sábado, 1 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (IX Parte)

Dos clases de familias religiosas

Si se considera el puesto asignado por la naturaleza de sus misiones en el plano de la Iglesia a estas diferentes familias religiosas, nos aparecen repartidas en dos grandes clases.
Por un lado los órdenes monásticos y canónicos, los monjes y los canónigos regulares, que pertenecen y están ligados a Iglesias particulares. Los monasterios mismos de los monjes son verdaderas Iglesias; sus clérigos son titulares de tales Iglesias y en calidad de tales están expresamente comprendidos en la regla del canon sexto de Calcedonia; el abad es el pastor ordinario de dichas Iglesias, a cuya constitución canónica no falta nada.
Los religiosos, fratres o clérigos regulares, por el contrario, no están ligados a ninguna Iglesia particular. Son clérigos vagos, ordenados en calidad de tales por legítima derogación del canon sexto de Calcedonia, antes mencionado. Ligados por el hecho mismo a la sola Iglesia universal, no pertenecen a la jerarquía de ninguna Iglesia particular; destinados y reservados al ministerio apostólico, prestan servicios en las Iglesias de su monasterio o de su residencia como huéspedes, no como clérigos titulares o beneficiarios de dichas Iglesias. En ellas sirven a Dios y están más o menos estrechamente vinculados a las mismas, no por título de ordenación o de beneficio, sino por la simple deputación disciplinaria de la regla y de las constituciones o por disposición de los superiores.
Es cierto que en algunas órdenes esta deputación, vinculando bajo el nombre de afiliación al religioso a un monasterio determinado, imita superficialmente el título de la ordenación; pero esta afiliación, que en otras órdenes no respecta sino a la provincia y que tiene su origen en la profesión religiosa y no en la ordenación, depende enteramente de las constituciones del instituto y, cualesquiera que sean sus afinidades y sus semejanzas con el vínculo del título, no es en el fondo, a nuestro parecer, sino un puro reglamento de disciplina o de administración interior.
Así los monjes y los canónigos regulares forman parte del clero titular de las Iglesias; los religiosos fratres o clérigos regulares no son, por el contrario, por institución, titulares de ninguna Iglesia y forman el clero propiamente apostólico de la Iglesia universal.

De esta profunda diferencia entre la situación jerárquica de los órdenes monástico y canónico por una parte y de las órdenes religiosas propiamente dichas por otra, fluyen diversas consecuencias en la forma, el gobierno y las obras de estos grandes institutos.
En primer lugar, una orden religiosa propiamente dicha es un cuerpo centralizado constituido bajo un padre general que es su verdadero superior y su único ordinario. El individuo religioso pertenece primeramente a su orden, y por medio de la orden, es decir, en virtud de las reglas de gobierno adoptadas en ella y de la disposición de los superiores, pertenece secundariamente a la provincia o casa determinada a que lo destine la orden.
Una congregación monástica, por el contrario, es una confederación de diferentes Iglesias monásticas o monasterios[1]cada una de las cuales tiene su existencia completa y su ordinario particular, confederación puesta bajo la guía de un presidente llamado general en sentido impropio y restringido, y de una asamblea o capítulo d todos los ordinarios. El monje o canónigo regular pertenece primeramente a su monasterio o Iglesia, y por medio de este monasterio a la congregación o confederación de que forma parte su monasterio.
Notemos, en segundo lugar, que el vínculo de un poder central constituye esencialmente las órdenes religiosas, mientras que el orden monástico subsistió largos siglos sin otra autoridad que la local de los abades, y el orden canónico, sin otra autoridad que la autoridad igualmente local de los obispos. El vínculo establecido entre los monasterios por las congregaciones que se fueron estableciendo en lo sucesivo, y que proporciona a cada uno de ellos el auxilio y la asistencia de esta útil agregación, es secundario y accidental en el instituto monástico.
Así san Benito y los otros legisladores monásticos se limitaron a escribir reglas sin organizar nada por encima de los monasterios. Los fundadores de órdenes religiosas, por el contrario, adoptando a veces reglas anteriores, constituyeron principalmente una autoridad central y un gobierno general.
Esta profunda diferencia que separa a los órdenes monástico y canónico de las órdenes religiosas explica la que se manifiesta en el modo de elección del general de estos diferentes institutos.
En las órdenes religiosas, el general, único ordinario de la orden, es elegido por representantes de toda la orden.
En las órdenes monásticas, por el contrario — como ya lo hemos referido—, el general, presidente de la confederación de los ordinarios o abades, y que es uno de ellos, es las más de las veces elegido por el capítulo del monasterio particular al que pertenece dicha presidencia en virtud de las constituciones; entre los cartujos por ejemplo, por el capítulo de la Gran Cartuja; en el Cister, por el capítulo de la casa del Cister; y si en las congregaciones más modernas ha sido elegido el presidente de la confederación por la asamblea general de los abades o capítulo general, es porque en estas nuevas congregaciones no está ya vinculada la presidencia a una abadía particular, no siendo una delegación hecha por los abades a uno de ellos. Es que, además, quizá se ha perdido en ellas algo del carácter propio del gobierno monástico y de la naturaleza del poder abacial, acercándose a las formas de las órdenes religiosas propiamente dichas.
Por lo demás, las consecuencias prácticas que resultan de estas diferencias teóricas entre los órdenes monástico y canónico y las órdenes religiosas no se limitan al gobierno y a la vida interior de estos institutos, sino que afectan al papel que desempeñan en la vida misma de la Iglesia y a sus relaciones con el gobierno general de ésta.
Las Iglesias monásticas pueden ser erigidas en Iglesias episcopales conservando como capítulo catedral el propio colegio del monasterio.
Esto se ha observado frecuentemente en los países evangelizados por los monjes, convirtiéndose los monasterios o Iglesias monásticas en Iglesias metropolitanas o catedrales de plano y sin pasar a otras manos por poseer ya su clero ordinario en los monjes que los habitan.
En los países evangelizados por religiosos, las casas y las Iglesias de estos religiosos no pueden convertirse en centros jerárquicos, obispados y parroquias sino mediante la introducción de un elemento distinto de los religiosos mismos, ya que éstos no son por institución clérigos y pastores de ninguna Iglesia particular, sino miembros de un cuerpo únicamente apostólico que pertenece únicamente al servicio de la Iglesia universal. Es cierto que por excepción se puede desviar a un religioso del fin propio de su instituto, hacer de un apóstol un pastor titular y vincularlo al servicio de una Iglesia, pero la orden religiosa en cuanto tal no puede, sin cambiar de naturaleza y de misión, entrar en los vínculos de las jerarquías particulares y locales.
Por lo demás, esto no es una inferioridad para las órdenes religiosas.
Importa, por el contrario, a la naturaleza y a la grandeza de los servicios que prestan, que conserven en su integridad el carácter apostólico. Los religiosos, semejantes a san Pablo y llamados como él a sembrar el Evangelio y no a ser ministros ordinarios de las Iglesias (cf. Rom. XV, 19-20), son apóstoles y no pastores. Cubrirán las regiones infieles con sus florecientes misiones, esparcirán la semilla del Evangelio; otros, sin embargo, irán luego a formar las Iglesias que ellos habrán preparado con sus trabajos y con su sangre, y la obra quedará siempre por terminar hasta tanto que reciba este complemento necesario. Porque las misiones deben en todas partes ceder el puesto a la jerarquía de las Iglesias, cuyo lugar no pueden ocupar por muy gloriosas que se muestren a nuestros ojos por los frutos del celo y la sangre misma de los mártires.
Y en los países cristianos, allí donde las Iglesias están implantadas en el suelo, donde están trazadas las circunscripciones territoriales de las jurisdicciones locales sin dejar privada de pastor a ninguna porción de la grey de Jesucristo, las órdenes religiosas aportan todavía en auxilio de las almas la valiosa renovación del apostolado. Es preciso que no estén vinculadas a ningún lugar para que puedan esparcir por todas partes la semilla de la palabra. Es preciso que su ministerio sea independiente de los límites estrechos y estables de las Iglesias, a fin de que puedan acudir sucesivamente a todos los lugares y prestar ayuda a todos los cristianos. Si los pastores deben permanecer ligados a sus propias greyes, conviene que los apóstoles estén libres para dirigirse allá donde los llamen las necesidades de las almas.
Por otra parte, los apóstoles no son rivales de los pastores, cuya autoridad hayan de reemplazar; ése no es el fin que les propone la Iglesia, ni es eso lo que ella espera de sus trabajos: como valiosos auxiliares de la jerarquía, tienen que sostenerla y fecundar su acción.
Los pastores no deben, por tanto, mirar el ministerio apostólico de las órdenes religiosas como un daño infligido a su ministerio.
Este ministerio no tiene nada de odioso, sino que pone al servicio de los pueblos auxilios extraordinarios, cuya fuente no pueden ser los pastores; pero éstos pueden siempre solicitar tales auxilios para el bien de las almas que les están confiadas.
Así las órdenes religiosas propiamente apostólicas, esos clérigos que no son pastores por institución, sino apóstoles, hacen revivir ante nuestros ojos y harán revivir hasta los últimos tiempos de la Iglesia las fuerzas que aparecieron en sus principios.
Y como al lado de los obispos y de los presbíteros establecidos en las Iglesias nacientes aparecía entonces la acción universal de los apóstoles y de los varones apostólicos que recorrían el mundo, de la misma manera al lado del ministerio de los pastores ordinarios el apostolado moderno de los institutos religiosos no cesa de resucitar las almas para devolver luego la grey renovada a esos mismos pastores cuya perpetua solicitud debe conservarle la vida y la salud.



[1] La Carta de caridad o constitución de la orden del Cister es llamada "Acuerdo concluido entre el monasterio del Cister y todos los demás monasterios salidos de él», lo que expresa bien la idea de una confederación de los monasterios; PL 166, 1378.