viernes, 23 de octubre de 2015

La Devoción al Papa, por el P. Faber (III de III)

I Parte y II Parte

Queremos vencer el buscarnos a nosotros mismos en nuestros conocimientos, a fin que nuestros corazones puedan crecer más y así poder amar más vehemente y exclusivamente.
Queremos más inmolación de nosotros en servicio de Jesús que las que pueden suplir las inclinaciones al Pobre y a los Niños. Además, queremos a Jesús de todas las formas posibles. Lo queremos como nuestro Maestro. Era el nombre que sus discípulos sobre la tierra amaban darle. De alguna manera buscaban poner en él un sonido cariñoso por encima del que tiene cualquier otro nombre con respecto a Jesús. Escuchaban sus sermones en el monte y en la llanura. Se aferraban sobre las palabras que caían de sus hermosos labios como perlas preciosas. Alimentaban sus almas con su enseñanza en un delicioso silencio, que era para ellos el mismo pan de vida eterna. Sus parábolas se hundían en sus corazones, y crecían allí en amplias revelaciones de los misterios de Dios. No podemos prescindir de todo ésto.

Debe ser nuestro Maestro, pero no en un libro muerto, no de oídas, sino nuestro verdadero Maestro viviente a cuyos pies podemos depositar nuestra audacia, y ante el sonido de cuya voz podamos dejar de amar nuestros juicios y pensamientos.
Jesús dejó a María a la iglesia naciente, al igual que a Pedro. ¿No fue acaso para suplir esta ansia misma de fervor primitivo, un ansia que se había alimentado a sí misma tan recientemente sobre su propia amada presencia en la carne? Ni siquiera las excelencias de la santidad apostólica podían soportar que Jesús y María les fueran quitados de una sola vez. Así, de la misma manera, ahora nos ha dejado al Papa.

El Soberano Pontífice es una tercera presencia visible de Jesús entre nosotros, de un orden más elevado, de un significado más profundo, de una importancia más inmediata, de una natura más excitante que Su presencia en el Pobre y en los Niños.
El Papa es el Vicario de Jesús sobre la tierra y goza entre los monarcas del mundo de todos los derechos y soberanías de la Sagrada Humanidad de Jesús. Ninguna corona puede estar sobre la suya. Por derecho divino no puede estar sometido a nadie. Toda sujeción entraña violencia y persecución. Es monarca en virtud de su mismo oficio, pues entre todos los reyes es el más cercano al Rey de reyes. Es la sombra visible que sale de la Cabeza invisible de la Iglesia en el Santísimo Sacramento. Su oficio es una institución que emana de la misma profundidad del Sagrado Corazón, del cual ya hemos visto que surgen el Santísimo Sacramento y la elevación del Pobre y los Niños. Es una manifestación del mismo amor, una exposición del mismo principio.

¡Con qué cuidado, pues, con qué reverencia, con qué gran lealtad, debemos corresponder a tan magnífica gracia, a tan maravilloso amor que nuestro amadísimo Salvador nos mostró en su elección e institución de su Vicario en la tierra! Pedro vive siempre porque los treinta y tres años continúan siempre. Las dos verdades se corresponden mutuamente. El Papa es para nosotros en toda nuestra conducta lo que el Santísimo Sacramento es para nosotros en toda nuestra adoración. El misterio de su Vicariato es parecido al del Santísimo Sacramento. Ambos misterios están entrelazados.

La conclusión que hay que sacar de todo esto es de las más importantes. No es sino esta: la devoción al Papa es una parte esencial de la piedad cristiana. No es un tema que no esté relacionado con la vida espiritual, como si el Papado fuera solamente la política del a Iglesia, una institución que pertenece a su vida externa, una conveniencia de gobierno eclesiástico divinamente establecido. Es una doctrina y una devoción. Es parte integral del plan de Nuestro Señor.
Jesús está en el Papa de una manera aún más elevada que en el Pobre y en los Niños. Lo que se hace al Papa, sea a favor o en contra, se le hace a Jesús. Todo lo que en Nuestro Señor es regio, sacerdotal, se resume en la persona de Su Vicario, para recibir nuestro homenaje y veneración. El hombre puede intentar ser un buen cristiano sin tener devoción a Nuestra Señora tanto como sin tenerla al Papa; y en ambos casos por la misma razón: ambos, Su Madre y Su Vicario forman parte del Evangelio de Nuestro Señor[1].

Les pediría que tengan esto en mucha consideración en estos tiempos. Estoy persuadido que de una clara percepción del hecho que la devoción al Papa forma parte esencial de la piedad Cristiana, se seguirían grandes consecuencias para el bien de la religión. Corregiría muchos errores, aclararía muchos malentendidos, evitaría muchas calamidades.

Siempre he dicho que la única forma de aclarar todas las dificultades es mirar las cosas simple y exclusivamente desde el punto de vista de Nuestro Señor. Que todas las cosas nos parezcan tal como son en Él y para Él. En nuestros días hay muchas cosas complejas, muchos desconcertantes enredos de la Iglesia y del mundo; pero si nos mantenemos firmes en este principio, si con una valentía ingenua somos todo para Jesús, vamos a abrirnos paso con seguridad en nuestro camino a través de todos los laberintos, y nunca tendremos la desgracia de encontrarnos, por cobardía, por prudencia de la carne, o por falta de discernimiento espiritual, del lado en el que no está Jesús.

Si el Papa es la presencia visible de Jesús, uniendo en sí toda jurisdicción espiritual y temporal que pertenece a la Sagrada Humanidad, y si la devoción al Papa es un elemento indispensable de toda santidad cristiana, de forma que sin ella ninguna piedad puede ser sólida, nos concierne en gran manera ver cómo son nuestros sentimientos para con el Vicario de Cristo y si nuestros sentimientos habituales con respecto a él son adecuados a los que Nuestro Señor requiere. Quiero hablar sobre el tema desde el punto de vista de la devoción, porque lo considero muy importante. Corresponde tanto a mi oficio y posición, como a mis gustos y sentimientos mirarlo de esta manera.

En tiempos de paz es bastante concebible que los Católicos difícilmente se den cuenta como deben de la necesidad de la devoción al Papa como un punto esencial de la piedad cristiana. En términos prácticos pueden llegar a pensar que su obligación es ir a la Iglesia, frecuentar los sacramentos y cumplir sus ejercicios espirituales privados. Puede parecerles que no les concierne lo que podría llamarse las políticas eclesiásticas. Por supuesto que este es un triste error en todo tiempo, y uno del cual el alma debe sufrir en todo tiempo, en cuanto a mayores gracias y a los progresos hacia la perfección.

En todas las épocas ha habido un distintivo invariable de los santos en cuanto que han tenido una devoción entusiasta y sensible hacia la Santa Sede. Pero si nuestra suerte cae en tiempos de problemas para el Soberano Pontífice, prontamente vamos a descubrir que un deterioro de la piedad práctica sigue rápida e infaliblemente sobre cualesquiera apreciaciones erradas del Papado, o cualquier conducta cobarde concerniente al Papa.
Nos vamos a quedar asombrados al descubrir cuán cercana es la conexión que existe entre una gran lealtad hacia él y toda nuestra generosidad hacia Dios, como así también la liberalidad de Dios hacia nosotros. Debemos entrar, y esto debe ser parte de nuestra devoción privada, cálidamente en las simpatías de la Iglesia por su Cabeza visible, o de otra manera Dios no va a entrar en simpatía con nosotros.

En todas las épocas, como así también en todas las vocaciones, la gracia se da bajo ciertas condiciones tácitas. A veces, cuando Dios permite que la Iglesia sea asaltada en la persona de su Cabeza visible, la sensibilidad con respecto a la Santa Sede será una condición implícita de todo crecimiento en gracia.

¿Cuáles son los motivos, pues, sobre los cuáles debe basarse nuestra devoción al Papa?

Primero y principal, sobre el hecho de ser el Vicario de nuestro queridísimo Señor. Su oficio es el modo principal en el cual Jesús se hizo visible sobre la tierra. En su jurisdicción es para nosotros como si fuera Nuestro Bendito Señor mismo.

Luego, otra fuente de nuestra devoción hacia él es la medrosidad del oficio del Papa. ¿Puede alguien mirar sobre región tan basta de responsabilidad y no temblar? De él dependen millones de consecuencias. Multitud de solicitudes esperan su decisión. Los intereses sobre los cuales tiene que tratar son de excesiva importancia, puesto que tienen que ver con los intereses eternos de las almas. Un día de gobierno en la Iglesia está lleno de más consecuencias que un año de gobierno del mayor imperio terreno. ¡Qué necesidad debe tener el Soberano Pontífice de apoyarse en Dios durante todo el transcurso del día! ¡Qué interminables inspiraciones del Espíritu Santo debe esperar ansiosamente a fin de distinguir la verdad en el clamor de las contradicciones o en la obscuridad de la distancia! La Paloma que le susurra al oído de San Gregorio, ¿qué es sino el símbolo del Papado?

En medio de estos gigantes trabajos, de todas sus labores terrestres, tal vez las menos agradecidas y apreciadas, qué conmovedor es la impotencia del Soberano Pontífice, igual que la de su amado Maestro. Su poder es paciencia. Su majestad es resistencia. Es la victima de toda la irritabilidad y descortesía de la tierra en las altas esferas. Es en verdad el siervo de los siervos de Dios. Los hombres pueden llenarlo de humillaciones, así como escupieron el Rostro de su Maestro; pueden despreciarlo con sus soldados como lo hizo Herodes con el Salvador del mundo; pueden sacrificar sus derechos a las momentáneas exigencias de su propia codicia, como Poncio Pilatos sacrificó a Nuestro Señor.

La codicia en los gobiernos puede llegar a una profundidad a la cual ninguna codicia individual puede acercársele; y es especialmente de esta codicia que el Vicario de Cristo debe sufrir. Los hombres con coronas de oro lo envidian a él, con corona de espinas. Le envidian la dolorosa soberanía por la cual debe dar su vida, puesto que le fue confiada por su Maestro y no es de su propiedad. En todas las generaciones Jesús, en la persona de su Vicario, está ante nuevos Pilatos y Herodes. El Vaticano es en su mayor parte un Calvario. ¿Quién puede contemplar la patética grandeza de su impotencia y entenderla como lo hace el Cristiano sin ser movido a derramar lágrimas?

Cuando estamos enfermos a veces reposa en nuestros corazones como un triste pensamiento de que nuestro Bendito Señor nunca santificó esa cruz por medio de sus propios padecimientos. Pero lo cierto es que entonces llevó y bendijo toda clase de dolor corporal en los innumerables sufrimientos e ingeniosas crueldades de su Pasión. Sin embargo nunca sufrió la edad avanzada. El peso de los años nunca se marcó sobre sus hermosos rasgos. La luz de sus ojos nunca se oscureció. La fresca hombría de su voz nunca desapareció. No podía suceder que ni siquiera se le acercaran los honorables deterioros de la vejez. Pero condesciende en ser anciano en Sus Pontífices. La mayoría de sus Vicarios están inclinados ante los años.

Veo en esto una nueva instancia de su amor, otra provisión para nuestra diversidad de amor hacia Él. Nadie en Judea podía jamás honrarlo con ese amor peculiar con que los buenos hombres glorifican la vejez. El homenaje a los ancianos es una de las más hermosas generosidades de la juventud; pero la juventud de la Judea nunca pudo gozar sus amadas sumisiones en sus servicios hacia Jesús. Pero ahora, en la persona de su Vicario, cuyas solicitudes se han vuelto mil veces más emocionantes y sus indignidades más patéticas a causa de su edad, podemos acercarnos a Jesús con nuevos servicios de amor. Una nueva clase de amor hacia Él se abre al entusiasmo y perspicacia de nuestro afecto. En este hecho, en el conflicto de un anciano desarmado con las grandezas y diplomacias y las falsas sabidurías de las orgullosas jóvenes generaciones, seguramente hay otra fuente de nuestra devoción por el Papa.

Para el ojo de la fe nada puede ser más venerable que la manera en que el Papa representa a Dios. Es como si el cielo estuviera siempre abierto sobre su cabeza, y la luz brillara sobre él, y, al igual que Esteban, viera a Jesús a la diestra del Padre, mientras que el mundo rechina los dientes contra él con odio, cuyo exceso sobrehumano es a menudo una maravilla en sí misma.

Pero para el ojo incrédulo, el Papado, como la mayoría de las cosas divinas, es un espectáculo lamentable y abyecto, que solo provoca un desprecio fastidioso. El objeto de nuestra devoción es reparar constantemente este desprecio. Debemos honrar al Vicario de Cristo con una fe amorosa, y con una reverencia confiada y no-crítica. No debemos permitirnos ningún pensamiento deshonroso, ninguna sospecha cobarde, ninguna incertidumbre timorata, sobre nada que concierna sea su soberanía espiritual, sea su soberanía temporal, pues incluso su Realeza temporal es parte de nuestra religión.

No debemos permitirnos la irreverente deslealtad de distinguir en él y en su oficio lo que podamos considerar humano de lo que podamos reconocer como divino. Debemos defenderlo con toda la pertinacia, con toda la vehemencia, con toda la plenitud, con toda la comprehensión con la cual solamente el amor sabe cómo defender sus cosas sagradas. Debemos servirlo con una oración abnegada, con una sumisión absoluta, interna, cordial, alegre, y sobre todo en estos abominables días de acusaciones y blasfemia, con la adhesión más abierta, caballerosa y sin vergüenzas. El interés de Jesús está en riesgo. No debemos perder tiempo ni equivocarnos del lado en que estamos.

En las aventuras de la Iglesia ha habido tiempos en que la barca de Pedro ha parecido hundirse en los mares de la noche. Hay páginas de la historia que nos hacen mantener la respiración mientras las leemos y que detienen las palpitaciones de nuestros corazones, aunque sabemos muy bien que la siguiente página va a narrar una nueva victoria salida de una nueva humillación. Hemos caído ahora en una de esas malas épocas[2]. Es difícil de soportar, pero nuestra indignación no obra la justicia de Dios y la amargura no nos da poder junto a Él.

Pero hay un gran poder en el abatimiento de los fieles. Es un poder que el mundo temería con sólo discernirlo o entenderlo. El silencio de la Iglesia hace que los mismos ángeles miren con expectación. Prácticamente debemos esperar en la paciente tranquilidad de la oración. La blasfemia de los incrédulos puede despertar nuestra fe. La vacilación de los hijos de la Iglesia puede apretar nuestros corazones. Pero que nuestro dolor no tenga amargura mezclada con su santidad. Debemos fijar nuestros ojos en Jesús, y hacer el doble de lo que nuestro amor hacia Él nos pide ahora.

Digo el doble deber, pues se trata de una época en la que Dios busca abiertas profesiones de nuestra fe, profesiones intrépidas de nuestra lealtad. Es una época también donde el sentido de nuestra indefensión exterior nos impone más que nunca el deber de la oración interior. Este es el otro deber. La abierta profesión sirve de muy poco sin la oración interior; pero creo que la oración interior es casi de menor valor sin la profesión externa. Muchas virtudes crecen en lo secreto, pero la lealtad solo puede desarrollarse a la luz del sol y sobre las montañas.

¿Cómo vamos a inaugurar nuestro Año Nuevo? Por los tremendos permisos de Su compasión, vamos a elevar sobre su trono sacramental la Cabeza Invisible de la Iglesia, para que podamos venir en auxilio de nuestra Cabeza Visible, Su amadísimo y sagrado Vicario, nuestro amadísimo y venerable Padre. No necesito decirles ni qué ni cómo rezar, pero tengo un pensamiento, que he tenido a menudo, y con el cual concluyo:

Tengo un instinto irreprimible de que aquellos que han amado especialmente sobre la tierra al Papa que definió la Inmaculada Concepción van a estar especialmente bien en el cielo[3].





[1] Nota del Blog: ¡Hermosas palabras que resumen el pensamiento del ilustre sacerdote!

[2] Nota del Blog: Si ésto pudo decir en la época del gran Pío IX… ¿qué diría hoy en día?

[3] Nota del Blog: ¿Será lícito tener ese mismo instinto irreprimible para con el Papa que definió la gloriosa Asunción…?