miércoles, 14 de septiembre de 2016

El que ha de Volver, por M. Chasles. Segunda Parte: Reinará (X de X)

X

LA MAGNIFICENCIA DE LOS REINOS
SERA DADA AL PUEBLO DE LOS SANTOS

Dan. VII, 27

Cristo es el ejemplar perfecto del hombre (Ef. IV, 13).

Por él tenemos la vida: "En Él estaba la vida" (Jn. I, 4).

Así como El murió, moriremos nosotros (Rom. VI, 23).

Así como resucitó, resucitaremos (I Cor. XV, 20).

Así como subió al cielo, subiremos (I Tes. IV, 17).

Así como reina a la diestra del Padre, reinaremos con Él nosotros (Apoc. V, 10 y XX, 6).

¡Sí! reinaremos con Cristo.

Entre las promesas hechas en la Cena, no hay ninguna más neta: " Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Y Yo os confiero dignidad real como mi Padre me la ha conferido a Mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en, mi reino, y os sentéis sobre tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel" (Lc. XXII, 28-30).

Jesús dijo también a Juan en el Apocalipsis: "Y al que venciere, esto es, al que guardare hasta el fin mis obras, le daré autoridad sobre las naciones, y las destruirá con vara de hierro, cual vasos de cerámica serán quebradas como Yo también recibí de mi Padre y le daré la estrella, la matutina" (Apoc. II, 27-28).

De modo que el trono y el poder que Jesús ha recibido del Padre lo recibiremos también nosotros.

Así como Jesús es actualmente sacerdote y rey, seremos también sacerdotes y reyes en su reino.


Poseeremos, pues, el reino por herencia como coherederos de Cristo; y poseeremos este reino ofrecido primeramente a Adán, "preparado desde la creación del mundo" (Mt. XXV, 34) restaurado al fin y consumado por Cristo.

Esta es, pues, nuestra herencia esperada (Col. III, 34). Seremos herederos del reino prometido por Dios a los que le aman (Sant. II, 5), y será una herencia eterna (Heb. IX, 15), una herencia que no puede corromperse, ni mancharse, ni agotarse y que nos está reservada en los cielos (I Ped. I, 4). Es la espléndida recompensa prometida después del trabajo (I Cor. III, 8). Todas estas cosas han sido preparadas por Dios para los que le aman (I Cor. II, 9).

Estas cosas maravillosas que son nuestra herencia y nuestra recompensa han sido concretadas en la Escritura en figuras familiares para de este modo permitirnos comprender bajo el símbolo la belleza escondida de la gloria celestial.

Primeramente recibiremos en la nueva Jerusalén las insignias de la realeza. La realeza que hemos visto tan violentamente combatida y vencida por Dios, y que tanto como fué desviada y usurpada será glorificada. ¿No tiene en sí misma una belleza incomparable, ya que es la expresión más perfecta de la acción divina sobre un pueblo? Pero, ¿quién es el rey o jefe de estado que tiene la verdadera conciencia de su dignidad?

En el reino de Cristo recibiremos el TRONO como los reyes. Esta promesa ha sido hecha muchas veces a los apóstoles (Mt. XIX, 28; Lc. XXII, 30), pero ella se extiende más allá de ellos a todos los escogidos. Ya se la ve figurar en Job: "Los coloca (a los justos) en tronos (como) a reyes" (Job XXXVI, 7); asimismo en Daniel (VII, 9).

El trono es la recompensa reservada al vencedor de la Iglesia de Laodicea: "Al que venciere le daré sentarse conmigo en mi trono, ASÍ COMO YO vencí y me senté con mi Padre en su trono" (Apoc. III, 21). Compartiremos, pues, el trono de Cristo como Él actualmente comparte el de su Padre.

El CETRO DE JUSTICIA nos será ofrecido igualmente. Es la promesa hecha al vencedor de la Iglesia de Tiatira. Es la vara de hierro para quebrantar a las naciones (Apoc. II, 27-28), el cetro trágico del Salmo II.

La CORONA parece ser el atributo esencial de la realeza; es de tal manera sinónimo de la bienaventuranza que perder la corona es perder la recompensa. Así Jesús hacía escribir a la Iglesia de Filadelfia: "Mantén firme lo que tienes para que nadie tome tu corona" (Apoc. III, 11).

Es la recompensa de la Iglesia de Esmirna: "Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida" (Apoc. II, 10).

La expresión, "corona de la vida" es empleada también por Santiago (I, 12). San Pablo la llama la "corona de justicia" (II Tim. IV, 8), o también la "corona incorruptible" (I Cor. IX, 25), y San Pedro, la "corona incorruptible de gloria" (I Ped. V, 4). El libro de la Sabiduría dice de los escogidos "que recibirán de la mano del Señor el reino de la gloria, y una brillante diadema" (Sab. V, 17).

La VESTIDURA REAL será blanca, ¡blanqueada en la sangre del Cordero! extraña metáfora, la sangre debería enrojecer; pero no, esa vestidura será blanca (Apoc. VII, 13-15). Será de lino fino, brillante y puro (Apoc. XIX, 8.14). Es la recompensa indicada a la Iglesia de Sardes: "El que venciere será vestido así, con vestidos blancos" (Apoc. III, 5).

La PALMA signo de la victoria estará entre las manos de algunos (Apoc. VII, 9), otros tendrán ARPAS (Apoc. V, 8; XV, 2) porque se cantará el "cántico nuevo", aquél de las vírgenes (Apoc. XIV, 3-4).

El Cántico de Moisés cantado al son del tamboril después del paso del Mar Rojo, era un admirable salmo profético. ¿No será justo volverlo a pronunciar después de este nuevo paso del mar Rojo, mar de sangre — de la gran Tribulación y de terribles combates y juicios?

Cantaremos como los Hebreos: "Tú los condujiste y los plantaste… en el Santuario, Señor, que fundaron tus manos. YAHVÉ REINARÁ POR SIEMPRE JAMÁS" (Ex. XV, 17-18)[1].

Otro don celestial será una luz deslumbradora que irradiará del cuerpo de los bienaventurados: "Entonces los sabios brillarán como el resplandor del firmamento, y los que condujeron a muchos a la justicia, como las estrellas por toda la eternidad" (Dan. XII, 3).

"Brillarán los justos, y discurrirán como centellas por un cañaveral". (Sab. III, 7).

En este reino, cada escogido estará resplandeciente de belleza y de gloria; será "SACERDOTE Y REY", con su Redentor, que habrá establecido una paz sin término.

"Y EL REINO Y EL IMPERIO Y LA MAGNIFICENCIA DE LOS REINOS QUE HAY DEBAJO DE TODO EL CIELO, SERÁ DADO AL PUEBLO DE LOS SANTOS DEL ALTÍSIMO; SU REINO SERÁ UN REINO ETERNO; Y TODAS LAS POTESTADES LE SERVIRÁN Y LE OBEDECERÁN” (Dan. VII, 27).

"¡ALELUYA! PORQUE HA COMENZADO A REINAR YAHVÉ, EL DIOS NUESTRO, EL TODOPODEROSO" (Apoc. XIX, 6).




[1] En este cántico es cuando el Señor es designado Rey por primera vez en la Biblia.