sábado, 22 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XII (III de III) y Conclusión.

   Nota del Blog: Terminamos aquí este largo y hermoso tratado.

Dom Adrien Gréa


Exención de las Iglesias y de las personas.

Las exenciones se pueden dividir en dos clases. Unas afectan principalmente a Iglesias o a territorios determinados; respectan a la jerarquía de las Iglesias, penetran en su seno, por lo cual revisten carácter local o territorial, como esta misma jerarquía.
Otras tienen por objeto primero y principal órdenes o clases de personas constituidas fuera de la jerarquía de las Iglesias.
Las exenciones de la primera clase son las más antiguas en la historia. Su primera aplicación tuvo lugar en favor de los monasterios; y aquí no queremos hablar de los simples privilegios apostólicos, legislación tutelar que ponía bajo la protección de la Santa Sede la santa libertad de los religiosos y los defendía contra las intromisiones seculares y contra los posibles manejos de los obispos mismos tocante a los bienes de los monasterios o a la integridad de la observancia.
Estos privilegios prepararon el camino a las exenciones propiamente dichas, que aparecieron más tarde. Éstas vinculan inmediatamente el monasterio a la Santa Sede, de modo que el Soberano Pontífice se convierte en su único obispo, y la jurisdicción se ejerce en nombre y por comunicación de su autoridad.
Fácilmente se comprende la gran conveniencia de estas exenciones para las grandes instituciones monásticas.
La Iglesia de África había sentido ya la necesidad de vincular inmediatamente a la sede metropolitana de Cartago los monasterios de aquella región que se reclutaban en toda el África cristiana y que por su importancia parecían a veces eclipsar a la Iglesia episcopal vecina, sobre todo en aquellas regiones en que las sedes episcopales se habían multiplicado con cierto exceso[1].
En Oriente, una disciplina semejante sometía los grandes monasterios a la autoridad inmediata de los patriarcas[2].
Causas análogas explican las exenciones de los grandes monasterios de Occidente. ¿Era conveniente que poderosas abadías, cuyas colonias y prioratos se extendían lejos y en gran número de diócesis, que instituciones que por su desarrollo providencial adquirían importancia universal e interesaban a la Iglesia entera, dependieran de una sede episcopal próxima y de una ciudad mediocre?

El obispo mismo en su propia diócesis se habría visto todavía más oscurecido por el abad de uno de aquellos grandes monasterios si tal abad hubiera sido su diocesano. ¿Debía, por ejemplo, el abad de Cluny estar bajo la jurisdicción del obispo de Maçon? ¿Y podía tan ilustre abadía formar parte de aquella diócesis sin hacer sombra a la Iglesia catedral misma?
Así pues, se comprenden fácilmente los motivos de exención de las grandes abadías: se comprende incluso cómo varias de ellas, llamadas abadías nullius, recibieron de la Santa Sede una jurisdicción episcopal sobre las tierras de su dependencia, las cuales  se convirtieron así como en diócesis monásticas.
No nos toca a nosotros juzgar de la conveniencia de cada una de las exenciones que fueron otorgadas en lo sucesivo. Con todo, se concibe que los Sumos Pontífices, que sólo a Dios debían rendir cuentas de su administración, al multiplicar tales privilegios y extenderlos a establecimientos de menor importancia pudieran excederse en algo de resultas de la flaqueza humana, o que por lo menos sus actos pudieran ser objeto de apreciaciones diversas por parte de los santos.
San Bernardo reacciona contra las exenciones de los monasterios. En ellas veía una inversión de la jerarquía sin motivos siempre suficientes[3].
Este sentimiento personal de san Bernardo se comprende todavía más por su parte si se tienen en cuenta las grandes diferencias que separaban la condición de las abadías cistercienses de la de las grandes abadías establecidas anteriormente. Éstas — como hemos dicho antes —, con sus prioratos numerosos y lejanos, no podían considerarse convenientemente como establecimientos puramente diocesanos.
En la orden del Cister, por el contrario, todas las fundaciones se convertían en abadías, y la jurisdicción abacial, contenida siempre en el recinto del monasterio, tenía carácter estrictamente local, lo que las ligaba naturalmente y sin inconveniente a la cátedra del obispo diocesano. Así pues, la orden se contentaba primeramente con el favor apostólico que garantizaba la libertad de su observancia sin extenderse más lejos. Desde su origen, había sido puesta bajo la protección de la Santa Sede, y si no tenía exención propiamente dicha, gozaba de extensos privilegios que en los primeros tiempos bastaban para poner a salvo la plena libertad de su gobierno y de su disciplina[4]; y para asegurar mejor esta necesaria libertad se tomaba todavía la precaución de no establecer ningún monasterio del Cister sin haber obtenido del obispo diocesano el compromiso de respetar y de mantener en su integridad la Carta de caridad[5].
Sin embargo, este alejamiento de las exenciones, que san Bernardo había inspirado a su orden, no persistió largo tiempo, y el instituto cisterciense no tardó en entrar a su vez, como todas las demás familias religiosas, por la vía de las exenciones, que poco a poco se convirtieron en el estado común de los monasterios.
No sería imposible hallar, con alguna razón, una causa general de este movimiento de la disciplina en la cesación más completa de la vida regular en el seno de las Iglesias catedrales y, por consiguiente, en una como secularización más absoluta del episcopado y de las instituciones que rodean y sostienen su autoridad. Mientras conservaron los capítulos la vida común, llamaban con frecuencia al episcopado con sus sufragios a monjes o a religiosos, y hasta no faltaron Iglesias que contrajeron como loable obligación el compromiso de no elegir a otros[6].
Las Iglesias catedrales y las abadías vivían en una santa fraternidad, y había entre ellas grandes afinidades que fueron desapareciendo cada vez más con la introducción del régimen beneficiario y la cesación de la vida en común en el seno de los capítulos[7].
Es posible que este hecho no dejara de influir en la extensión general de la exención al orden monástico.
Por lo demás, los monasterios no fueron las únicas Iglesias exentas.
Hubo ilustres Iglesias episcopales desligadas de sus metrópolis y vinculadas inmediatamente a la Santa Sede, como también santuarios e Iglesias seculares exentas.
Pero todas estas exenciones, como las de los monasterios, pertenecen a la primera clase de exenciones que hemos indicado y tienen como efecto el de modificar en el cuerpo mismo de la jerarquía de las Iglesias el orden de sus relaciones.
La aparición de las grandes órdenes religiosas en el siglo XIII y de los clérigos regulares en el siglo XVI imprimió nuevo carácter a la exención y dio lugar a lo que nosotros llamamos la segunda clase de exenciones.
Estos grandes cuerpos religiosos destinados a ejercer en el mundo entero el ministerio apostólico, creados fuera de todos los límites territoriales, no podían evidentemente depender sino de la cabeza única del apostolado en el mundo, que es el vicario de Jesucristo. La unidad misma de la Iglesia exige que estos predicadores universales reciban de él su misión, pues un obispo no podría sin desorden conferírsela en la diócesis de uno de sus hermanos.
Así pues, si las exenciones de los monasterios y de ciertas Iglesias se deben a razones de conveniencia, las de las órdenes religiosas están fundadas en la naturaleza misma de las cosas y depended de la esencia misma de su vocación.
Pero ¡qué admirables creaciones del Espíritu Santo por la boca del Romano Pontífice son esas legiones de predicadores y de misioneros que, llevando a todas partes la palabra como sus enviados, ejercen también de su parte en todo lugar la misericordiosa misión de resucitar las almas por el ministerio de la reconciliación!
De un extremo a otro del mundo acuden al llamamiento de los pastores y les prestan la ayuda extraordinaria de un apostolado universal por su naturaleza y por la misión que han recibido del Sumo Pontífice. Y si el vicario de Jesucristo ejerce así, por medio de ellos, alguna parte de su episcopado supremo, no lo hace sino para ayudar y aliviar a sus hermanos e hijos, los obispos y los pastores de cada rebaño.
Nos limitamos a esta rápida exposición sin entrar en los detalles de las cuestiones canónicas.

CONCLUSIÓN

Nuestro fin en todo este tratado ha sido el de mostrar al lector el conjunto del plan divino de la Iglesia, la armonía de todas sus partes y la belleza de la nueva Jerusalén.
¡Plegue a Dios que hayamos realizado nuestro empeño y que hayamos contribuido a intensificar en algunos su amor a esta ciudad santa, su madre y la esposa del Cordero!
Hemos llegado al término de este estudio.
Hemos contemplado sucesivamente a la Iglesia universal en su cabeza, el vicario de Jesucristo, y en sus miembros, los obispos; luego a la Iglesia particular en su obispo y en el ministerio de sus sacerdotes.
Al final nos ha aparecido de nuevo el Sumo Pontífice, obispo por encima de los obispos, ejerciendo inmediatamente en todas partes su autoridad y su solicitud paternal; y después de haber comenzado todo este tratado con la consideración de su augusto principado, lo terminamos a sus pies considerándolo en sus beneficios.
Toda visión de esta obra divina comienza por él en la belleza de la Iglesia universal, cuya cabeza es, y termina con él en la íntima actividad de las Iglesias particulares, a las que sostiene con su apostolado y recoge, por así decir, en su seno paterno.
Vicario de Jesucristo, inseparable de Jesucristo, un solo pastor, una sola cabeza con Jesucristo, es con Jesucristo el comienzo y el fin, el alfa y el omega del misterio de la Iglesia.
Hemos hablado débilmente de todas las bellezas de la jerarquía que comienzan y terminan en él, y al momento de dejar la pluma no podemos por menos de someter humildemente por última vez todo este escrito a su paterna y suprema autoridad.



[1] Concilio de Cartago (525), Labbe 4, 1629; Mansi 8, 649 ss; Hefele 2, 1072-1074.

[2]Constituciones de san Germán de Constantinopla, en Thomassin loc. cit, parte 1, l. 3, c. 26-28, tomo 3, p. 24-38.

[3] San Bernardo, De la consideración, l. 3, c. 4; PL 182, 766 ss.

[4] Carta de Pascual II (1099-1118), en Exordium cisterciense, c. 14; PL 166, 1507.

[5] Carta de caridad, PL 166, 1377-1378: «El abad Esteban (segundo abad del Cister) y sus hermanos establecieron que no se fundaran en absoluto nuevas abadías en la diócesis de cualquier obispo antes de que él mismo ratificara un acuerdo entre el monasterio del Cister y todos los demás 
monasterios salidos de él, a fin de evitar toda discusión entre el pontífice y los monjes.»

[6] Así la Iglesia de Belley: carta de Inocencio II (4 de diciembre de 1142), en Gallia christiana, t. 15, col. 612. La Iglesia de Cantorbery se gloriaba también de no haber sido gobernada nunca sino por religiosos de profesión.

[7] Una alusión a este sentimiento se halla en la Carta de San Bernardo a Enrique, arzobispo de Sens. El santo doctor impugna el motivo de exención tomado del estado secular de los obispados: «¿Condenáis la vida secular? Pero…”; Tratado de las costumbre y del cargo de los obispos, c. 9, n. 35; PL 182, 832.