jueves, 30 de octubre de 2014

Castellani y el Apocalipsis, XIII: La Guerra de los Continentes y el Armagedón

XIII

La Guerra de los Continentes y el Armagedón

Aquí y allí, a través de las páginas de su comentario, Castellani hace referencia a una "Guerra de Continentes", a una tercera guerra mundial.

Nos parece que hay como una idea fija en Castellani sobre este tema, y creemos que no hay nada ni remotamente por el estilo en el Apocalipsis, a menos[1] que por esta guerra se entienda la del segundo sello que abarcará una cuarta parte del mundo… pero para Castellani el segundo sello es pasado[2].

Las citas son numerosas y es posible que se nos haya pasado más de una. Trataremos de analizar brevemente algunas de ellas (negritas siempre nuestras):

En el Excursus C, en su Esqueleto, dice (pag. 86):

"La Visión del Segador Sangriento alude a la gran guerra de Continentes".

Ante estas palabras uno se queda mudo. A veces uno tiene la sensación de que estamos leyendo dos libros diferentes…

El texto del cap. XIV reza:

14. Y vi y he aquí una nube blanca y sobre la nube uno sentado, semejante a Hijo de hombre, que tenía en su cabeza una corona de oro, y en su mano una hoz afilada.
15. Y salió del templo otro ángel, clamando con gran voz al que estaba sentado sobre la nube: “Echa tu hoz y siega, porque ha llegado la hora de segar, pues la mies de la tierra está completamente seca”.
16. Y el que estaba sentado sobre la nube arrojó su hoz sobre la tierra y la tierra fue segada.
17. Y salió otro ángel del templo que está en el cielo teniendo también una hoz afilada.
18. Y del altar salió otro ángel, el que tiene autoridad sobre el fuego, y llamó con gran voz al que tenía la hoz afilada, diciendo: “Echa tu hoz afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque sus uvas están maduras”.
19. Y arrojó el ángel su hoz sobre la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y arrojó (la vendimia) en el lagar grande del furor de Dios.
20. Y el lagar fue pisado fuera de la ciudad, y del lagar salió sangre que llegó hasta el freno de los caballos, por espacio de mil seiscientos estadios.

Esta imagen de la Siega corresponde a la parábola de la cizaña (Mt. XIII), en la cual Nuestro Señor explica:

miércoles, 29 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (VIII Parte)

Órdenes religiosas nuevas.

Es un gran espectáculo el del desarrollo sucesivo y providencial de las semillas apostólicas de la vida religiosa, depositada en los comienzos en la tierra de la Iglesia.
El árbol creció y su crecimiento dio lugar al magnífico desarrollo de los dos órdenes antiguos y primitivos, el orden monástico y el orden canónico. Entrelazando sus ramas sobre Europa abolieron la idolatría, convirtieron a los bárbaros, establecieron por todas partes, juntamente con la jerarquía sagrada de las Iglesias, obispados, monasterios y parroquias, y fundaron las costumbres cristianas y la verdadera civilización gracias a la doble eficacia del ministerio sacerdotal y de los ejemplos de santidad.
Hasta el siglo XIII no conoció la Iglesia otros institutos religiosos fuera de estas grandes órdenes.
Pero en esta época y al acercarse los tiempos modernos vino Dios en ayuda de su Iglesia con nuevas y magníficas creaciones. Había que sostener nuevos combates en medio de los riesgos de una civilización más avanzada, que aspiraba a una peligrosa independencia.
El movimiento de los espíritus se extendía a todas las naciones sin tener en cuenta sus límites: al lado del ministerio localizado de los monjes y de los canónigos pastores de las Iglesias había necesidad de una nueva milicia que pudiera recorrer el mundo y dirigir aquel movimiento, efecto legítimo, en su origen, del progreso de la unidad cristiana, pero que podía fácilmente desviarse.
Había también que reemprender la obra apostólica de la conversión de los infieles. En aquel mismo tiempo en que se abrían las universidades y en que se agitaban los primeros esfuerzos del racionalismo, las inmensas regiones de Asia y de África se ofrecían a las empresas y a las investigaciones de Europa[1]. Pronto se revelará América al viejo mundo.
Precisamente entonces aparecieron las grandes familias de las órdenes religiosas propiamente dichas, la de santo Domingo y la de san Francisco.
Con estos institutos recibió el estado religioso nueva misión y nueva forma. No estuvo llamado únicamente a sostener a las Iglesias particulares y a realizar obras locales en los órdenes monástico y canónico, sino a servir a la Iglesia universal con un ministerio esencial y propiamente apostólico.
Y como este apostolado respecta a la Iglesia entera, debió ser por su misma naturaleza esencial y propiamente dependiente del Soberano Pontífice, dirigido por él y en ninguna parte limitado por barreras de circunscripciones o de jurisdicciones particulares.
Otras órdenes religiosas aparecieron tras las órdenes de santo Domingo y de san Francisco. Se las reúne bajo el nombre común de fratres y todas tienen una fisonomía común. Tales son las órdenes de los carmelitas, de los agustinos, de los mínimos.
La edad media se terminó en medio de sus inmensos trabajos.
Finalmente, en el siglo XVI este apostolado de los religiosos recibió nueva forma en la gran familia de los clérigos regulares.
Entre éstos corresponde incontestablemente el puesto más glorioso a la Compañía de Jesús, suscitada por el Espíritu de Dios para sostener a la Iglesia en sus combates contra el protestantismo y el racionalismo moderno, al mismo tiempo que para extender más la obra de las misiones entre los infieles.
Esta ilustre Compañía, con sus apóstoles, sus doctores y sus santos, no cesó de constituir la vanguardia de la Iglesia militante  y mereció el insigne honor y el privilegio de ser cada vez más violentamente atacada y perseguida por los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia. Alabada por el Espíritu Santo desde su cuna en el sagrado concilio de Trento[2], no cesa de dar a la Iglesia doctores, apóstoles y mártires.
A los clérigos regulares hay que asimilar todavía por su género de vida y su vocación especial los clérigos que viven en comunidad y las grandes familias de san Alfonso de Ligorio y de san Pablo de la Cruz, y luego, más cerca del clero secular bajo la disciplina de los santos votos, los sacerdotes de la Misión, y finalmente las numerosas congregaciones modernas de oblatos, y de misioneros.



[1] Nada más admirable y quizá menos conocido que el inmenso desarrollo de las misiones dominicanas y franciscanas, extendidas desde Groenlandia hasta el Norte de China, y de Siria hasta el Sur de Abisinia.

[2] Concilio de Trento, sesión 25 (1563), Decreto (de reforma) sobre los regulares y las monjas, can. 16; Hefele 10, 607.

lunes, 27 de octubre de 2014

El Discurso Parusíaco XVI: Respuesta de Jesucristo, XI. El Juicio de las Naciones y la Parusía (II de III)

El Discurso Parusíaco XVI: Respuesta de Jesucristo, XI.

El Juicio de las Naciones y la Parusía (II de III)


En cuanto a las diferencias entre Mt-Mc y Lc retomemos la cita:


Mateo XXIV

31 Y enviará sus ángeles con trompeta de sonido grande, y juntarán a los elegidos (ἐκλεκτοὺς) de El de los cuatro vientos, de una extremidad del cielo hasta la otra.


Marcos XIII

27 y entonces enviará los ángeles, y congregará sus elegidos (ἐκλεκτοὺς) de los cuatro vientos, desde la extremidad de la tierra hasta la extremidad del cielo.”


Lucas XXI

28 Más cuando estas cosas comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza porque vuestra redención se acerca."


Nuestro Señor indica aquí uno de los efectos principales de su segunda Venida cual es la recolección de los elegidos.

Straubinger, comentando el v. de Mt, anota acertadamente lo siguiente:

Juntarán: el griego usa el mismo verbo que en II Tes. II, 1: “ἐπισυνάξουσιν[1]. Alude aquí el Señor al admirable rapto en su encuentro en las nubes que está prometido a nosotros los vivientes “que quedemos” (I Tes. IV, 17)” y luego en el comentario de Mc dice: “Entonces… congregará, es decir que el arrebato que anuncia San Pablo en I Tes. IV, 15 ss será al tiempo mismo de la Parusía, esto es, cuando aparezca el Señor (v. 26), como lo dice el Apóstol. Así Marcos explica aquí que seremos llevados desde la extremidad de la tierra hasta el sumo cielo. Lo mismo dice Mt. XXIV, 31. Se trata de los elegidos, ya vivos transformados, ya resucitados de entre los muertos”.

Y luego cita:

domingo, 26 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (VII Parte)

Como las grandes fundaciones de los canónigos regulares irradiaban de los centros más importantes a las parroquias rurales y a las comunidades menores, orden canónico, a su vez, tuvo sus abadías y sus prioratos, aunque con la diferencia de que el nombre de abad, tomado de la lengua del instituto monástico, no fue nunca recibido en él universalmente.
Y cuando, en el siglo XIV, menciona Benedicto XII, en su gran bula de reforma, a las cabezas de las comunidades de canónigos regulares, enumera en esta calidad a obispos, archidiáconos, arciprestes, prebostes, y recuerda así los títulos diversos de las cabezas de Iglesia y de los superiores eclesiásticos, que en todos los grados de la jerarquía mantenían a su clero en la vida regular.
Por lo demás, la época misma en que el orden canónico regular adquiría una existencia distinta en el seno del clero, resultaba ser aquella en que el orden monástico constituía en su seno las grandes asociaciones de monasterios de que antes hemos hablado y cuyo primer ejemplo fue dado por la orden del Cister.
El orden canónico no tardó en recurrir, para el mantenimiento de la disciplina regular, al poderoso medio que le ofrecía esta nueva institución. La orden de los premonstratenses, en el instituto canónico, marchó al igual con la orden del Cister, sostén del estado monástico.
Las congregaciones canónicas se multiplicaron; Benedicto XII trató de ligar en el universo entero a todos los canónigos regulares por medio de vastas agregaciones formadas según el mismo tipo, con sus cabezas y sus capítulos generales[1]. En los siglos sucesivos, todos los reformadores suscitados por Dios para establecer y sostener esta antigua religión de los clérigos hubieron de recurrir a los mismos medios y establecieron, con diversos títulos, confederaciones o congregaciones reformadas.

viernes, 24 de octubre de 2014

Hacia el Padre, por Mons. E. Guerry (V de VI)

Nota teológica del autor

No hemos querido interrumpir nuestra meditación de los textos de la Escritura para examinar el grave problema que plantea el principio teológico bien conocido: "Todas las veces que la Santísima Trinidad obra fuera de sí misma, ad extra, las tres Divinas Personas obran per modum unius, por la única operación de su única naturaleza divina." Teniendo esto en cuenta, ¿será siempre posible admitir verdaderas relaciones del alma con una de las Divinas Personas?

Desde luego es evidente que no puede ser el caso de encarar relaciones del alma con una de las Personas, con exclusión de las otras. La Trinidad es una e indivisible. Mas ¿sería posible tener relaciones objetivas con una Persona Divina, en tanto cuanto se distingue de las demás?

No coloquemos sobre el mismo plano dos órdenes de relaciones que existen entre Dios y su creatura:

1) El movimiento que nos atreveríamos a llamar "de alto abajo", es decir de Dios a su creatura.

2) El movimiento "de abajo arriba", es decir de la creatura que sube hasta Dios.

En el primer movimiento, no cabe duda alguna de que tales relaciones son posibles. En tanto cuanto un acto dimana de la causalidad divina, tiene por principio la naturaleza divina común a las tres Personas. Por ejemplo, la adopción es obra de la Trinidad Santísima. Si llega, pues, el caso de atribuir tal perfección, tal operación a una de las Personas, queda bien entendido que usamos del procedimiento que en el lenguaje teológico se llama la apropiación.
Pero no queda agotada la cuestión cuando se ha considerado un acto desde el punto de vista de su causa. Hay que considerar en seguida el efecto producido en la creatura por el acto divino, analizar la nueva relación que por él se establece en el alma con respecto a Dios. La Encarnación es ciertamente la obra de una acción común a las tres Personas. Con todo, en el término de la operación, como resultado de esta acción, la naturaleza humana de Cristo queda unida solamente a la Persona del Verbo.
Ahora bien y precisamente, ¿de qué modo se opera el movimiento de vuelta de la creatura hacia su Dios? ¿Acaso no es por medio de Jesucristo, Verbo encarnado, "uno de los Tres", el Hijo por naturaleza, que asumió nuestra naturaleza humana y se entregó por nosotros a fin de conferirnos el poder de llegar a ser, por gracia de adopción, los hijos de Dios? Por una comunicación de su propia vida de gracia, de esa gracia santificante que adorna su alma de Hijo y que es el principio de la caridad que tiene para con su Padre, Cristo nos une a Sí y quiere llevarnos hasta su Padre para hacernos entrar bajo sus auspicios, pero como hijos adoptivos, en el movimiento de vida que en el seno de la Trinidad lleva al Hijo por amor hasta el seno del Padre. "Por Él es por quien tenemos cabida unos y otros con el Padre, unidos en un mismo Espíritu" (Efesios, II, 18), en "ese Espíritu del Hijo que clama en nuestros corazones; ¡Padre!" (Gálatas, IV, 6), para hacernos "conformes a la Imagen del Hijo" (Romanos, VIII, 9) según el designio eterno del Padre.
(Ver los artículos del señor Catherinet en el "Ami du Clergé", del 12 de mayo de 1932 (crónica de Teología Ascética y Mística) y en "La Vie Spirituelle", del 19 de mayo de 1934.)

*

El carácter técnico de la Nota anterior pudiera dar lugar a que algún lector se imaginase que Dios no ha obrado sino en cuanto esencia divina, siendo que el magisterio de la Iglesia, a la luz de las Sagradas Escrituras, nos descubre en su tratado teológico de las Misiones divinas el admirable concierto de operaciones exteriores que se realizan por las Tres Personas en orden a la salvación del hombre. Esto se ve claro en la encarnación redentora, la cual aparece como "obra de la voluntad del Padre por la cooperación del Espíritu Santo" (Canon de la Misa), y asimismo al tratarse de la efusión de la gracia por parte del Espíritu Santo, en orden a la santificación del cristiano.
La elevación del hombre al orden sobrenatural ha exigido de Dios Padre el envío sucesivo de las otras dos personas divinas, como lo considera el magisterio en el referido tratado teológico. Allí queda establecido que "las misiones siguen el orden de las procesiones", con lo cual contemplamos asombrados cómo el misterio de la redención y santificación del hombre hunde sus raíces en la vida íntima de la Augusta Trinidad. Y así hemos de creer, de acuerdo con el magisterio infalible:
Que el Padre envió a su Hijo, y que nos lo da; que el Hijo no puede ser enviado ni dado por ningún otro que no sea Aquel de quien procede, es decir, El que lo engendra de toda eternidad; que el Padre no puede ser enviado, porque no procede de ningún otro, siendo como es ingénito, innascible, Principio sin principio; que el Espíritu Santo no puede enviar a otra persona, porque no es principio de ninguna de ellas, y que tiene, en cambio, misión del Padre y del Hijo, pues procede de ambos. (Ver Suma Teológica, 1° parte, cuestión 43.)
Toda esta enseñanza del magisterio eclesiástico nos muestra que la distinción de Personas es elemento fundamental de la piedad cristiana, como lo profesa la Iglesia en su culto, dirigiéndose al Padre, por el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. El Prefacio de la Trinidad nos llama a distinguir en las Personas sus respectivas propiedades.

Está definido por el magisterio infalible contra los albigenses (IV Conc. Lat.; Denz. 431) que no puede atribuirse a la divina esencia una acción que no sea la que ejercen las Divinas Personas, porque eso equivaldría a creer en un cuarto Supósito, que no fuese ni el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo. (N. del T.)

jueves, 23 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (VI Parte)

La gran reforma del siglo XI.

Pero llegó un momento en el que este estado de cosas se vio sujeto a profunda decadencia.
El elemento imperfecto, debido a la natural proclividad de lo humano, se inclinó hacia los más deplorables relajamientos. Las guerras que habían devastado a Europa durante los siglos IX y X y, por encima de todo, el debilitamiento de la autoridad de la Santa Sede, secuela del triste estado en que Dios había permitido que cayera la misma Iglesia romana en los últimos años de aquel doloroso período, todo ello contribuyó a fomentar el desorden.
La tiranía de los príncipes invadió y corrompió con la simonía las grandes sedes episcopales, con lo cual se relajaron todos los vínculos de la disciplina y la jerarquía se halló sin fuerza.
Entonces se vio al clero de los campos, privado de los auxilios de la vida común, entregarse generalmente al desorden; y el mal no tardó en invadir las grandes Iglesias por la connivencia o la negligencia de los primeros pastores.
Mas, como la piscina del evangelio, que, agitada por el ángel a determinados tiempos, recobraba la virtud de curar a los inválidos (cf. Jn V, 4) así la Iglesia, piscina misteriosa destinada a curar a la humanidad de sus grandes achaques, se nos muestra en la historia como recibiendo igualmente en momentos providenciales nuevos movimientos del Espíritu Santo; y cuando parece haberse agotado su virtud, se renueva de repente por la santidad y las obras de los grandes siervos de Dios.
Esto se vio en el siglo XI.
De repente suscita Dios los grandes Pontífices San León IX (1048-1054) y San Gregorio VIII (1073-1085), y con ellos comienza la reforma.
Los reformadores salen del orden monástico. El orden monástico viene, por decirlo así, en ayuda del orden canónico y es el instrumento elegido por Dios para levantarlo de sus ruinas. Son dos hermanos que se ayudan mutuamente (cf. Prov. XVIII, 19).
El plan de los grandes pontífices que acabamos de mencionar consistía en hacer que todo el orden canónico volviera a la perfección de su estado, es decir, a la vida común e incluso a la vida religiosa[1].
Por todas partes hubo admirables resurrecciones, pero no fue posible imponer eficazmente el estado religioso a todo el clero; pronto hubo que contar con las necesidades y la diversidad de las vocaciones y sufrir las condiciones que la antigüedad había conocido y aceptado.

martes, 21 de octubre de 2014

Hacia el Padre, por Mons. E. Guerry (IV de VI)

2) La actuación de la Humanidad Santísima de Jesús.

Allí también hay dos errores que evitar en la vida espiritual de los fieles: error sería, por una parte, considerar la Humanidad del Salvador como el término último, quedarse detenido allí; por otra parte, habría error en abandonar o desconocer esta humanidad santísima, descuidando o restando importancia a su actuación en la vida espiritual.
No carece de interés observar que la devoción al Padre produce con frecuencia, al principio, en las almas que comienzan a seguirla, un efecto que las sorprende. Se sienten fuertemente atraídas por todo lo que conmueve, consuela y dilata en esta espiritualidad, y se hallan un tanto desorientadas con respecto a la persona de Cristo. Al igual que Magdalena en la mañana de Pascua, lo buscan ansiosas y de buena gana le harían ellas también esta pregunta: "¿Dónde lo pusiste?" (Jn., 20, 15).
Pero al profundizar esta devoción descubren muy pronto, con encanto, que Jesús está bien vivo para ellas, más vivo que nunca. En efecto, al paso que hasta entonces miraban con demasiada frecuencia a Jesús por de fuera, como el modelo exterior que vivió hace dos mil años y cuyas virtudes se esforzaban en reproducir por su propio esfuerzo personal, se encuentran con que están en Él, del modo como Él está en ellas.
En cierto modo el Padre las ha devuelto a su Hijo, como diciéndoles: "Nadie viene a Mí sino por mi Hijo. Él es quien os ha de conducir a Mí. Escuchadle. ¿Queréis conocerme? Mi Hijo es el único en conocerme así como todo aquel a quien me he complacido en revelarme por medio de Él. ¿Queréis amarme? Sólo el amor filial del Corazón de mi Jesús es capaz de atraer sin cesar mis complacencias y por este amor ha de pasar el vuestro para subir hasta mí. ¿Queréis que yo os ame? Pero si mi Hijo agota toda mi potencialidad de amor paterno: en Él he de encontraros a vosotros para amaros, para extender hasta vosotros, vueltos "uno" con mi Hijo, el amor que tengo por Él."
Así es cómo la devoción al Padre conduce el alma a la intimidad más completa con Jesús, a una especie de identificación por dentro. El alma comprende entonces lo que es el Mediador.
Decir que esta Humanidad Santísima es como un puente entre la humanidad y la divinidad expresa una idea incompleta. Se pasa por el puente para ir de una ribera a otra. Pero una vez dejado el puente, queda atrás del caminante; ha sido sólo un intermediario útil para proseguir andando en dirección al término del viaje. Entre tanto el Verbo encarnado es más que un intermediario útil. Es el Mediador necesario que conjuga en la unidad de su Persona divina, la humanidad y la divinidad. Él es el camino que hay que seguir, el único Camino que conduce al Padre. El Hijo, empero, no vive sino para el Padre. Es "uno" con su Padre, y su Padre está en Él: quien ve a Jesús, ve al Padre y en Jesús es donde encuentra al Padre.

domingo, 19 de octubre de 2014

La Iglesia Católica y la Salvación, II Parte. Cap. I, El Concepto de la Salvación (II de II)

Ahora bien, para una apropiada comprensión de esta doctrina, especialmente teniendo en cuenta la enseñanza sobre este tema contenido en algunos recientes libros y artículos, es necesario entender la condición religiosa de las personas a las cuales dirigió San Pedro su sermón en el primer Pentecostés Cristiano. De nuevo, los Hechos de los Apóstoles contienen información esencialmente importante.
Este libro los describe en general con la afirmación de que "Habitaban en Jerusalén judíos, hombres piadosos de todas las naciones que hay bajo el cielo". El país natal de estos hombres se enumera en la afirmación atribuida a la misma multitud.

"Se pasmaban, pues, todos, y se asombraban diciéndose: “Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo es, pues, que los oímos cada uno en nuestra propia lengua en que hemos nacido? Partos, medos, elamitas y los que habitan la Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y el Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de la Libia por la región de Cirene, y los romanos que viven aquí, así judíos como prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.[1]

Según el texto de los Hechos, la mayoría de estas personas eran peregrinos, hombres y mujeres que habían ido a Jerusalén a celebrar la gran fiesta judía de Pentecostés. Nuestro Señor había muerto en la Cruz hacía apenas un poco más de siete semanas antes que San Pedro diera ese sermón, y muchas de estas personas que lo escucharon debieron haber estado en marcha hacia Jerusalén al momento de la muerte de Nuestro Señor. Habían comenzado su peregrinaje como un acto de culto en la religión judía al momento en que ésta era la aprobada especialmente por Dios y cuando la sociedad político-religiosa judía era el reino sobrenatural de Dios sobre la tierra, la ecclesia del Antiguo Testamento.
Estas personas, en cuanto individuos, probablemente no tuvieron absolutamente nada que ver con la persecución y muerte del Verbo de Dios Encarnado. Comenzaron su viaje como miembros del pueblo elegido de Dios, el pueblo de su alianza. Su viaje a Jerusalén fue hecho precisamente a fin de adorar y honorar a Dios. Verdaderamente eran personas devotas.

sábado, 18 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (V Parte)

El orden canónico en los diez primeros siglos.

Si el instituto de los ascetas, desde los primeros tiempos en que la Iglesia comenzó a gozar de la libertad religiosa, se separó del resto del pueblo para adquirir una existencia distinta y formar el orden monástico, en el seno del clero no tuvo lugar en un principio una análoga división entre el elemento religioso y el elemento secular; por esta razón el arden canónico, que es el clero mismo, se desarrolló conservando largo tiempo en su seno la unión mal definida de la vida religiosa y de una vida menos perfecta.
La razón se comprende fácilmente: la Iglesia invitaba claramente a sus clérigos a abrazar la vida apostólica; exigiendo imperiosamente más a las órdenes más elevadas, hubiera querido verlos a todos caminar por la vía de los consejos evangélicos con el más completo desprendimiento de los bienes de la tierra, ya que se da una secreta y profunda alianza entre el sacerdocio y este desprendimiento. Bajo las sombras de la antigua ley debían ya los levitas vivir de las ofrendas del pueblo porque no tenían, dice la Sagrada Escritura, ninguna otra posesión (Núm XVIII, 20; Deut X, 9; XVIII, 1-2); bajo la nueva ley, si el sacerdote vive del altar, conviene que haya renunciado a cualquier otra posesión de aquí abajo.
Esta renuncia era, por tanto, objeto de la invitación general de la Iglesia, invitación que dirigía a todos, y si no hacía de ella una ley rigurosa, era en consideración de la flaqueza de algunos.
«Los clérigos», dice un antiguo padre, Juliano Pomerio, «puestos en el rango de los pobres por su propia voluntad o hasta por su humilde nacimiento» y por las disposiciones providenciales plenamente aceptadas, «abrazando la perfección de esta virtud reciben las cosas necesarias para la vida en sus propias casas o en la congregación en que viven en común.» Era la época en que se abrían las primeras comunidades. «Las reciben, no por ansia de poseer, sino por la pura necesidad de la flaqueza humana.» El obispo mismo, administrador y como titular del bien de la Iglesia que en calidad de tal parece implicado por estado en los intereses y en la posesión temporal, «el obispo, que ha dejado todos sus bienes a su familia o los ha distribuido a los pobres o dado a la Iglesia, y que por amor de la pobreza se ha puesto en el número de los pobres, administra sin avaricia las ofrendas de los fieles; alimenta a los pobres de los fondos de que él mismo vive como pobre voluntario»[1]. «En cuanto a los débiles», prosigue el mismo autor, exponiendo la antigua tradición doctrinal y disciplinaria, «que no pueden renunciar a sus bienes, alivien por lo menos a la Iglesia de sus cargas, sirviéndola a sus expensas, y sopórteselos a esta condición»[2], gratis serviant, como dice otro texto.

jueves, 16 de octubre de 2014

Hacia el Padre, por Mons. E. Guerry (III de VI)

II

VALOR DOCTRINAL DE LA DEVOCIÓN AL PADRE

La oportunidad de la devoción al Padre habrá de ser reconocida con facilidad. Sólo se han manifestado ciertas inquietudes por parte de aquellos para los cuales esta devoción se presenta como una novedad. Vamos a agruparlas en torno a tres objeciones:

1) ¿Es conciliable la devoción al Padre con el culto de la Santísima Trinidad?

2) ¿No se correrá el riesgo de hacer olvidar por ella la actuación que corresponde en la obra de la Redención, a la Humanidad Santísima del Salvador?

3) ¿Quedan con esta devoción suficientemente salvaguardadas la veneración, el respeto, la adoración, que caracterizan la virtud de religión en las relaciones del hombre con Dios?

Estimamos, por el contrario, que el valor doctrinal de esta devoción se reconoce precisamente por estos tres caracteres:

1) Por su medio, el dogma de la Trinidad se vuelve para las almas una viva realidad.

2) Hace comprender mejor la actuación que incumbe a la Humanidad Santísima de Jesús.

3) Es una forma muy elevada y muy pura de la virtud de religión.


1° El dogma de la Santísima Trinidad.

El dogma de la Santísima Trinidad es el punto culminante de la doctrina, la verdad sublime que alumbra las cumbres de la fe.
Para la inmensa mayoría de los cristianos ¿no es, empero, letra muerta?
Si se quiere que este dogma vuelva a ser para las almas una verdad viviente, ¿acaso no bastaría ponernos todos directamente en la escuela del Maestro y seguir su divina pedagogía?
Jesús no enseñó de golpe a sus oyentes la existencia de las tres Personas en la unidad de la divina esencia, sino que progresivamente fué revelando este altísimo misterio a sus Apóstoles y discípulos.
Parece ser que se puedan distinguir de algún modo tres períodos de la enseñanza del Salvador sobre el Padre.

PRIMER PERIODO: desde el comienzo de su ministerio apostólico, Nuestro Señor da a conocer a los hombres que Dios es Padre.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (IV Parte)

Confederaciones monásticas.

Ya dijimos que las grandes abadías tenían subordinadas comunidades menos considerables que formaban como los miembros de un mismo cuerpo mediante la unidad de gobierno y la unidad de origen de los religiosos que las poblaban. Formados todos ellos en la escuela de la abadía y vinculados a la abadía por la estabilidad de sus votos, eran enviados a estas residencias sin cesar de pertenecer a la misma familia y de formar una misma comunidad.
Con el tiempo se fueron multiplicando estos establecimientos secundarios o prioratos, se establecieron en regiones distantes, adquirieron mayor importancia. Todas las grandes abadías tenían establecimientos de este género; sin embargo, la de Cluny, con más esplendor que todas las demás, extendía sus brotes por todo el mundo católico. Algunas de estas casas secundarias se convirtieron a su vez en abadías, aunque conservando algo de su primitiva dependencia.
Estos comienzos de organización central fueron el preludio de una institución considerable que había de asegurar al instituto monástico en los tiempos modernos la conservación de su vida y de su vigor. Nos referimos a las grandes confederaciones o congregaciones monásticas.
Esta nueva idea nació y se nos presenta en su pleno desarrollo con la orden del Cister.
No se ven ya solamente prioratos, es decir, simples destacamentos de la legión monástica situados en residencias más o menos alejadas de la abadía a la que los religiosos que las componen no dejan de pertenecer por el vínculo estrecho de la profesión, sino que desaparecen los prioratos, se multiplican las abadías, las cuales a su vez forman entre sí una vasta asociación. Se confederan bajo la residencia de una abadía principal a fin de mantener mediante la unión de todas las fuerzas la observancia exacta de las reglas. Incluso se subordinan entre sí por las leyes de la afiliación, última  imitación de la antigua dependencia de los prioratos.
Los abades se reúnen en un capítulo general, cuya autoridad se impone a todos[1]. La cabeza de la Confederación continúa la acción del capítulo sobre el cuerpo entero, y una jerarquía de visitadores, que parte del centro, ejerce vigilancia hasta las partes más remotas.
Sin embargo, en esta nueva organización[2], el instituto monástico conserva su antigua y esencial propiedad: no cesa de contener tantas Iglesias constituidas canónicamente como monasterios y ésta es la razón de que usemos el término de confederación para expresar el vínculo de las congregaciones monásticas. Cada monasterio, al entrar en ella, conserva a sus miembros ligados con el vínculo que los une a él; guarda su gobierno, se pertenece a sí mismo. Los religiosos que componen el monasterio le pertenecen primeramente y sólo pertenecen a la orden entera por intermedio del monasterio que los cobija y que consigo mismo los lleva a esta grande asociación.
El lenguaje mismo de aquellos tiempos expresa la naturaleza jerárquica de los monasterios y les conserva el nombre de Iglesias. La gran constitución cisterciense, llamada Carta de caridad, y el Exordio del Cister hablan a cada página de las Iglesias del Cister, de Claraval y de las otras para designar las abadías[3].

lunes, 13 de octubre de 2014

Notas a la Escritura Santa, V: La Creación del Sol y la Luna


V

La Creación del Sol y la Luna



A medida que uno se va adentrando en el estudio de las Sagradas Escrituras va sacando algunas conclusiones; una de ellas podría formularse algo así como: "toda palabra está ahí por alguna razón"; detalles que a primera vista pasan desapercibidos, se vuelven, mirados de cerca, torrentes de luz.

Hay quienes creen que en materia de exégesis ya está todo dicho, y, por el contrario, habemos quienes, quizá por una reacción desmesurada, replicamos inmediatamente: "la verdad que en materia de exégesis no está nada dicho".

Por supuesto que esto no es más que una exageración, si bien miradas las cosas proporcionalmente, son más (muchísimos más) los pasajes cuyo sentido no han sido definidos que los que sí lo han sido, y por toda prueba nos remitimos sin más a la inmortal Divino Afflante de Pío XII.

La prueba de razón, que exigiría para su justificación la extensión de un libro, podría resumirse, en dos palabras, diciendo: "una apabullante mayoría de profecías miran, no a la Primera sino a la Segunda Venida" o también: "hay libros enteros como el Cantar, los Salmos, la Sabiduría, etc. que miran literal o típicamente a la Segunda Venida[1]". Por otra parte, un estudio atento del Nuevo Testamento nos hará llegar a la misma conclusión: por un lado San Juan en el Apocalipsis y en sus cartas, por el otro San Pablo que habla de la Parusía "en todas sus epístolas" (II Ped. III, 16), el mismo San Pedro, Santiago, Judas, y por último también los Evangelios mismos, donde apenas podrá encontrarse un capítulo que no contenga por lo menos una referencia a los últimos tiempos.

En el presente artículo queremos analizar muy someramente un versículo del Génesis.

Se trata de la creación del sol y la luna narrada en I, 14:

"Luego dijo Dios: "Haya lumbreras en el firmamento del cielo, que separen el día de la noche, que sean signos y (marquen) los tiempos y los días y los años".

sábado, 11 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (III Parte)

Desarrollo del monacato.

Más arriba dejamos expuesto cómo por una parte la plena libertad dada a la vida cristiana, y por otra el desarrollo natural de la semilla apostólica depositada en la Iglesia naciente hizo que del estado primitivo de los ascetas surgiera la rama vigorosa y distinta del orden monástico.
Es, en efecto, natural que cuando el tallo único de una planta tierna, que contiene en sí las fibras y las ramas del árbol entero, demasiado débiles en un principio para sostenerse distintamente, alcanza finalmente su pleno desarrollo, esas fibras contenidas hasta entonces en la unidad del tronco se separen formando otras tantas ramas poderosas. Obedeciendo a esta ley el orden monástico, confundido hasta entonces en el seno del pueblo cristiano, tomó el vuelo y apareció en forma de instituto distinto.
Este instituto, como antes hemos dicho, contaba tantas Iglesias, que vivían bajo su disciplina, como eran los monasterios, Iglesias excelentes que no tardaron en tener su jerarquía tomada de su seno. Luego, por un viraje providencial y de resultas de admirables vicisitudes, así como en un principio habían formado los monjes parte de las Iglesias comunes a todo el pueblo antes de constituirse ellos mismos en Iglesias distintas, a su vez las Iglesias monásticas fueron abiertas a los pueblos; el clero de los monasterios dio apóstoles y pastores a las poblaciones cristianas; y las Iglesias monásticas, que cobijaban a los pueblos bajo el cayado de monjes sacerdotes y pontífices, fueron para aquéllos Iglesias episcopales y parroquias.
Bajo esta primera forma y por el instituto monástico llamado a perpetuarse hasta el  fin de los  tiempos, se propagó la vida religiosa por toda la extensión de la cristiandad tomando cuerpo y constituyéndose en el estado de Iglesias particulares, numerosas y florecientes. El monje laico es el fiel de la Iglesia de su monasterio; el monje sacerdote o ministro es su clérigo y, conforme al célebre canon de Calcedonia, está vinculado a él por el título de su ordenación, como lo están en cada una de las otras Iglesias los clérigos de éstas. Es su canónigo, si podemos expresarnos así, y le pertenece por el  vínculo del título canónico. Los clérigos monjes forman, pues, el presbiterio y el cuerpo de los ministros de su monasterio, es decir, de una verdadera Iglesia constituida jerárquicamente y que tiene su puesto en la gran armonía de las Iglesias particulares.
Por lo que atañe a la disciplina monástica en sí misma, ésta consiste en un conjunto de observancias depositadas, en cuanto a la sustancia, desde el tiempo de los apóstoles, en el tesoro de la tradición. Son las Sagradas leyes de la abstinencia, del ayuno y del trabajo manual, pues no queremos incluir aquí especialmente las vigilias sagradas y las santas salmodias, ya que en este particular no tienen los monasterios nada que no les sea común con todas las demás Iglesias.
Por lo demás, las mismas observancias propiamente monásticas no les están reservadas en forma tan exclusiva que el común de las Iglesias no conserve restos de las mismas en la institución de la cuaresma y de los ayunos apostólicos; y así como estas observancias comunes del pueblo cristiano en el seno de las Iglesias fueron poco a poco precisadas y reducidas a fórmulas más estrictas, así también las grandes tradiciones del ascetismo primitivo fueron reducidas a reglas fijas y claramente determinadas por los grandes hombres suscitados por Dios para que fueran los legisladores del orden monástico[1].
San Pacomio (292-345) fue el primero que, por una revelación especial[2], recibió esta misión para todo el estado de los cenobitas y para el gobierno de los monasterios, donde la precisión de las reglas es más necesaria que en el interior de los desiertos y en el estado de los ermitaños o anacoretas.
El gran san Antonio (250-356) nos informa de que esta misión había sido ofrecida primeramente a otro solitario, que no había correspondido a ella[3]. La regla de san Pacomio, muy poco conocida hoy, contiene, con un detalle que sorprende en aquellos tiempos tan remotos, todo el conjunto de las observancias que forman el fondo de las reglas más recientes, y con toda razón se le puede considerar como el primer patriarca de las instituciones cenobíticas.
Pronto apareció la regla de san Basilio (330-370), común a los monasterios del campo y a los de las ciudades y que, como se dijo en su tiempo, condujo la vida monástica al seno de éstas.
En Occidente, las reglas tomadas de Oriente y trasladadas a  Lérins, a Saint-Victor, a Agaune, a Condat, como también las reglas célticas y las instituciones de san Columbano, cedieron poco a poco el puesto a la admirable constitución monástica de san Benito.
Este gran santo fue suscitado por Dios para dar a la vieja tradición monástica su fórmula definitiva; no pretendió crear reglas absolutamente nuevas y desconocidas, sino recoger y renovar la antigua doctrina de los padres; y el Martirologio romano consagra su misión asignándole la calidad de «reformador y restaurador de la vida monástica» (21 de marzo).
Pero esta restauración fue como el coronamiento de la obra comenzada y proseguida por los siglos precedentes, y la regla de san Benito es ya el tesoro común en el que reposa el depósito de toda la antigua tradición monástica y en el que los monjes irán a buscar hasta el fin de los tiempos la sustancia de la misma sin agotar jamás sus riquezas.



[1] La pobreza y la comunidad de bienes no es tampoco tan exclusivamente privilegio de los monasterios, que las otras Iglesias ni tengan en ella cierta participación mediante la puesta en común de las ofrendas y de los diezmos, es decir, de una cantidad de los bienes de los fieles; también aquí hay tradición apostólica y determinación de derecho eclesiástico.

[2] Vida de san Pacomio, c. 1, n. 7, en Acta Sanctorum de los Bolandistas, 16 de mayo, t. 16, p. 298.

[3] Id. c. 10, n. 77.

jueves, 9 de octubre de 2014

Hacia el Padre, por Mons. E. Guerry (II de VI)

Mons. E. Guerry


I

OPORTUNIDAD DE LA DEVOCIÓN AL PADRE

Esas razones las encontramos, ora en la vida de la Iglesia, ora fuera de ella.


1) En la vida de la Iglesia.

Jesucristo es el camino que conduce al Padre. Era menester que fuese conocido primero.
Todos los rasgos de la fisonomía de Cristo están sin duda fijados por la Revelación. Pero se ha necesitado la larga serie de los siglos trascurridos desde los comienzos del cristianismo para que se propusiesen a la contemplación de las almas cristianas, en harmoniosa síntesis, los tesoros de sabiduría y de ciencia que estaban encerrados en el Verbo encarnado, sin que aun así puedan pretender llegar a conocer la plenitud de santidad de la Humanidad del Salvador.
Las herejías de los primeros siglos dieron ocasión a la Iglesia para mejor estudiar y conocer las perfecciones del Hombre-Dios, al definir los dogmas de la Encarnación, de la Redención, de la Trinidad.
Por otra parte, en su Liturgia ofrecía a la adoración de los fieles todos los misterios de la vida de Jesús, haciéndoselos recordar en su ciclo anual, para hacerlos revivir íntimamente, por el pensamiento y los afectos, las diversas fases de la existencia humana del Salvador, desde el Adviento y la Natividad, hasta la Resurrección y Pentecostés.
Notémoslo de paso: Por la fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia honra con un mismo culto a las Tres divinas Personas y se ha abstenido de autorizar alguna fiesta que tenga por objeto honrar la naturaleza divina considerada en una sola de las Personas; del mismo modo tampoco ha instituido una fiesta para celebrar las manifestaciones de la bondad del Padre para con nosotros.
La liturgia está orientada a la celebración de los misterios de Cristo Jesús. Mas no puede dejar de notarse que las dos fiestas litúrgicas más recientes, la del Sacratísimo Corazón de Jesús y la de Nuestro Señor Jesucristo Rey, coronamiento grandioso de los impulsos del pueblo cristiano para honrar el amor y la omnipotencia del Salvador del mundo, constituyen una invitación a considerar la devoción al Padre como un elemento fundamental de la piedad cristiana, que entra lógicamente en la gran corriente de la liturgia católica. Al esforzarse en auscultar, con gran respeto y delicadeza, los latidos del Corazón de Jesús, procurando encontrar en lo más hondo el motivo que regla el ritmo de su amor, la teología descubre emocionada, en el centro de ese Corazón y dominándolo por completo, el amor de Jesús por su Padre, a la vez que comienza a comprender mejor que las ternuras y misericordias del Sagrado Corazón para con los hombres son la manifestación de las ternuras infinitas y de las misericordiosas bondades del Padre.