbíteros en estas Iglesias han sido siempre y siempre serán, por su necesaria dependencia, lo que eran desde los orígenes en la ciudad episcopal.
La antigüedad no distinguió nunca dos clases de presbiterado y dos clases de presbíteros, los unos simples ministros y asistentes de los obispos en las Iglesias episcopales, y los otros cabezas de Iglesias a la manera de los obispos mismos; y los que han querido dar a los párrocos, entre los sacerdotes, una existencia jerárquica distinta y una institución divina particular ven sus pretensiones confundidas por todo el silencio de la tradición.



[1] San Cornelio (251-252), Carta a Fabián, obispo de Antioquía, en Eusebio, Historia eclesiástica, l. 6, c. 43, n. 11; PG 20, 622; Dz 109; t 45.

[2] Concilio de Aquisgrán (836), cap. 3, 2a parte, can. 16; Labbe 7, 1714; Mansi 114, 683; Hefele 4, 96: "En cuanto sea posible, deberá el obispo establecer en cada iglesia un sacerdote que la gobierne y dirija de manera independiente o bajo la vigilancia de un arcipreste (prior presbyter)...".

[3] En diferentes lugares de Italia meridional, todavía a fines del siglo XIX el cargo de párroco era poseído y ejercido en común por varios sacerdotes.

martes, 8 de julio de 2014

La Estructura del Apocalipsis (III de III)

I Parte - II Parte

Ver la Addenda

III) Respuesta a algunas objeciones:

En los artículos anteriores dimos nuestra división del Apocalipsis basada en dos grandes presupuestos: interpretación lineal[1] y dos clases de visiones: en el cielo (Cap. IV-IX) y en la tierra (Cap. X-XIX).

Contra estos dos principios van dirigidas las siguientes objeciones.

Objeciones:

I) Contra la interpretación lineal o cronológica.

1) Esta división presupone, en líneas generales, una interpretación lineal del Apocalipsis, pero esto es imposible, razón por la cual se debe preferir el método de la recapitulación.

Prueba de lo dicho.

a) En X, 6 se dice: "Y juró por el Viviente por los siglos de los siglos - que creó el cielo y cuanto hay en él, y la tierra y cuanto hay en ella, y el mar y cuanto hay en él- que ya no habrá más tiempo".

Es decir, esto nos lleva a la Parusía y puesto que todavía queda más de la mitad del Apocalipsis, no hay más opción que concluir que la teoría de la recapitulación es la única verdadera.

Resp.

1) Zerwick, Allo, Gelin, Wikenhauser, Crampon, Caballero Sánchez y Alápide traducen o interpretan χρόνος (tiempo) por "demora".

2) Aun suponiendo que habría que leer e interpretar "tiempo", el sentido seguiría siendo el mismo: "no habrá más tiempo para hacer penitencia", es decir, es tiempo de castigo y no de misericordia, y con razón puesto que tras la séptima trompeta comienza el juicio de las siete copas.


b) Instabis: Pero en XI, 17 se lee: "Te agradecemos, Yahvé, el Dios, el Todopoderoso, el que eres y el que eras, por cuanto has asumido tu poder, el grande y has empezado a reinar".

viernes, 4 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VII (I de IV)

VII

IGLESIAS SIN OBISPOS TITULARES

Iglesias imperfectas.

El obispo es cabeza de la Iglesia particular, su sacerdocio es el centro al que se mantiene ligado su pueblo, y así san Cipriano definió precisamente una Iglesia como «un pueblo ligado a su obispo»[1].
Pero como el episcopado derrama su virtud sobre los sacerdotes del segundo orden, éstos, por la unidad que tienen con el obispo, pueden sostener su persona, representarla y, como por una extensión de la cabeza en ellos, hacer la obra del único sacerdocio que él les comunica y ejercer la autoridad del mismo en la medida que les corresponde o que le conviene asignársela.
Durante la sede vacante despliega plenamente el colegio de los presbíteros esta autoridad secundaria y derivada.
Pero hay un campo continuamente abierto a su actividad y en el que, conservando un carácter mixto, parece a la vez bajo ciertos respectos suplir al obispo ausente, al mismo tiempo que recibe de él actualmente el impulso y la dirección soberana.
Nos referimos a las parroquias o Iglesias sin sedes episcopales.
Es tradición antigua, dice san Atanasio, no establecer sede episcopal en las aldeas o en las regiones alejadas»[2], «en las aldeas o en las ciudades mediocres», dicen todavía los concilios de Laodicea y de Sárdica; «en las ciudades menores», según san Jerónimo[3].
La dignidad episcopal es muy alta y no conviene rebajarla a los ojos de los pueblos prodigándola en todas partes[4].
Además, los individuos que pueden soportar este peso son demasiado raros entre los cristianos para que se pueda esperar encontrarlos en gran número en una región poco extensa. En efecto, no hay que olvidar que los obispos no tienen solamente la solicitud de las Iglesias particulares, sino también el cargo de la  Iglesia universal, cuyo senado forman, y esta prerrogativa esencial y primitiva de su orden, que los hace propiamente sucesores de los apóstoles, reclama una vocación y, gracias superiores a las que bastarían para regir las greyes particulares.
Así pues, en los lugares menos importantes, desde los primeros tiempos y según antigua tradición, se estableció únicamente el segundo orden de los presbíteros.
Pero como este sacerdocio de segundo grado no puede sostenerse por sí mismo, como su esencia consiste en depender del episcopado, en tales Iglesias menores hubo que vincularlo a la cátedra  de un obispo vecino y hacer que de este obispo descendiera su misión y la legitimidad de sus actos.

miércoles, 2 de julio de 2014

Addenda VII San Gabriel en el Apocalipsis, una Objeción.

Addenda VII

San Gabriel en el Apocalipsis, una Objeción.


Entre las razones que dimos para probar la Identidad del Ángel con San Gabriel se encontraba la de que siempre habla con "gran voz" y pasamos revista a todos los lugares donde San Juan habla délla. Bueno, de casi todos ya que se nos había pasado un pasaje que a decir verdad, parecería, a primera vista ser una clara "excepción" a la regla, lo cual amenazaría nuestra exégesis.

Veamos:

En I, 10 después de ser llevado a "el día del Señor", San Juan dice:

"Oí detrás de mí una gran voz como de trompeta".

Ahora bien, como se ve por lo que sigue, esta voz no sería la del Ángel sino la del Hijo de hombre:

11. "Que decía: “Lo que ves escríbelo en un libro, y envíalo a las siete Iglesias: a Éfeso y a Esmirna y a Pérgamo y a Tiatira y a Sardes y a Filadelfia y a Laodicea”.
12. Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo y vuelto, vi siete candelabros de oro,
13. y, en medio de los candelabros, uno como Hijo de hombre, vestido de túnica talar, y ceñido el pecho con un ceñidor de oro, etc".

Pues bien, tanto por lo que sigue en el resto del capítulo como así también por los títulos de Cristo en cada una de las Iglesias, no puede caber dudas que este "Hijo de hombre" es el mismo Jesucristo, con lo cual cae por tierra nuestra hipótesis.

La respuesta es más sencilla de lo que puede parecer a primera vista, y de hecho, este pasaje prueba más bien a favor de nuestra exégesis.

Las razones son básicamente dos:

1) En primer lugar hay que observar que San Juan no dice que al darse vuelta vio al mismo que le había hablado, sino que simplemente afirma que giró para ver quién le hablaba y que vio a Jesucristo.
En otras palabras, San Juan estaba viendo "el día del Señor" y una voz le habló por detrás y al darse vuelta, en lugar de ver al que le había hablado, vio a Nuestro Señor.

2) Esto que decimos en el punto uno, termina de confirmarse por el comienzo del capítulo IV donde el Vidente narra:

1. "Después de esto tuve una visión y he aquí una puerta abierta en el cielo, y la voz, la primera que yo había oído, como de trompeta hablar conmigo, dijo: “Sube acá y te mostraré lo que debe suceder después de esto”.

Hemos subrayado adrede lo que le dicen a San Juan: "te mostraré", porque esa es precisamente la misión del ángel en I, 1:

"Revelación de Jesucristo, que Dios le dio para mostrar a los siervos suyos “lo que debe suceder pronto”, y significó enviando por medio del Ángel suyo al siervo suyo, Juan…".

Y lo mismo vemos en XXII, 8:

"Y yo, Juan, el que oye y ve estas cosas. Y cuando oí y ví, caí para postrarme ante los pies del ángel que me mostraba estas cosas".

Es decir, este Ángel, San Gabriel, es el encargado de revelar a San Juan, en forma velada, la misma Revelación que Jesucristo recibió de Su Padre y que a su vez transmitió a "los siervos suyos", por medio, creemos nosotros, de Elías, como ya lo dijimos en otro lugar. Cfr. el Indice Escriturístico in Apoc. I, 1-3, principalmente la II y V parte.

Vale!