jueves, 12 de marzo de 2015

La Profecía de las 70 Semanas de Daniel y los Destinos del Pueblo Judío, por Caballero Sánchez. Capítulo XVII (IV de V)

II.- Es absurda la Tesis que se da  por tradicional.

La segunda manera de interpretar la 70° semana aplica los sucesos en ella profetizados a la reprobación por Dios del culto mosaico, luego de muerto Jesucristo.
La Crítica se empeña, no siempre con acierto, en conservar ilesa la letra del texto, perdiendo de vista muchas veces el espíritu que la anima. La opinión, al contrario, que se da por tradicional, sacrifica a veces la letra, gramática y sentido natural, para salvar lo que ella cree ser el espíritu del texto.
La supresión del sacrificio perpetuo en el Templo judío se efectuó con la destrucción de Jerusalén por los Romanos en el año 70[1]. Banderas Paganas fueron enarboladas sobre el lugar santo, y muchos años después en tiempos de Adriano se inauguró allí el culto de Júpiter Capitolino…
Pues bien. Todo eso pertenece a la 70° semana. Como le pertenece también la Redención o Muerte de Cristo en Cruz y la Vocación de las Gentes al Cristianismo...

Se pregunta: ¿cómo es eso posible? ¿Dónde la mita de la semana? ¿Dónde la abominación, que dura sólo tres años y medio?  ¿Dónde la inundación, que consume a los destructores sacrílegos al cabo de media semana de años?[2] ¿Qué importaba en la economía de la redención la interrupción de un culto abrogado e inválido desde mucho antes? Etcétera, etc. etc.

Son esas preguntas inoportunas. A ellas se responde arreglando los textos para que sirvan de base a múltiples imaginarias interpretaciones.
Imagínese que el pueblo invasor y destructor de Jerusalén no pertenece a la 70° semana, sino «exigitive», en cuanto los Judíos, por el deicidio, se hicieron dignos de aquella pena.
Imagínese que la corroboración del Pacto consiste en la Alianza nueva pactada por Cristo con las Gentes evangelizadas.
Imagínese que los bienes mesiánicos, prometidos a Jerusalén para después de las 70 semanas se realizan dentro de la última con la Muerte de Jesucristo, que tiene por inmediatos resultados la vocación de los Gentiles y la reprobación de Israel.
Imagínese que la cesación del sacrificio y de la oblación no es anunciada para media semana, sino para siempre.
Imagínese que la instalación de la «abominación de la desolación» puede ser relegada a un tiempo indeterminado después de las 70 semanas.
Imagínese que la devastación decretada es la ruina eterna de Jerusalén y del Templo judío.
Siga uno imaginando otras cosas parecidas. ¿Qué sucede?
Sucede simplemente que con temeridad se han destrozado las palabras del texto y sobre esas ruinas se han edificado sentidos caprichosos que no pertenecen a la profecía daniélica, sentidos que más bien están en contradicción con ella y con el Espíritu que anima a toda la Revelación, pues «la salud preparada a la faz de todos los pueblos es luz para iluminación de las gentes (de modo que éstas no sean excusables si la rechazan) y para gloria del pueblo de Dios, Israel
Apropiarse Babilonia los tesoros sagrados de Jerusalén tiene mucho de orgullo, de ceguera y de sacrilegio. Y es hacerse merecedor de reprobación perpetua.
«No te engrías contra las ramas..., antes teme. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, tampoco a tí te perdonará» (Rom. XI, 17-21).




[1] Ergo, convivieron los sacrificios judíos y la Misa hasta la reprobación definitiva de Israel.

Esto sería una nueva prueba en favor de la tan discutida tesis de Lacunza sobre la simultaneidad de la Misa y los sacrificios judíos en el Templo… durante el Milenio, dice él. Durante la prédica de Elías, nos atrevemos a corregir.

[2] ¿Dónde dice el texto que la inundación sucede a la mitad de la Septuagésima Semana y que ha de durar tres años y medio?