jueves, 9 de octubre de 2014

Hacia el Padre, por Mons. E. Guerry (II de VI)

Mons. E. Guerry


I

OPORTUNIDAD DE LA DEVOCIÓN AL PADRE

Esas razones las encontramos, ora en la vida de la Iglesia, ora fuera de ella.


1) En la vida de la Iglesia.

Jesucristo es el camino que conduce al Padre. Era menester que fuese conocido primero.
Todos los rasgos de la fisonomía de Cristo están sin duda fijados por la Revelación. Pero se ha necesitado la larga serie de los siglos trascurridos desde los comienzos del cristianismo para que se propusiesen a la contemplación de las almas cristianas, en harmoniosa síntesis, los tesoros de sabiduría y de ciencia que estaban encerrados en el Verbo encarnado, sin que aun así puedan pretender llegar a conocer la plenitud de santidad de la Humanidad del Salvador.
Las herejías de los primeros siglos dieron ocasión a la Iglesia para mejor estudiar y conocer las perfecciones del Hombre-Dios, al definir los dogmas de la Encarnación, de la Redención, de la Trinidad.
Por otra parte, en su Liturgia ofrecía a la adoración de los fieles todos los misterios de la vida de Jesús, haciéndoselos recordar en su ciclo anual, para hacerlos revivir íntimamente, por el pensamiento y los afectos, las diversas fases de la existencia humana del Salvador, desde el Adviento y la Natividad, hasta la Resurrección y Pentecostés.
Notémoslo de paso: Por la fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia honra con un mismo culto a las Tres divinas Personas y se ha abstenido de autorizar alguna fiesta que tenga por objeto honrar la naturaleza divina considerada en una sola de las Personas; del mismo modo tampoco ha instituido una fiesta para celebrar las manifestaciones de la bondad del Padre para con nosotros.
La liturgia está orientada a la celebración de los misterios de Cristo Jesús. Mas no puede dejar de notarse que las dos fiestas litúrgicas más recientes, la del Sacratísimo Corazón de Jesús y la de Nuestro Señor Jesucristo Rey, coronamiento grandioso de los impulsos del pueblo cristiano para honrar el amor y la omnipotencia del Salvador del mundo, constituyen una invitación a considerar la devoción al Padre como un elemento fundamental de la piedad cristiana, que entra lógicamente en la gran corriente de la liturgia católica. Al esforzarse en auscultar, con gran respeto y delicadeza, los latidos del Corazón de Jesús, procurando encontrar en lo más hondo el motivo que regla el ritmo de su amor, la teología descubre emocionada, en el centro de ese Corazón y dominándolo por completo, el amor de Jesús por su Padre, a la vez que comienza a comprender mejor que las ternuras y misericordias del Sagrado Corazón para con los hombres son la manifestación de las ternuras infinitas y de las misericordiosas bondades del Padre.
Jesús había dicho a Felipe: "Quien me ve a Mí, ve a mi Padre". Pues bien, ¡el Sagrado Corazón es la revelación del Corazón invisible del Padre!
Por otra parte, Jesús posee como hombre la realeza y la ejerce sobre las almas y las sociedades, porque es el Hijo Unigénito del Padre. La proclamación de la realeza de Cristo Jesús prepara el reinado del Padre, ese acontecimiento que Jesús nos enseñó Él mismo a pedir como gracia suprema en la oración, que tan a menudo pronuncian nuestros labios: "Padre nuestro... venga Tu reino". Nos lo explica el Apóstol San Pablo diciéndonos que la realeza de Cristo debe hallar su consumación en la entrega al Padre por el Hijo, del género humano conquistado y reconstituído en un solo Cuerpo, el Cuerpo místico[1].
¡Cómo no ver que la devoción al Padre es la realidad magnífica que hace efectiva en el culto cristiano la palabra de Jesús a la Samaritana! "La hora está cerca y ya es llegada en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad: tales son los adoradores que el Padre busca" (Juan IV, 23).
Ahora bien, al profundizar en nuestros días ciertas verdades contenidas en la Sagrada Escritura y otros instrumentos de la Tradición, la teología ha sido conducida a un mayor conocimiento de la adorable Persona del Padre. Para no citar sino algunos ejemplos, entresacados de los trabajos teológicos de los últimos años, vemos que ha colocado en el primer plan de sus indagaciones la doctrina del Cuerpo Místico, cuyos puntos de contacto con el culto al Padre, acabamos de señalar. Al estudiar el Santo Sacrificio de la Misa, ha puesto en plena luz el valor capital de la oblación que se hace al Padre de la Víctima inmolada y glorificada. Al analizar la naturaleza de la gracia santificante, gracia de adopción filial, ha sido conducida a poner más y más de manifiesto el Amor infinito del Padre.
Las obras de Don Columba Marmion, que han atraído tantas almas a la luz de la verdad y práctica del bien, están dominadas por este pensamiento, como lo vemos de un modo especial en "Cristo, vida del alma".
Por lo demás, si dirigimos la mirada hacia la espiritualidad que encuentra mayor resonancia entre las almas de nuestro tiempo, hemos de reconocer que la doctrina de la infancia espiritual, vivida por la Santa del Carmelo y sancionada por la autoridad suprema de los Soberanos Pontífices, postula lógicamente, corno fundamento, la doctrina de la paternidad divina.
Ser niño presupone tener padre. Cuando se trata de imitar al niño, se habla en sentido filial; se trata de reproducir su simplicidad llena de confianza con la cual nos exhorta Santa Teresa del Niño Jesús a arrojarnos en los brazos de nuestro Padre Celestial.
Parece como que el Divino Espíritu haya querido, por la rápida difusión de esta doctrina de la infancia espiritual, preparar las almas para volver a encontrar, con la devoción al Padre, la gran verdad del Evangelio.


2) Fuera de la Iglesia.

A la hora en que el laicismo oficial produce espantosos estragos en las almas dejándolas desarmadas frente a las luchas de la existencia, sin apoyo, sin sostén, sin esperanza, puesto que llega hasta suprimir la creencia en la existencia de Dios, ¡cuán oportuna parece ser la doctrina que revela a los hombres, que tienen en los Cielos un Padre que los ama y extiende a todo instante sobre sus vidas la protección de su providencia infinitamente buena!
El laicismo ha encontrado su término lógico en el movimiento de los sin Dios. ¡Mas con qué tristeza se recorre con el pensamiento las etapas, que han venido conduciendo nuestra época a tan mortíferas teorías! Desde el Dios severo y terrible de los jansenistas al Dios abstracto y lejano de los filósofos, desde el Ser Supremo de la Revolución Francesa, al Dios distante e impersonal, axioma puro, ante el cual se postraba el siglo XIX, es fácil seguir la curva de una serie de aberraciones desoladoras para las almas.
¡Fué, empero, un Dios vivo el que reveló Jesús! "Como mi Padre está vivo", dice, "y yo vivo por medio del Padre" (Juan VI, 57). Es un Dios esencialmente Padre y que, de pura misericordia, quiso adoptar nuevos hijos por medio del Unigénito.
Para remontar la corriente que arrastra las almas lejos de Dios y las desvía de Él, hay que ir a la fuente purísima de la doctrina evangélica y mostrar desde allí al mundo el verdadero rostro del Padre.
Por lo demás, no sólo en el terreno estrictamente religioso aparece soberanamente oportuna esta doctrina. La cuestión social sigue siendo planteada y hasta con creciente gravedad. Hay barreras levantadas entre las clases. El odio ha invadido los corazones. En vano buscan los economistas remedios para esta situación. Al lado de las soluciones de orden económico, el Soberano Pontífice señaló el remedio salvador y dijo que "una verdadera colaboración de todos en pro del bien común no se establecerá sino cuando los hombres tengan la íntima convicción de ser los miembros de una gran familia e hijos todos de un mismo Padre Celestial, y de formar en Cristo un solo Cuerpo cuyos miembros son, unos de otros, de tal suerte que si el uno sufre, todos sufren en él" (Pío XI, Encíclica Quadragessimo Anno, 15 de mayo de 1931).
Por último, en contraste con la desconfianza con que se miran los pueblos unos a otros y en contraste también con los nacionalismos exacerbados, mientras la Sociedad de las Naciones busca penosamente los medios de apartar las causas de guerra y solventar los conflictos por el arbitraje[2], se puede prever ¡cuán grandes progresos habrá de realizar el establecimiento de la paz, cuando la doctrina de la paternidad divina se haya extendido por doquiera, y por encima de las fronteras legítimas de los pueblos, las almas se sientan unidas en el amor de un mismo Padre!






[1] I Corintios XV, 24, 25, 28: "Después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya derribado todo principado y toda potestad y toda virtud. Porque es necesario que Él reine hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies… Y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo también se someterá al que le sometió todas las cosas para que Dios sea todo en todo".

[2] El autor escribía esto en diciembre de 1935.