miércoles, 22 de febrero de 2017

El Katéjon, II Tes. II, 6-7 (I de XV)

El Katéjon, II Tes. II, 6-7

A Mons. Antonio Padovani (1862-1914),
un gran exégeta olvidado.

I.- Prefacio[1].

Y sí. Todo parece indicar que, una vez más, la historia se repite. Todo parece indicar que este pasaje tan famoso, casi devenido un clásico de la escatología bíblica, no está solo en lo que respecta a falsos supuestos, porque en definitiva eso y no otra cosa es lo que parece explicar la gran variedad de opiniones en este tema puntual.

La gran variedad de opiniones que desde siempre ha existido en la exégesis del katéjon, ninguna de las cuales ha sido capaz de aquietar el intelecto, parece ser un signo ineludible que la interpretación ha estado yendo por caminos errados, o para decirlo con las expresivas palabras de Mons. Padovani:

Todas estas sentencias están viciadas de un pecado original”.

Después de casi dos mil años de exégesis, esta confesión del P. Prat es muy reveladora al respecto:

“¿Cuál es el obstáculo? Los Tesalonicenses lo habían aprendido de boca del Apóstol, pero ahora lo ignoramos y todo lleva a creer que lo ignoraremos por siempre (…) No sólo que no se ha hallado todavía el obstáculo, sino que dudamos que alguna vez se lo haya buscado en la dirección correcta[2].

Entre las numerosas explicaciones excogitadas (Nuestro Señor, el mismo San Pablo, el decreto inmutable de Dios que retarda la venida del Anticristo, San Miguel Arcángel, los dos Testigos, la predicación del Evangelio en todo el mundo, etc.) acaso la más conocida y que más defensores ha cosechado a lo largo de la historia sea la identificación del katéjon en sus dos vertientes como masculino y como neutro en las figuras del Emperador y del Imperio Romano.

Pero curiosamente esta interpretación pudo subsistir a pesar del mentís que la historia le dio. Straubinger, por lo general tan medido y cauto en sus palabras, la descarta de plano cuando comenta en el v. 6:

“La antigua creencia de que ese obstáculo sería el Imperio Romano, quedó desvirtuada por la experiencia histórica y no parece posible mantenerla, pues todos los Padres y autores están de acuerdo en que se trata de un hecho escatológico”.


Sin embargo, ante el hecho innegable de la caída del Imperio Romano (y lo mismo dígase incluso del Sacro Imperio Romano de la Edad Media que perduró hasta los tiempos modernos) algunos autores buscaron refugiarse ora en el poder espiritual o sea en la Iglesia (Santo Tomás), ora en los estados cristianos y en el orden romano (Bover, Castellani, etc.).

Pero cualquiera puede ver que ésto no es más que una fácil escapatoria ante el evidente error exegético de algunos Padres que fueron llevados a esta conclusión, lo cual es de suma importancia señalarlo, más por una mala exégesis del Profeta Daniel que por el texto mismo de San Pablo.

Esto es observado incluso por Beda Rigaux en su (flojita) tesis doctoral:

“La opinión de los Padres no puede llamarse tradicional a menos que provenga realmente de una tradición y no si es debida a una conjetura exegética, como bien parece ser el caso. Según el mismo Vosté, en efecto, esta pretendida tradición apostólica tendría por fundamento una falsa interpretación de Daniel. Tertuliano sería el primer escritor eclesiástico que habría propuesto la interpretación κατέχον = imperio romano. Pero según él y otros, el Imperio romano está figurado en Daniel por la cuarta bestia, que representa el poder más férreo contra los santos. A sus ojos, Roma debía ser el último imperio antes del fin del mundo, y muy naturalmente, el anticristo no podría venir más que después de su caída[3].

Siendo esto así, ¿qué podremos decir del katéjon?


II.- A modo de introducción.

Tal vez no estará de más recordar en breves palabras la ocasión o contexto de esta segunda carta a los Tesalonicenses.

La Iglesia de Tesalónica, si bien no fue la primera fundada por San Pablo fue, con todo, la primera de todas en recibir de su pluma una epístola.

Ambas fueron escritas desde Corinto, al poco tiempo de haber tenido que huir de Tesalónica y en un corto intervalo de tiempo que los autores ubican entre los años 51-53.

Después de huir de Tesalónica a causa de la persecución de los judíos (Hech. XVII), San Pablo permaneció en Corinto donde esperó a Timoteo, que fue el encargado de llevarle las noticias sobre la naciente comunidad; pero no fueron allí todas buenas nuevas y es por eso que San Pablo tiene que escribirles por primera vez, “no sólo para fortificarlos y exhortarlos a la perseverancia en medio de las persecuciones, sino también para defenderse de las acusaciones de sus enemigos, para exhortarlos a llevar una vida verdaderamente divina, y finalmente para instruirlos sobre la segunda Venida de Cristo” (Padovani).

La segunda carta, por su parte, nos muestra a los Tesalonicenses con ideas no sólo erróneas, sino peor aún peligrosas sobre la Parusía, las que producían un efecto muy nocivo en la comunidad; en efecto, lo que en la primera epístola no era más que una inquietud, a saber, la suerte de los muertos en la Parusía y algunos desórdenes (cap. IV-V), en la segunda ya se ve como un peligro que hay que desterrar dado que los Tesalonicenses están inquietos y turbados debido a un grave error sobre la Parusía que además ha producido consecuencias muy perjudiciales en cuanto a la desidia y pereza de algunos de sus miembros.

Es, pues, para cortar de raíz este error sobre la Parusía y su consiguiente efecto práctico que San Pablo escribe la segunda y corta epístola.





[1] Este trabajo no podría haber sido escrito sin la ayuda de algunas personas a las que va desde luego nuestro agradecimiento.

[2] La Théologie de Saint Paul, vol. I, pag. 96 y 98, 27 ed., 1938.

[3] L'Antéchrist et l'opposition au Royaume Messianique dans l'Ancien et le Nouveau Testament. Paris: Gabalda. Gembloux, 1932, pag. 302.